“Tengo la sensación de que siempre estaré aquí. Si pudiera, me iría andando inmediatamente a Alemania”. Desde que huyeron a Grecia, el día a día de los refugiados que permanecen en los campos se reduce a esperar. Esperar a que se abran las fronteras, a que suene el teléfono con la llamada que les citará para comenzar los trámites de reubicación y empezar una nueva vida. Mientras, pasan las horas, los días, los meses, y las miradas se dirigen a una Europa que se aleja de su imagen de “tierra de la solidaridad”.
Los campamentos del norte griego parecen pequeños municipios. Los propios refugiados abren pequeños comercios de alimentación, peluquerías, sastrerías y talleres de reparación de bicicletas. En algunos también pueden comprar ropa o jugar en un parque infantil.
También se pueden hacer talleres de fotografía, de teatro, socioeducativos, sanitarios y para mujeres pero a la hora de lavarse los dientes, usar el váter o limpiar los platos, tienen que hacerlo sobre unos fregaderos al aire libre o sobre un cubo junto a la jaima.
Les dan comida y algo de ropa. ¿Qué más quieren? Lo más básico: salir del país y terminar con una espera eterna que está causando graves problemas psicológicos. Los especialistas consideran que, algunos casos, pueden ser irreversibles.
La espera, que en la mayoría de los casos supera el año, es lo que convierte a Grecia en un no lugar, un espacio de estancia fija protagonizado por la ausencia de información sobre su futuro, por el control de sus vidas en el que se vulnera el derecho a la vida digna y a la movilidad.
Solo en las islas griegas, cuando se cumple un año de la firma del acuerdo entre la Unión Europea y Turquía, más de 14.400 migrantes aguardan en los campos. Un total de 1.504 personas han sido devueltas al país otomano, según datos de la Comisión Europea.
Son las seis y media de la tarde y Mahmud –nombre ficticio, quiere guardar su anonimato– se acuesta a dormir sobre un fino colchón de diez centímetros en la jaima en la que vive desde hace nueves meses en un campamento de refugiados del norte de Grecia, a las afueras de Salónica. Se echa por encima una manta gris, se gira y cierra los ojos. Ni las voces de sus amigos mientras toman un té ni la música consiguen despertarle durante una hora.
Vive con cuatro chicos sirios de entre 21 y 30 años. Él es el mayor del grupo, tiene 34, y hoy su gesto y su mirada desvelan que su preocupación ha aumentado, a pesar de que le han comunicado que lo van a trasladar a un hotel, pero sin aportarle más información sobre su proceso.
Pocas veces participa en las conversaciones. Un cigarro y un vaso de té le acompañan en la mirada perdida. “La vida antes era maravillosa. Tenía casa, tenía trabajo, pero la guerra ha destruido la ciudad. Lo he perdido todo, mi vida, mi amor. Y aquí he perdido la salud”, relata.
Desde que llegó a Grecia ha perdido 11 kilos. Los nervios y la presión no le permiten comer, le causan grandes dolores de cabeza, un grave insomnio y asegura no sentir a veces la parte izquierda de su cuerpo. “Estoy vivo por la medicación. Los nervios y la presión me han roto el estómago”, comenta a medio camino entre la rabia y la tristeza.
En febrero del año pasado llegó a Lesbos agarrado a una embarcación de goma y con su cuerpo en el agua por el exceso de personas. Antes de la llegada del invierno dejaba el campamento y andaba durante diez kilómetros hasta Salónica. Iba a la playa. Buscaba la desconexión, le servía para lanzarse mensajes esperanzadores: “Mañana será mejor. O pasado. Seguro que algún día abrirán las fronteras”.
Pero esa sensación se ha esfumado. Cuando llegaron el frío y las nevadas, dejó de hacerlo. Ahora, una ONG griega que brinda apoyo psicológico a refugiados en los campamentos le da una breve tregua de desconexión a sus preocupaciones. Pero dos o tres horas después regresa a su realidad.
Sus compañeros de jaima han preparado la cena en una olla. Pese a la insistencia, rechaza comer. Antes de irse a dormir, se resguarda en una esquina, se lía un cigarro y navega con el móvil gracias a la red wifi del campamento que, paradójicamente, se llama ‘red Hope’ ('esperanza' en inglés).
A la mañana siguiente, Mahmud entra en la jaima, se lía un cigarro y calienta agua para tomarse un café. Y el día vuelve a empezar, igual que ayer, igual que mañana, aunque le hayan comunicado que irá a un apartamento u hotel a esperar el inicio de una nueva vida.
“¿Crees que soy el único? Todo el mundo aquí tiene problemas. De hecho hay muchos que están peores que yo”, añade. “¿Esto es Europa?, ¿dónde está la humanidad?”, pregunta. Una realidad común a las más de 60.000 personas que, según la Comisión Europea, están en Grecia varadas, tanto a la espera de una reubicación como temiendo la deportación.
“Llevo cuatro meses esperando la entrevista”
Llegó a Grecia sola con sus cinco hijos. Esta joven siria de 25 años jamás imaginó que se encontraría en esta situación. Ha vivido durante meses en tiendas de campaña, en contenedores habitables y ahora en una vivienda. No sabe nada de su familia desde que salió de Siria hace cuatro años.
“Tengo la sensación de que siempre estaré aquí. Las fronteras son injustas, solo piensan en ellos, no en los refugiados. Si pudiera, me iría andando inmediatamente a Alemania”, comenta. “Todos los días son difíciles”, concluye.
El tiempo transcurre en Grecia sin descuidar el teléfono móvil a la espera de la llamada que les cite para acudir a las diferentes entrevistas dentro del proceso de reubicación y reunificación. “Llevo cuatro meses esperando este día”, comenta un joven en el campamento de Nea Kavala tras regresar de una de las entrevistas del proceso de reubicación. Pese a ello, no lo dice con entusiasmo. La experiencia de los demás no le permite tener un aliento de esperanza. “Sé que voy a tener que esperar más meses para la última entrevista y, después, otros meses hasta que llegue al destino”, sentencia.
Otro solicitante de asilo centra su rabia en las instituciones. “Nos hemos quedado sorprendidos de lo que es Europa. En Siria la gente pensaba que era la tierra de la solidaridad, de ayudar, pero nos hemos sorprendido”, opina. Un joven palestino nacido en Siria califica el cierre de fronteras como “traumático”. “La ONU nos decía que abrirían las fronteras, pero nunca lo hicieron. Hemos perdido toda la esperanza y la paciencia”, añade.
“Para mí, esto no es Europa”
El 23 de febrero se cumplió un año de la llegada de Mouyad a Grecia con su mujer, sus cinco hijos (3, 9, 14, 15 y 17 años), su madre de 70 años –que no puede andar– y la familia de su hermana. “Desde el primer momento que llegamos aquí, estamos esperando. Primero junto a la frontera, luego para la primera entrevista, la segunda…y ahora llevo tres meses esperando a que me llamen para la última”, comenta con resentimiento.
“Ya pusimos en peligro nuestras vidas para llegar aquí y mucha gente está pensando en volver a hacerlo, pero sin dinero, sin esperanza”, apunta Mouyad. “Para mí, esto no es Europa. No vine a Europa a estar sentado, a que me den dinero y comida. Vine a encontrar trabajo, soy una persona responsable. Solo queremos una oportunidad”, critica.
Con las mejoras en los campamentos, Mouyad se pregunta por qué ofrecen todos estos servicios. “¿Significa esto que vamos a estar mucho tiempo? Y así ha sido. Pusieron aseos, baños, centro médico, una escuela grande, muchas cosas para niños, supermercado para comprar ropa y verduras. Cuando vimos eso empezamos a pensar '¿cuál es la situación real?, ¿cuál es el plan?' Pero nadie nos dijo nada”, añade.
“No tenemos el control de nuestras vidas. Estamos en una granja muy grande y hay un muro a nuestro alrededor. Puedes correr cuándo y dónde quieras, pero nunca podrás ir al muro, a la frontera”, denuncia Mouyad. Se sienten, dice, como ovejas en la granja en la que han convertido, para ellos, toda Grecia: son movidos de un lugar a otro sin ningún tipo de información y sin un lugar a dónde ir, a menos que se lo indiquen.
“Sufren estrés, dolor por las pérdidas e inseguridad”
La ONG griega Praksis ofrece, entre sus proyectos, asistencia psicológica a las personas en búsqueda de refugio en los campamentos, cada vez más vacíos por el traslado a hoteles y apartamentos, donde también trabajan. “Sobre todo, sufren fuertes procesos de estrés, dolor por las pérdidas e inseguridad por desconocimiento de no saber cuándo se irán, lo que en muchos casos los conduce a la depresión, al insomnio y ausencia de apetito”, explica Fotimi Kelektsoglou, coordinadora de circunstancias urgentes en el norte de Grecia.
“Depende de la persona, pero puede que haya gente a la que el trauma le acompañe el resto de la vida”, añade. Ante el nivel de desesperación por las condiciones y la espera, numerosos refugiados han tomado la decisión de regresar a su país, en guerra, antes que seguir en esta situación. El problema no acaba cuando les informan de la recolocación. Será el fin del viaje y el más extremo inicio de una nueva vida para la que están esperando desde hace un año.
Fotimi coincide y comparte el uso de “genocidio psicológico” para describir la situación de no lugar en el que se ha convertido Grecia, causada por las políticas europeas migratorias de cierre de las fronteras y la lentitud y pasividad en el cumplimiento de los compromisos de acogida de refugiados acordados por los países de la UE. De esta forma, han configurado a Grecia como un estado de excepción que afecta, exclusivamente, a un grupo de personas que, por el mero hecho de su procedencia, carecen de unos derechos que cualquier otra persona posee.