Abu Ahmad repite un nombre: Rukia. Es su hija de 11 años. Se quedó paralizada poco antes de que, hace justo un año, la violencia estallara en el estado de Rakhine, al oeste de Myanmar. “Entonces comenzó el conflicto. Combates, apuñalamientos y quema de casas”, recuerda este refugiado rohingya en un testimonio recogido por Médicos Sin Fronteras.
Decidió huir junto a sus esposa a Bangladesh para buscar un lugar seguro en el que pudieran atender a la menor, pero sus otros siete hijos se quedaron atrás. Un día le contaron que habían incendiado su casa y ellos también habían escapado. Finalmente, consiguieron localizarlos en Kutupalong, el mayor campo de refugiados del mundo, con más de 600.000 personas. Era como buscar una aguja en un pajar, pero lo lograron.
Cada pocos días, Ahmad empuja la silla de ruedas de su hija o la lleva en brazos entre las colinas escarpadas y el barro del campo de refugiados para trasladarla al hospital. Ya lleva un año allí y le preocupa qué va a ser de su familia. “Siempre tengo preocupaciones sobre el futuro. ”Pienso en la comida, la ropa, la paz y nuestro sufrimiento. Si tengo que permanecer en este lugar durante 10 años, cinco años, cuatro años o incluso un mes, tendré que sufrir este dolor“, dice.
El 25 de agosto de 2017, el Ejército birmano emprendió, tras el ataque de un grupo insurgente, una violenta campaña militar contra cientos de aldeas habitadas por la minoría musulmana apátrida que Naciones Unidas ha calificado de “limpieza étnica de manual”. Fue el inicio del éxodo multitudinario de más de 720.000 personas al país vecino. Cruzaban la frontera con lo puesto, enfermos, exhaustos. Sus testimonios sobre el horror vivido en Myanmar coincidían. Según las estimaciones existentes, de MSF, 6.700 personas fueron asesinadas en un solo mes.
“Estamos igual, o peor”
Cientos de refugios improvisados comenzaron a poblar desde entonces Cox’s Bazar, al sur de Bangladesh. Los mismos que hoy siguen en pie, porque, un año después, miles de personas siguen viviendo en las mismas casas de plástico y bambú que fabricaron hace un año. Donde no tienen luz por la noche, no pueden cerrar sus puertas con llave y muchos no se sienten seguros.
Bajo estas viviendas han tenido que soportar las lluvias torrenciales propias de la época del monzón, que ha obligado a las organizaciones humanitarias a reforzar las instalaciones y evacuar a las personas en mayor riesgo a otras zonas. Los asentamientos, en colinas entremezcladas con cultivos de arroz, se han inundado y al menos cinco niños han muerto a causa de los deslizamientos de tierra, según las autoridades locales.
Aunque las lluvias parece que empiezan a remitir, a la época del monzón le sigue otra no menos insegura: la de riesgo de ciclones, a partir de octubre. “Un año después estamos igual o peor porque la situación en los campos sigue siendo muy mala”, resume en pocas palabras María Simón, coordinadora de emergencias de MSF, en una conversación con eldiario.es desde Bangladesh. De todo, recalca, hay poco: letrinas, puntos de agua potable, puntos para repartir comida, estructuras médicas. Todos son insuficientes.
Estas “inaceptables” condiciones de los campos los convierten, según ha alertado la ONG, en una “bomba de relojería”. MSF ha atendido más de 6.000 casos de difteria, también de sarampión. Pero la mayoría de personas llegan a sus consultas con diarreas, infecciones y enfermedades en la piel. “Todas están directamente relacionadas con las pobres condiciones de vida”, puntualiza Simón.
“Hemos logrado muchas cosas: que haya un reparto de comidas regular, asistencia sanitaria, apoyo psicosocial... Pero todavía hay grietas y estamos trabajando para mejorar los servicios. Una parte enorme de la población aún vive en áreas muy congestionadas”, explica por su parte Caroline Gluck, portavoz de Acnur, desde Cox’s Bazar.
Mientras, los países donantes apenas han aportado un 34% de los fondos reclamados por Naciones Unidas para dar poder dar respuesta a la situación de estas personas en Bangladesh. ¿Se ha olvidado el mundo de los rohingyas? “Al principio hubo mucha atención mediática, porque fue uno de los mayores éxodos en poco tiempo. Todo el mundo miraba a Bangladesh, pero ahora ya no, se ha olvidado un poco”, responde Simón.
Incertidumbre ante las futuras repatriaciones
En medio de este olvido, miles de personas tratan de salir adelante y recuperarse de la violencia que les forzó a huir, así como de las consecuencias de llevar un año en precarias condiciones. “Llevan la mochila de la violencia vivida, la del viaje peligroso y lleno de dificultad, más el estrés diario de vivir en los campos: no tener comida suficiente, no poder ganarse la vida trabajando, tener restricción de movimientos, sentir inseguridad…”, relata la coordinadora de MSF. “Atendemos muchos pacientes con flashback, ansiedad, ataques de pánico, depresión... Es la consecuencia de todo esto que llevan en la mochila. Y de una situación perdurable en el tiempo con la incertidumbre de no saber qué va a pasar”.
Es la incertidumbre de la que habla Abu Ahmad, la que se abre ante las futuras repatriaciones a Myanmar, aunque el proceso permanece estancado. En junio, Acnur y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo PNUD firmaron un memorando de entendimiento con Birmania como “primer paso” sobre el retorno desde Bangladesh a su país. “Volveremos si el país se vuelve pacífico, pero volveremos con condiciones. Volveremos si recuperamos nuestra libertad; si devuelven nuestra casa, nuestra tierra, nuestro ganado y nuestras cabras”, sostiene el refugiado.
Es lo mismo que han reivindicado las organizaciones que operan en la zona, entre ellas MSF: que los retornos sean seguros. “Toda repatriación tiene que ser segura, voluntaria y digna y de momento, en un principio, estas condiciones no están listas para poderse realizar”, recalca Simón. Desde Acnur reclaman al Gobierno birmano “progresos tangibles” para mejorar las condiciones de vida en el estado de Rakhine, donde esta etnia ha sido históricamente discriminada.
“Muchos quieren volver a sus pueblos, a pesar de todo lo que han vivido allí y quieren asegurarse de que lo puedan hacer con seguridad, sin violencia, y que se respeten sus derechos. Tenemos gente que sigue huyendo de Myanmar, no tanto de la violencia como al principio, sino de las duras restricciones: los niños pueden ir a colegio, no pueden moverse con libertad. Acnur no cree actualmente que estas sean condiciones para regresar de momento”, explica Gluck.
La representante de MSF, por su parte, recuerda la situación de “limbo legal total” en el que a día de hoy se encuentran estas personas, que ni son reconocidas como ciudadanas en Myanmar, ni como refugiadas en Bangladesh. “Es una situación realmente difícil porque hay una falta de voluntad política de resolverla. Bajo el pretexto de que volverán pronto a Myanmar, falta una respuesta humanitaria con soluciones a más largo plazo, porque ha pasado un año y la situación sigue igual”, recalca.
Parlamentarios asiáticos piden llevar el caso a la CPI
En este primer aniversario siguen resonando las críticas al Gobierno birmano por su responsabilidad en el éxodo de centenares de personas. Más de 130 parlamentarios de cinco países del Sudeste Asiático quieren llevar los crímenes contra los rohingya ante la Corte Penal Internacional. Se trata de la primera gran condena unánime que se produce en la región y piden que el Ejército del país, que ejerce presiones directas sobre su líder de facto Aung San Suu Kyi, responda por sus crímenes.
En una declaración conjunta emitida por Asean Parliamentarians for Human Rights (APHR), la organización exige que el Ejército de Myanmar se “enfrente a la justicia” por su “operación asesina en el Estado de Rakhine”. APHR es una organización compuesta por diez países de la región que fue acusada el año pasado por no adoptar una posición firme en este conflicto.
“Dado que Myanmar claramente no está dispuesto ni es capaz de investigarse a sí mismo, nos encontramos ahora en una etapa en la que la comunidad internacional debe intervenir para garantizar la rendición de cuentas”, dijo el político malayo Charles Santiago en unas declaraciones recogidas por the Guardian. Añade que espera que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas remita inmediatamente la situación de Myanmar a la Corte Penal Internacional. “Los responsables de estos horribles crímenes en Myanmar deben rendir cuentas, no se les puede dejar en libertad para que vuelvan a cometer los mismo abusos en el futuro”.
Lo mismo han pedido organizaciones como Amnistía Internacional, que ha asegurado que este 25 de agosto “conmemora un hito vergonzoso” y ha criticado a la comunidad internacional, por “su inacción a la hora de exigir cuentas a los responsables de crímenes de lesa humanidad”. “Corre el riesgo de transmitir el mensaje de que las fuerzas armadas de Myanmar no solo gozarán de impunidad, sino que podrán cometer de nuevo esas atrocidades”, ha dicho Tirana Hassan, directora de Respuesta a las Crisis de AI.
Quemaron sus aldeas y las imágenes por satélite lo demuestran. Derribaron sus casas y destruyeron sus cultivos. Les arrinconaron en las playas, mientras el propio Ejército sembraba de minas antipersona los caminos que les devolvían a sus aldeas. Sin agua y sin comida, se lanzaron al mar para escapar del horror dirigido y ejecutado por el Ejército, bajo el silencio del Gobierno.
¿Qué hizo que una activista por los derechos humanos se convirtiera en la gran cómplice del último repunte violento contra la minoría musulmana? Aung San Suu Kyi no quiere perder el poder que tantos años le costó lograr y sabe que si se opone al Ejército, este la podría derrocar.