[VÍDEO: Informa Olga Rodríguez; Imagen y edición: Sergi Cabeza]
Lo que se vivió este lunes en Roeszke define bien la situación de los refugiados a su paso por Hungría. Cientos de personas, principalmente sirias, recién llegadas de Serbia, fueron arrestadas en el campo de esta localidad fronteriza, rodeado por vallas y alambradas de espino, compuesto por barracones y fuertemente vigilado por cientos de agentes policiales que cuentan para ello con perros con bozales.
Con el transcurso de las horas algunos refugiados comenzaron a impacientarse y, ante la falta de información, decidieron salir del campo y emprender rumbo a Budapest caminando por el arcén de la carretera, pero decenas de agentes policiales salieron tras ellos, los acorralaron, les impidieron el paso, los rociaron con gas y los concentraron frente al campo, al otro lado de la valla, donde les obligaron a permanecer horas a pesar de que ya había caído la noche.
“¿Por qué nos retienen? ¿Por qué nos arrestan como si fuéramos delincuentes? ¿Dónde estamos?”, preguntaban los refugiados. “Me llamo Mohamed, soy de Damasco, no entiendo por qué nos tratan así, esto es un desastre, no entienden que después de 3.000 vendrán otros 3.000”, protestaba un joven sirio que ha viajado desde su país acompañado de amigos.
En torno a las nueve de la noche se notaba ya el bajón de la temperatura. Hombres, mujeres y niños comenzaron a agruparse para darse calor. Algunos nos pedían mantas o abrigos para los niños. Otros optaron por agolparse en torno a la valla pidiendo a la policía que les permitiera entrar en el campo para tener al menos un techo bajo el que dormir y amortiguar el frío. Pronto otros hicieron lo mismo.
“Por favor, tengo un bebé, un bebé, un bebé!”
Pero los agentes fueron implacables: les mostraron perros con bozales, les ordenaron que se callaran —“silencio, callaos!”— y no abrieron la verja, a pesar de que tras ella había niños y bebés que lloraban de frío. “Please, I have a baby, baby, baby”, gritaba Rim a los policías, con su bebé en brazos, rogándoles ayuda.
Un grupo de ciudadanos voluntarios llegó con algo de comida y con algunas tiendas de campaña: la ayuda que el gobierno húngaro niega a los refugiados la aportan voluntarios organizados por todo el país. Poco después, los policías, ataviados con mascarillas —todo un mensaje hacia los refugiados— abrieron la verja para permitir entrar a algunos. “Siéntate, siéntate”, gritaba un agente mientras tapaba con la mano nuestra cámara de vídeo.
“Tú, tú, y tú, sí, entrad; tú no, tú no”, decían los policías, siguiendo un arbitrario criterio de selección para decidir qué refugiados podía pasar antes al campo. Dos minutos después la verja se cerró, provocando una pequeña avalancha que empujó a uno de los bebés al suelo: “Baby, baby, baby”, se escuchaba gritar a su madre.
“Hola, soy Ahmed, tengo frío, ¿tienes abrigo?”, pregunta un niño de unos diez años que no deja de mover los brazos y las piernas intentando entrar en calor. Algunas familias se rinden y optan por acampar fuera. Otras siguen arremolinadas en torno a la verja.
Al cabo de un rato los policías vuelven a abrirla, permiten la entrada de unas veinte personas y vuelven a cerrarla, provocando una nueva avalancha. El proceso se repite en varias ocasiones. A veces dejan entrar a tres integrantes de una familia y a los otros les exigen que permanezcan fuera. “Mi madre, mi madre, señor, mi madre se ha quedado fuera”, ruega una mujer temblorosa. “Por favor, deje entrar a mi madre”. Todo esto ocurre en plena Europa.
Llega la madrugada y quienes se han quedado fuera duermen apelotonados para darse calor: niños, bebés, mujeres, hombres y ancianos. Algunos prefieren no entrar porque temen que les tomen las huellas dactilares y eso les obligue a pedir asilo en Hungría. Les falta información y nos bombardean a preguntas. “¿Nos darán la nacionalidad alemana?”, pregunta un joven pintor procedente de Damasco. “¿Cuál es el mejor país para ir y que nos traten como seres humanos?”, dice Mohamed.
“Hungría hace el trabajo sucio de la UE”
De repente la policía rompe el cordón que ha mantenido durante horas rodeando a los refugiados. Los agentes se van y algunos jóvenes aprovechan para huir por la carretera caminando, rumbo a Budapest.
“¿Dónde vais? ¿No veis que la policía os arrestará y será peor?”, les recrimina Laura, una de las voluntarias que les ha llevado comida. “Esto es absurdo, es como el ratón y el gato, ellos salen, la policía les coge, los traen aquí de nuevo”, explica.
“Las órdenes cambian cada día, cuando Austria decidió abrir la frontera, la policía húngara podía dejarlos ir, pero ahora esas órdenes han cambiado y de nuevo tiene orden de registrarlos, de llevarlos de campo en campo, de controlarlos. Estamos haciendo el trabajo sucio a la Unión Europea, aquí Hungría no es la única culpable, tenlo por seguro”, afirma. “Los policías aquí han comentado que Hungría recibirá 6.000 euros de la Unión Europea por cada refugiado registrado en este país. ¿Lo puedes creer?”, exclama.
Seguimos a algunos de los refugiados que se han escapado y vemos que poco después los detiene un coche policial. Otros, sin embargo, terminan subiéndose al vehículo de un traficante, tras el pago de una cantidad de dinero. “Espero que no les roben”, murmura Ali, un afgano de Mazar i Sharif que nos acompaña. “A nosotros nos robaron unos tipos cuando caminábamos por las vías del tren, llevaban cuchillos y se llevaron 1.200 euros”, nos cuenta.
Poco después sale del campo de Rozske un autobús policial cargado de refugiados ya registrados con sus huellas digitales. “¿A dónde los llevan?”, preguntan los que se quedan. Un sirio de Alepo, Jamal, ve al otro lado de la ventanilla del autobús a un amigo e insiste en la pregunta, algo desesperado: “¿Dónde van? ¿A dónde los llevan?”. Los policías no responden.
Lo cierto es que este campo de refugiados de Roszke prueba que Hungría ha cambiado de nuevo de dinámica. Tras días de cierta libertad de movimientos para los refugiados, las autoridades vuelven a optar por los arrestos, los traslados controlados en autobuses policiales que los llevan de un campo a otro y el empleo de la mano dura con todos aquellos que, en un intento por evitar el temido registro, se aventuran a viajar por su cuenta siguiendo las vías del tren o los arcenes de las carreteras.