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Taxis y VTC, guerra y paz, ciudadanos y consumidores

Se han cumplido recientemente cuatro siglos del inicio de la Guerra de los Treinta Años. Participaron las principales potencias europeas de la época y empezó por disputas religiosas aunque trataba realmente de asuntos territoriales y políticos. Fue una escabechina. Hablaba de ella hace poco Guillermo Altares en El País para contar que el conflicto más mortal de la Historia europea tuvo sin embargo un acuerdo final que no estuvo mal. La Paz de Westfalia sirvió para establecer la libertad de religión en el continente y la cooperación entre Estados, por eso para muchos es el pilar de la construcción europea.

La guerra del taxi y los VTC en la que estamos metidos no tiene pinta de acabar con una paz constructiva, y eso que no es en absoluto tan sangrienta como la del párrafo anterior. De hecho, al escribirlo uno se da cuenta de lo feo que resulta comparar un conflicto de intereses con uno bélico de verdad y de cómo la semántica nos pone en una posición de combate en la que perdemos por completo la perspectiva. Algo que quizás no suceda por casualidad.

La crisis del taxi y los VTC empieza cuando el Parlamento Europeo aprueba en noviembre de 2006 la Directiva Bolkenstein. Tres años después, entra en vigor en España en la Ley Ómnibus aprobada por el gobierno de Zapatero y hace de la solicitud de licencias de vehículos de turismo con conductor (VTC) un trámite simplísimo. Además, elimina el límite de una licencia VTC por treinta de taxis que venía de un reglamento de 1998. Es decir, siguiendo al pie de la letra las directrices de Europa para dejar que los mercados se puedan meter hasta la cocina, liberaliza el sector. En 2015, y por Real Decreto, se vuelve al 1/30 pero ya hay miles de peticiones que el Tribunal Supremo acaba avalando. El embrollo legal es enorme y por eso no hay una solución simple sin perjuicio para cualquiera de las partes.

Economía ficción

Uber nace en el mismo 2009, Cabify en 2011. Ambas se consideran y se venden como compañías tecnológicas (Uber, además, como colaborativa), pero en realidad son empresas de transporte. Utilizan la tecnología para facilitar el acceso y, de paso, cambiar el marco del debate y salir más guapas y modernas en la foto. Ambas son perfectas representantes de la economía ficción, con un saco de capital lleno gracias a fondos de inversión y sin rentabilidad a la vista. Y con la capacidad de operar con precios muy por debajo de mercado y de su rentabilidad durante mucho tiempo con el fin de quedarse con la posición dominante y, desde ahí, hacer lo que les dé la gana. En realidad, ya lo hacen en momentos determinados, como menciona Marta Serrano en este interesante hilo tuitero.

El taxi es un servicio público que se realiza mediante concesión y sometido a normas que imponen los ayuntamientos, reglas de operación que controlan la cantidad de licencias, las horas y días de trabajo, las tarifas, la calidad del servicio… Los taxistas conforman, quizás junto a los directivos de la SGAE, el colectivo con peor imagen de este país: sucios, machistas, peseteros, bordes, rancios, cualquier cosa. Algo habrán hecho para ganárselo, supongo. Además, suelen reaccionar con métodos de presión discutibles a cualquier asunto que ellos consideran que puede afectar a su negocio, ya sean mejoras del transporte público necesarias o liberalizaciones del sector como la causante de su enfado actual. Un enfado que, por muy mal que nos caigan, hay que entender: ellos operan con unas normas —que muchos se saltan, pero ¿en qué sector no ocurre lo mismo?— y los nuevos se libran de ellas. Además, ellos han pagado un dineral por su licencia contando con un mercado equilibrado que se desbarató con la apertura mencionada. Es verdad que hay especulación en la venta posterior de esas licencias, pero también es cierto que la situación actual puede suponer la ruina de muchos de ellos.

Los taxis, por todo esto, quieren no sólo la aplicación del 1/30 sino que los VTC dejen de operar como taxis pintados de negro, es decir, que haya que reservarlos con (mucha) antelación y que tengan que retornar a su base una vez realizado el servicio, que vuelvan a ser lo que eran antes, vehículos de transporte privado con chófer y con un mercado acotadísimo. En definitiva, su desaparición. Uber, Cabify y las otras empresas que siguen el mismo modelo en todo el mundo —el asunto es global, conviene también tenerlo en mente siempre—, quieren mantener la ausencia de normas, tanto de límite de licencias como de precios, zonas de servicio y calidad. Es la única manera que tienen de seguir conquistando cuota de mercado y acabar así con la competencia. Es decir, van a por la desaparición del taxi (y de la otra empresa que quede, de paso).

Lo que hizo Fomento en la crisis de este verano es pasar el marrón a las comunidades para que éstas se lo pasen a las ciudades. Hay algo de acierto en ello, ya que son las urbes las que sufren los problemas. En pleno debate sobre movilidad, contaminación y espacio público, tener no sé sabe cuántos coches de cualquier tipo circulando en busca de clientes es una desgracia importante. Lo es también no saber cuáles son los criterios de operación de algo que hasta ahora se consideraba servicio público. Pero el lío es tan enorme que a los ayuntamientos les queda grande; hace falta un pacto entre administraciones y agentes. Estamos ante una oportunidad estupenda para poner nuevas y buenas normas a todos y lograr que se cumplan, que de eso se trata.

Directos al pilón

Habría que poner orden en las licencias y su compra-venta (también de los VTC, ojo). Habría que equiparar tarifas y reglas de servicio. Habría que limitar los coches a las necesidades de mercado de cada ciudad. Habría que compensar de alguna manera a los taxistas que pagaron un precio cuando la situación era otra. Habría que revisar los métodos de contratación de ambas partes. Habría que ver dónde cotizan las empresas. Habría que hacer muchas cosas que se resumen en una muy fácil de enunciar y muy difícil de conseguir: habría que lograr un acuerdo por el bien común que no está en ninguno de los dos bandos sino donde estamos nosotros, los ciudadanos. Y con esto llegamos nuestra parte.

Como decía al principio, llamamos guerra al conflicto y nos vemos obligados a elegir un frente. Desde el lado que sea, nos perdemos no sólo la complejidad del problema sino las formas en que nos afecta. Cada vez más, asumimos la posición del consumidor y nos alejamos de la del ciudadano. Como consumidores, queremos productos y servicios más baratos, más fáciles, más rápidos. Exigimos lo más conveniente para nuestros intereses individuales sin importarnos los costes sociales que acarreen, sin preocuparnos, por eso, de los intereses individuales del de enfrente. Así, al olvidarnos de lo colectivo, nos metemos de lleno en la guerra y nos oponemos unos a otros.

Como ciudadanos, deberíamos buscar lo mejor para la comunidad: deberíamos entender que las huelgas son una herramienta de presión, que la violencia es un error, que las normas nos ayudan a convivir, que el trabajo deber ser digno, que los servicios públicos tienen una razón de ser y es la nuestra, que éstos servicios y esas normas deben ser actualizadas y respetadas por todos, que hay que exigir el pago de impuestos en el territorio de operación, que la tecnología está muy bien pero que, como está en manos de quien está, también ayuda a la concentración de capital y de poder, a la desigualdad y a la creación de necesidades individuales que nos alejan de cualquier objetivo común. Deberíamos estar en nuestro sitio pero no. Estamos donde nos quiere el mercado.

Por cierto, la guerra de los Treinta Años empezó cuando una masa enfurecida y protestante arrojó a dos enviados del católico y germano rey Fernando II desde la ventana del castillo de Praga a un pilón de estiércol. El final de ésta puede ser parecido, sólo que quien va hacia la mierda es la masa.

Se han cumplido recientemente cuatro siglos del inicio de la Guerra de los Treinta Años. Participaron las principales potencias europeas de la época y empezó por disputas religiosas aunque trataba realmente de asuntos territoriales y políticos. Fue una escabechina. Hablaba de ella hace poco Guillermo Altares en El País para contar que el conflicto más mortal de la Historia europea tuvo sin embargo un acuerdo final que no estuvo mal. La Paz de Westfalia sirvió para establecer la libertad de religión en el continente y la cooperación entre Estados, por eso para muchos es el pilar de la construcción europea.

La guerra del taxi y los VTC en la que estamos metidos no tiene pinta de acabar con una paz constructiva, y eso que no es en absoluto tan sangrienta como la del párrafo anterior. De hecho, al escribirlo uno se da cuenta de lo feo que resulta comparar un conflicto de intereses con uno bélico de verdad y de cómo la semántica nos pone en una posición de combate en la que perdemos por completo la perspectiva. Algo que quizás no suceda por casualidad.