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Cada vida cuenta

Belén Ruiz-Ocaña

Técnica de comunicación de UNICEF Comité Español —

Cuando en el test de embarazo se dibujan las dos rayitas que convierten el resultado en positivo, se abren las puertas a todo un mundo de cuidados, hábitos e información para que todo salga bien. Ácido fólico a diario, ecografías cuando toque, visitas a la matrona, curso de preparación al parto, blogs, foros, libros… Durante 40 semanas eres espectadora privilegiada de cada paso del desarrollo del bebé.

Llega el día del parto y, si todo se desarrolla con normalidad, la madre tiene una cierta capacidad de decisión para elegir, por ejemplo, si quiere sentarse sobre una pelota de pilates para facilitar la dilatación, si está más cómoda sentada o tumbada o cuándo quiere que le pongan la epidural.

Cuando nace el bebé, si todo ha ido bien se produce ese momento mágico de conexión madre e hijo en el llamado piel con piel. El recién llegado al mundo pasa un par de horas sobre el pecho desnudo de su madre asimilando sonidos, olores, y buscando calor y alimento.

Así viví yo los partos de mis dos hijos. Pero si viviera en Pakistán, en República Centroafricana o en Afganistán, seguramente mi historia habría sido distinta. Son los tres peores lugares del mundo para nacer, con una tasa de mortalidad de 1 de cada 22, 23 y 24 bebés nacidos vivos, respectivamente. Allí, y en el resto de países donde las tasas de mortalidad neonatal son altas, las mujeres embarazadas tienen muchas menos probabilidades de recibir asistencia durante el embarazo y el parto.

En España la cifra es de 1 muerte por cada 500 nacimientos, gracias a un sistema sanitario sólido y a la presencia de personal médico formado para solventar cualquier emergencia que se presente a lo largo del embarazo o durante el parto.

El 80% de muertes de recién nacidos se deben a partos prematuros, complicaciones durante el parto o infecciones como neumonía o sepsis. Todas ellas son causas prevenibles si se cuentan con los medios adecuados. Recuerdo que hace tres años, durante el parto de mi primer hijo, llegó un momento en el que el niño perdía fuerza. Lo supimos gracias a una monitorización constante del bebé. Para comprobar cuánto más podría resistir antes de plantearse una cesárea, los médicos le realizaron una prueba sanguínea. Le tomaron una muestra de sangre de su cuero cabelludo mientras aún permanecía en mi interior. Y con el resultado de esta prueba supieron que aún podía aguantar más y podíamos seguir en nuestro “plan A” de parto vaginal.

Cuando leo el informe de UNICEF “Cada vida cuenta”, no puedo evitar pensar qué habría sido de mi hijo si hubiera nacido, por ejemplo, en Chad o en Sudán del Sur. Sin monitores para hacer seguimiento de su estado continuamente, sin esa prueba sanguínea, sin la asistencia de ginecólogos y matronas formados, tal vez mi hijo no lo habría superado. Como los 7.000 recién nacidos que aún hoy, en pleno siglo XXI, mueren cada día. O lo que es lo mismo, 2,6 millones de bebés que pierden la vida cada año, casi 1 millón de ellos el mismo día que vienen al mundo.

Detrás de cada cifra, de cada número, hay una historia, un nombre, una madre y un padre que sufren un dolor inimaginable por la pérdida de un bebé que, en la mayor parte de los casos, podría haberse salvado. La pobreza, el conflicto, el nivel de formación de la madre o la debilidad institucional influyen en la flagrante desigualdad entre países (un bebé de Pakistán tiene casi 50 veces más probabilidades de morir en su primer mes que uno de Japón). Así, los bebés nacidos en el seno de las familias más pobres tienen un 40% más de posibilidades de morir durante sus primeros 28 días de vida.

Lo más impactante es que medidas tan sencillas como que cada madre y cada bebé cuenten con médicos, enfermeras o matronas formados durante el parto y los días posteriores; que tengan acceso a centros de salud; que los centros sanitarios estén equipados con agua, jabón y electricidad; o que las madres y sus bebés cuenten con los medicamentos necesarios en caso de complicaciones, se salvan vidas.

Si cada país consiguiese equiparar su tasa de mortalidad neonatal a la de los países de altos ingresos, para el año 2030 se podría salvar la vida de 16 millones de recién nacidos. El reto merece la pena. Porque cada vida cuenta.