ANÁLISIS

Las sombras del “histórico” acuerdo que negocian el Vaticano y Pekín

“Si la Iglesia [china clandestina] considera que tiene mártires, eso los pone en contra de los demás, lo cual supone un pedregoso camino hacia la desunión”. Con estas desconcertantes palabras, el cardenal Theodore McCarrick está promocionando un próximo acuerdo entre el Vaticano y Pekín que puede tener importantes consecuencias internacionales. Hace un año en este diario ya se reflexionaba sobre los interrogantes que ensombrecían las negociaciones para retomar las relaciones rotas desde 1951. Hoy se constata que están dando paso a preocupantes evidencias.

La primera de ellas es que sobre McCarrick pesa un oscuro pasado de acusaciones sobre supuestos “abusos sexuales” que ha explicado el ex sacerdote católico Richard Sipe, avalada por otros dos testigos de los hechos. Es difícil de entender que el Papa –después de publicitar su política de “tolerancia cero”– haya mantenido en su cargo a una persona con estos antecedentes y le haya permitido tanto protagonismo en un tema de esta trascendencia.

La segunda evidencia es que no se trata de un acuerdo que concierne solo a los católicos o a las organizaciones religiosas; implica a la comunidad internacional y a quienes luchan por la democracia y piden respeto por los derechos fundamentales. Gran parte de lo que se está publicando sobre el acuerdo entre el Vaticano y China se centra en cuestiones relativas al derecho canónico: el procedimiento para la elección de obispos, las relaciones con la cismática Iglesia Católica Patriótica, la regularización del episcopado ilícitamente ordenado, pero sus repercusiones superan ese ámbito.

Un respaldo significativo a China

Si el acuerdo llega a firmarse en los términos en que se está negociando, supondría un significativo respaldo para la República Popular China y contribuiría a su legitimación global, a pesar del creciente deterioro de sus políticas en materia de derechos humanos.

De este modo, convertiría a la Iglesia católica en aliada del régimen; las comunidades católicas actualmente clandestinas serían estrechamente vigiladas, silenciadas y sometidas a las directrices políticas de las autoridades. Finalmente, el acuerdo afectaría muy negativamente a Taiwán, la olvidada China democrática, a quien Pekín considera una “provincia rebelde” bajo su jurisdicción, aunque de facto funciona como un país independiente.

“Las autoridades chinas son muy conscientes de la importancia del soft power que representa la Santa Sede bajo el liderazgo del papa Francisco, y no desean perder una oportunidad que les permita disipar los miedos que suscita su ascenso como potencia global”, ha publicado recientemente el sinólogo y periodista Francesco Sisci. En unos momentos en que Pekín redobla esfuerzos para lavar su imagen internacional tras la muerte del premio Nobel Liu Xiaobo y la desaparición de su esposa Liu Xia, publicando todo tipo de falsedades, es evidente que una bendición pontificia facilitaría mucho las cosas.

Y lo sorprendente es que esa bendición ya se ha dado. El pasado mes de mayo, la revista Civiltà Cattolica publicaba un artículo firmado por el jesuita Joseph You Guo Jiang, con el visto bueno de la Secretaría de Estado del Vaticano, bajo el título El catolicismo en la China del siglo XXI. Como el texto es complejo, erudito, y trata sobre asuntos que la mayoría desconoce, todavía no han sonado las alarmas.

Stefano Pelaggi, profesor de la universidad de la Sapienza en Roma y especialista en el tema, ha advertido en declaraciones a eldiario.es que se trata de un giro de proporciones históricas. “La Iglesia católica china tendrá que redefinir su rol y sus relaciones con el Partido Comunista chino y con sus planteamientos ideológicos”, asevera el mencionado artículo. Es preciso, dice, crear una “Iglesia católica china con características chinas”, que “cambie sus expresiones de servicio y predicación para seguir siendo relevante”.

Ataques a grupos religiosos

Las palabras del Vaticano resultan preocupantes. Se calcula que en China hay unos cien millones de cristianos, el 10% de los cuales son católicos. Sin embargo, no se permite la existencia de ninguna organización que no esté estrechamente controlada por el Gobierno, porque ello abriría fisuras en sus estructuras de poder y amenazaría la supervivencia del régimen.

De ahí los ataques sistemáticos a grupos religiosos: más de un millar de cruces e iglesias derribadas en los últimos meses –actualmente, una media de dos ataques por semana–, detenciones arbitrarias, desapariciones, torturas... De modo que, si el acuerdo se firma, cabe intuir a qué se dedicarán los católicos: simplemente, a encender velas y a recitar letanías; es decir, a “favorecer la armonía social”, un principio propagandístico del Gobierno, pero nunca a denunciar las violaciones de derechos humanos o las injusticias perpetradas por el poder.

Por esta razón, el cardenal Joseph Zen de Hong Kong, luchador impenitente a favor de la democracia, ha sido excluido de las negociaciones. También están siendo excluidos los propios católicos chinos de a pie. Algunos hablan de “traición” por parte de Roma y afirman que, aunque se firme el acuerdo, nunca se someterán al régimen.

Mucha gente cree que Francisco es un pontífice “diferente”, lo que choca con esta actitud de tintes autoritarios. ¿Cómo es posible que se promueva un acuerdo sin contar con las bases? La Iglesia católica no es un régimen democrático, pero uno de sus principios vertebrales, la llamada “colegialidad”, conlleva unas exigencias de consenso y participación que en el caso de las negociaciones con China no se están respetando.

“Durante años no se ha convocado la comisión responsable de las relaciones con China, sino que ha sido reemplazada por un grupo de personas que no conocen la situación real del país y que quieren lograr un acuerdo a cualquier precio”, dice el cardenal Zen en una conversación con este medio. “Las comunidades clandestinas están siendo marginadas y olvidadas. No sabemos lo que verdaderamente piensan los obispos chinos fieles a Roma, porque están sometidos a mucha presión y no pueden manifestarse libremente”, denuncia.

Además, actualmente hay al menos una docena de obispos y sacerdotes detenidos o desaparecidos. El último de ellos –Peter Shao Zhumin, de Wenzhou– el pasado 18 de mayo. “De algunos no sabemos siquiera si están vivos o muertos”, sentencia Zen.

Preocupación en Taiwán

En Taiwán, la China democrática, también se perciben claros signos de preocupación, pues podría verse privado del reconocimiento diplomático que le otorga el Estado Vaticano, debido a las presiones de Pekín. En tal caso, es probable que varios países latinoamericanos siguieran los pasos de Roma.

Por otra parte, las comunidades católicas de Taiwán serían estrechamente vigiladas, de modo que se reforzaría el asedio del gigante oriental sobre la isla. Diversos políticos y activistas pro derechos humanos manifiestan que se trata de una cuestión de la máxima envergadura para el actual gobierno de Taiwán.

Varias fuentes no oficiales del obispado de Taipéi indican que la Iglesia taiwanesa no está participando en las negociaciones. ¿Por qué el Vaticano reduce la sinicización (asimilación de la cultura china) al marco de la República Popular China, cuando ésta destruyó sus propias raíces en la Revolución Cultural, mientras Taiwán las ha preservado? ¿Acaso la Iglesia en Taiwán no encarna ya un catolicismo sinicizado?