Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
Recuperar el relato de lo público para que los trenes lleguen a su hora
Hace unas semanas, Adidas sacó una edición limitada de unas zapatillas que incluyen un abono de transporte anual para moverse en Berlín. La marca alemana se apuntaba así un triple desde su propio campo: los 500 pares de las EQT Support 93/ Ber4lín volaron de las dos tiendas que los vendían tras largas colas y las noticias del lanzamiento se difundieron en medios ganados por todo el mundo subrayando el talento innovador de la empresa y su capacidad para entender las tendencias urbanas. De hecho, tirando de esa manía tan humana de ver la vida según el color con el que queremos que sea, servidor llegó a pensar que el hecho también resaltaba el atractivo de las ciudades que trabajan para promover otro tipo de movilidad y que si Adidas ha elegido usar el abono como cebo es porque el transporte público es por fin algo sexy que sirve para este tipo de maniobras marketinianas.
Días después, Dana Corres compartió este artículo en sus redes sociales, un texto en el que se da un dato apabullante: el uso del transporte público en Estados Unidos durante los primeros nueve meses de 2017 es el más bajo en un periodo igual desde 2006. Claro, se puede pensar, eso es en Estado Unidos, ese país con el coche entre las barras y las estrellas de su bandera. Pero es que en ese país, durante estos años, ha habido importantes inversiones en líneas urbanas de tren, de metro y de bus. En ese país, también, las encuestas han dicho que a los jóvenes cada vez les interesa menos tener coche en propiedad. Y, además, en ese país se han hecho planes en grandes áreas metropolitanas para potenciar otras formas de moverse más allá del automóvil. A pesar de todo ello, las caídas en el uso son enormes.
El texto de Jacob Anbinder apunta a varias causas para esto que califica como gran crisis del transporte público: el desatino en las inversiones, las infraestructuras mal diseñadas, el reparto de competencias entre administraciones, la corrupción, la falta de recursos de las ciudades y áreas metropolitanas y, lo que para el autor es el origen de todo, la incapacidad de los votantes de atribuir la responsabilidad real a los políticos causantes de sus retrasos, sus apretones y sus larguísimos e incómodos trayectos. La falta de conciencia de que lo público, el transporte también, es de todos y de que por eso sus gestores deben responder de su manejo de tal cosa.
El asunto es trasladable punto por punto a la situación actual en España (y en muchos otros países del mundo, me temo). El servicio de trenes de Cercanías —en todo el territorio pero especialmente en Madrid— está peor que nunca y el plan de choque anticipado por el ministro Íñigo de la Serna y que debería llegar este mes sólo parece arrancar suspiros. El Metro de Madrid, ya que estoy por aquí, aunque gana un 7% de viajeros y presume en 2017 de cifras a las que no llegaba desde 2012, es noticia por cosas como la implantación de la imposible tarjeta Multi, por operar y vender vagones con amianto, por las comisiones de Francisco Granados y sus amigos y por los cierres para renovar líneas que no terminan de cambiar gran cosa —el verano que viene le toca a la 12, un Metrosur que en quince años de vida va a sufrir, creo, su sexto cierre parcial—. Resultado: los usuarios del servicio se siguen quejando de “calor asfixiante, mala accesibilidad, largas esperas, averías, aglomeraciones, suciedad, precios desorbitados y sufrimiento en general”, como resume el perfil de Twitter llamado @SufridoresMetro.
Cuando las ciudades están solas
Por decirlo corto y claro, el gobierno central está haciendo con el transporte público lo mismo que con todo lo demás que lleva ese apellido: lo está desmantelando. Y la mayoría de los gobiernos regionales, con importantes competencias en el tema, están tocando el violín mientras el barco se hunde. Por mucho que hagan los ayuntamientos para mejorar sus redes de buses, bicis y otros servicios de movilidad públicos—y muchos están en ello: Madrid, Barcelona, Valencia, Vitoria y otros— no hay manera si quienes tienen los recursos y las competencias importantes no están por la labor.
“En el caso de Barcelona, el Ayuntamiento está poniendo al año 140 millones de euros [en la financiación y mantenimiento del transporte público], hemos incrementado en siete años un 87% la aportación municipal, y el Estado está contribuyendo en 100 millones, porque ha reducido en ese mismo periodo en un 50%”. Esto contaba Janet Sanz, concejala de Ecología, Urbanismo y Movilidad de la Ciudad Condal, en una entrevista para El País junto con Inés Sabanés, delegada de Medio Ambiente y Movilidad de la capital. El diálogo era con motivo de uno de los grandes asuntos de nuestro tiempo, también para la opinión pública —según una encuesta de 20 Minutos es uno de los temas que más preocupa a los españoles—: la contaminación. Un tema en el que, otra vez, el gobierno se ha dado mus. Recuerdo: la UE vuelve a amenazar con llevar a España a su Tribunal de Justicia porque ciudades como Madrid y Barcelona siguen incumpliendo la normativa de calidad del aire y la ministra de Medio Ambiente y puertas giratorias, Isabel García Tejerina, dice que el problema es sólo de dichas ciudades.
No es verdad. El problema lo sufren esas urbes y quienes vivimos en ellas pero la responsabilidad es de un Estado que no sólo abandona los trenes de cercanías, sino que rescata autopistas radiales, abre nuevos carriles de entrada a las ciudades para el tráfico privado pero sin dejar ninguno reservado al transporte público y bloquea con su control del gasto las inversiones en movilidad sostenible. El resultado de todo esto es que, aunque Madrid y Barcelona cuentan con los gobiernos que más han hecho nunca por rebajar la contaminación y establecer formas de moverse buenas para todos, los efectos no se están notando lo suficiente porque quienes tienen la llave para cambiar las cosas de verdad (gobierno central, comunidades autónomas) no sólo no la usan sino que actúan a la contra y hacen del tema una causa electoralista.
¿Quién publicita lo público?
La realidad es que la contaminación no entiende de partidos, te afecta y te puede llegar a matar votes a derechas o votes a izquierdas. Y lo malo no es sólo que quienes pueden cambiar su impacto no hagan nada, sino que los que lo sufrimos no les sacamos a gorrazos del poder. ¿Por qué? Puede que Jacob Anbinder tenga razón, puede que estemos perdiendo la conciencia de lo común, puede que pensemos que el transporte público es incómodo e ineficiente por naturaleza y que no nos demos cuenta de lo que de verdad sucede: que lo están echando a perder porque los intereses que mandan son privados. Puede que esto esté pasando pero seguro que esto no pasa por casualidad.
La industria del automóvil y la inmobiliaria, como todas las industrias que dominan el mercado, nos venden a través de la publicidad la posibilidad de cumplir nuestros sueños individuales, incluso los que nunca tuvimos. Buena parte de la tecnología que se crea y que se cree revolucionaria va también por ese camino del capricho personal. Cada día consumimos el resultado de miles de millones de euros de inversión en estrategias y planes de comunicación destinados a convencernos de que hay un producto capaz de acariciar hasta el último escondite de nuestro ego y eso cada vez nos aleja más de la apreciación de lo colectivo. La campaña de Adidas y sus zapatillas con abono-transporte público es una excepción. En el mismo boletín de tendencias de consumo a través del cual me enteré de dicha acción, recibo días después la noticia de que Nissan ha inventado unas zapatillas de estar en casa que se colocan ellas solas en la entrada de la habitación a la espera de su amo. Todo para promocionar sus coches con sistema de aparcamiento automático. Esto es lo normal.
Lo normal es que cada día pasen por nuestros ojos decenas de mensajes que nos seducen para convencernos de que lo que mola y es innovador sólo puede ser lo que está hecho para satisfacer nuestros deseos íntimos. Así es como funciona este sistema, esta sociedad de consumo. Así, consumiendo lo que creemos que queremos, es como pensamos que somos felices. Así, ¿cómo demonios podemos construir un relato competitivo y eficaz que explique que también hay satisfacción, felicidad e innovación en crear, mantener y potenciar lo que es de todos y para todos? Ahí hay un reto.
Hace unas semanas, Adidas sacó una edición limitada de unas zapatillas que incluyen un abono de transporte anual para moverse en Berlín. La marca alemana se apuntaba así un triple desde su propio campo: los 500 pares de las EQT Support 93/ Ber4lín volaron de las dos tiendas que los vendían tras largas colas y las noticias del lanzamiento se difundieron en medios ganados por todo el mundo subrayando el talento innovador de la empresa y su capacidad para entender las tendencias urbanas. De hecho, tirando de esa manía tan humana de ver la vida según el color con el que queremos que sea, servidor llegó a pensar que el hecho también resaltaba el atractivo de las ciudades que trabajan para promover otro tipo de movilidad y que si Adidas ha elegido usar el abono como cebo es porque el transporte público es por fin algo sexy que sirve para este tipo de maniobras marketinianas.
Días después, Dana Corres compartió este artículo en sus redes sociales, un texto en el que se da un dato apabullante: el uso del transporte público en Estados Unidos durante los primeros nueve meses de 2017 es el más bajo en un periodo igual desde 2006. Claro, se puede pensar, eso es en Estado Unidos, ese país con el coche entre las barras y las estrellas de su bandera. Pero es que en ese país, durante estos años, ha habido importantes inversiones en líneas urbanas de tren, de metro y de bus. En ese país, también, las encuestas han dicho que a los jóvenes cada vez les interesa menos tener coche en propiedad. Y, además, en ese país se han hecho planes en grandes áreas metropolitanas para potenciar otras formas de moverse más allá del automóvil. A pesar de todo ello, las caídas en el uso son enormes.