“Podía vivir en mi país, Camerún... si me escondía”. Y lo hacía; lo intentaba. Su madre se lo advertía desde niño: aquello no estaba bien, aquello podría matarle. Louis trató de evitar lo irremediable pero no pudo y optó por la clandestinidad. Caía la noche y llegaba la hora de poder amar sin que nadie mirase. Los hostales eran arriesgados. Acudían a parques, rincones oscuros donde ser ellos mismos sin peligro, donde poder sentirse y dejar el miedo aparcado por un rato. Se escondía para no huir, sí. “Hasta que le quemaron a él”. Él era su pareja. Murió entre llamas frente a Louis.
Huyó. Al principio sin rumbo fijo. “No sabía dónde iba. Solo iba para delante, para delante”, dice en un español afrancesado. Pasó por Nigeria, Argelia y Marruecos. Cruzó el Estrecho en patera. “Cuando llegué a España, pensé: 'si aquí puedo vivir, si puedo ser yo sin que me maten, para qué voy a cruzar más fronteras”, recuerda Louis sentado en el sofá de un acogedor y pequeño apartamento en el barrio madrileño de Lavapiés. Ha pedido asilo en España porque, supuestamente, la ley protege sus sentimientos, pero el Gobierno se lo denegó y activó una orden de expulsión. Su defensa, ejercida desde la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), recurrió la decisión hace ya un año. Sigue esperando.
La llegada no fue fácil. Ni su vida lo es aún hoy, a pesar de haberse casado con una persona española hace unos meses, en medio de este eterno proceso. “Ahora no me pueden expulsar, después de más de un año temiendo la deportación, estoy algo más tranquilo. Pero necesito el asilo para tener la garantía de que nunca más me obliguen a ir a Camerún. ¿Y si nos separamos? Tengo el derecho a sentirme protegido independientemente de que mi pareja sea español. No quiero sentir más el miedo al 'qué pasará si...'”, describe Louis. “Yo no puedo volver. Si me echan, regresaré a España. No puedo vivir allí”, reitera con la mirada fija en un punto indefinido, con miedo a que se repita eso que aprieta su estómago.
“Desde que iba al colegio sentí la discriminación, la represión. Mi madre notaba que era homosexual y me echaba la bronca, me pegaba, me insultaba.... Era un niño y los vecinos le decían que me tenía que llevar por el buen camino, que si continuaba así me iban a matar. Me llegó a buscar una novia para disimular. Busco una chica para que hiciese el amor con ella. No me gustó. Cuando estaba con ella ya sabía que no me gustaban las mujeres...”, recuerda manteniendo su rostro serio.
Su madre se murió y se trasladó al hogar de su tío. Allí, con 19 años, conoció a un chico en un chat de internet. “Nos teníamos que ver tarde. Esperábamos a que se hiciese de noche y quedábamos en un parque o un sitio escondido. Un albergue o un hotel era arriesgado. Si entran dos hombres a una habitación los dueños empezaban a sospechar y escuchaban tras la puerta. Si lo descubrían daban golpes en la puerta para que no lo hicieses”, describe.
“Yo vivía bien en Camerún. Tenía trabajo: soy jardinero”, apunta señalando a una de las muchas plantas que decoran el moderno piso en el que vive. “No sabía que no iba a poder vivir en Camerún... Pero poco a poco me di cuenta. Podía, pero si me escondía... ”. Un día decidió huir para no esconderse más. Intenta evitar hablar del día en el que lo decidió, el día en el que intentaron matarle, el día en el que su pareja murió, quemado, frente a él.
“Mi coche estaba preparado, lo habían rociado de gasolina y querían prender fuego. La gente decía a los policías: 'déjale ahí, que le matamos'”, detalla con la mirada en el mismo punto bajo. La policía le llevó al calabozo, donde permaneció cuatro días. “Cada noche, a las 22 horas, pasaban los agentes y tenías que poner el pie para que te golpeasen. Cada noche. Golpe y golpe”. Según narra, un día, mientras limpiaban el calabozó, escapó. Llegó a su casa, donde vivía junto a su tío, pero le rechazó. “Cogí mi ropa y me echó de casa. 'Fuera, fuera de mi casa', gritaba”. Logró quedarse durante unos días en casa de un amigo, hasta que este sintió que podría traerle problemas. No le quedaban muchas opciones. “¿Cómo me voy a quedar en un país donde ponen fuego a la gente que son gays? La unica opción era Europa”. Empezó su viaje.
Louis ya experimentó lo que es huir, atravesar cientos de kilómetros, para nada. Para ser deportado de nuevo al país donde teme morir. Su miedo a no poder amar, el recuerdo del que fue su novio en Camerún, y el terror a volver a sufrir lo sufrido le dieron las fuerzas necesarias para atravesar dos veces el continente africano y cruzar en dos ocasiones el Estrecho en patera. La primera vez que pisó Melilla, pasó cerca de dos meses en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) hasta que fue trasladado a la península, donde fue internado en el CIE de Algeciras. Tras 57 días de privación de la libertad, fue deportado a su país. “Con todo lo que había pasado... es muy difícil, muy difícil. Lloraba, lloraba mucho”.
Y llegó a Duala. “Fui a un locutorio para hablar con un amigo, que no es gay pero no me trataba mal por serlo yo. No podía volver a casa de mi tío. Pero ese día mi a amigo me dijo que me fuese, que si le veían conmigo me traería problemas. Sentí que nadie me quería”. Así que volvió. La segunda vez llegó a Ceuta, también en patera. Después de llegar a la península, pasó 34 días en el CIE de Tarifa. Se enteró de la posibilidad de solicitar asilo y lo pidió. A partir de ahí, la espera.
Vomita palabras cargadas de rabia cuando recuerda la denegación de su solicitud de asilo. “Pruebas. Me piden pruebas. ¿Cómo puedo demostrar que tu vecino te quiera matar? Me tenían que haber matado, así ya tendría pruebas”, sentencia, casi gritando. “Yo me pregunto: te vas a un sitio, te pegan , salen corriendo: ¿Qué pruebas vas a tener ahí? Te pegan con un cortacesped.¿Quieren que en ese momento hubiese cogido el cortacesped?”, añade atónito.
“Hay cosas en la vida en las que no hace falta pruebas. Si me entienden me entienden y, si no, pues ya esta. Yo he dicho lo que me ha pasado... nada más”.