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El fin del capitalismo como lo conocemos

En el G-20 de 2008 Nicolas Sarkozy prometió la refundación del capitalismo.

Belén Carreño

El actual modelo capitalista está en crisis. El capitalismo goza de buena salud y no tiene alternativa. Estas dos afirmaciones que parecen antagónicas son perfectamente compatibles y conviven en el momento actual. Si por algo se caracteriza el sistema económico que llamamos capitalismo es por su inagotable capacidad de mutación. Sobrevive porque está vivo. Se adapta al contexto desde hace casi cuatro siglos. Pero para preservar sus siete vidas va cambiando de piel. Las escamas de la última se están desprendiendo. Y el color del pelaje de la nueva versión aún está por descubrir.

Algunas voces del pensamiento progresista fueron las primeras advertir sobre el cambio que se avecina. El periodista británico Paul Mason extendió el término postcapitalismo, que incluso ha acogido Pedro Sánchez en su documento de primarias para el PSOE. Pero la convicción de que el orden económico tal y como lo conocemos ha entrado en decadencia ya es una creencia que defienden los principales pensadores. Capitalismo digital, tecnocapitalismo, sociedad poslaboral, capitalismo.com son algunos de los apelativos que trufan el debate. Pero, cuidado. En todos estos vocablos el lexema, la raíz, es casi invariable: capitalismo, al fin y al cabo.

El Brexit y el triunfo de Donald Trump han sido los dos elementos que ya hablan de un cambio en el modelo dictado desde la política. “Cuando el sistema está en crisis se ve el crecimiento de una nueva realidad social”, explica José Ignacio Ruiz, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá. “Todos los sistemas entran en crisis y acaban cayéndose”, tercia este historiador autor de libro El colapso de Occidente.

Para Ruiz, el momento que atravesamos implica un “cambio de cosmovisión. El mundo en el siglo XXI será muy diferente al del siglo XX. Ha cambiado la conexión entera del mundo y las personas, las relaciones humanas. No se trata de una crisis solo de sistemas de producción, también lo es de los estados nacionales”.

El deseo de recuperar soberanía nacional, un fenómeno plasmado por Trump y el Brexit pero también con los nuevos partidos de extrema derecha que compiten en países europeos, es la respuesta a la globalización desbocada de las últimas tres décadas. Pero lo que unos ven como un proteccionismo reaccionario, otros lo contemplan como una regulación necesaria. Una respuesta al caos de las últimas décadas.

Es el caso de Antón Costas, catedrático de la Universidad de Barcelona, que advierte de que nos encontramos con un movimiento pendular que devuelve las relaciones socioeconómicas hacia la defensa de las soberanías nacionales. Costas recuerda que en los años previos a la crisis económica se dio una etapa de “anarcocapitalismo” o “capitalismo fundamentalista” que favoreció la desregulación de la economía. Otros lo han llamado “neoliberalismo” y en términos académicos se refieren a la “segunda globalización”. La mano invisible de los mercados que quedó a la vista de todos.

“Ahora el péndulo vuelve a girar para corregir esos excesos”, apunta Costas. Pero también advierte que no todos veremos este cambio. “La transición será larga. Dos o tres décadas pero finalmente habrá un nuevo orden. Este nuevo orden será menos favorable a la organización libre del capital y flujos de capitales. Habrá una regulación más estricta. El futuro pasa por que en las próximas tres décadas estén centradas en el interior de los países”, sentencia, a la vez que lamenta que este giro necesario lo haya marcado un político como Donald Trump.

Eterno retorno

La lectura de Ruiz casa con esta idea de retorno de Costas. “El hombre busca soluciones para perpetuar su bienestar. Primero hay un retroceso, se quiere volver a lo que fuimos. Y se buscan sistemas de supervivencia subversivos”, explica el historiador con la mente puesta en estos movimientos políticos extremos que han florecido después de la crisis económica. “Se encuentran elementos de salvación que no resuelven la situación de los Estados”, matiza. De la crisis económica a la política. De la política al cambio de orden.

Ruiz recuerda que un cambio así de radical se dio también en el Renacimiento cuando se pasó de una concepción teocéntrica del mundo a una humanista. Y en el cambio se desmoronó el sistema feudal y floreció el primer capitalismo, aquel que se bautizó como mercantil. La sinergia de la debacle de lo económico y lo político se vuelve indispensable para construir un nuevo paradigma.

“El cambio político precede a un cambio socioeconómico”, coincide Enrique Llopis, catedrático de la Universidad Carlos III. Llopis, el más escéptico de los expertos consultados, no cree que se vislumbre un cambio en la relación de los factores que componen el capitalismo (capital y trabajo) como para aventurar que se puede dar un modelo muy distinto próximamente.

Nuevo contrato social

¿Cuando los historiadores son protagonistas de la Historia pueden reconocer el momento que están viviendo? Elena Martínez Ruiz, profesora de Historia Económica de la Universidad de Alcalá, reconoce que esta es una buena cuestión. Ella misma escruta con atención los cambios que se suceden desde hace años, rastreando las huellas de esta posible transición. Martínez le da especial importancia al papel de contrato social como detonante y catalizador de estos cambios socioeconómicos.

“Dentro del sistema capitalista las grandes crisis han promovido cambios que han resultado en los cambios en los contratos sociales en la ciudadanía. La gente se da cuenta de que no puede vivir igual y que hay que cambiar”, explica Martínez.

La historia del siglo pasado se definió precisamente por esta subversión. La I Guerra Mundial crea un mundo completamente nuevo. “Las nuevas fuerzas sociales [con un papel destacado de las mujeres] exigen que se les dé un papel político que no se les puede negar que se traduzca en ventajas económicas”, explica Martínez.

Sin embargo, tras casi dos décadas de conflicto no se logró llegar a un consenso social de cómo se deben a repartir los costes y beneficios de la guerra. Es tras la crisis de los años treinta, la que la mayoría ven más similar a la actual y que fue tomada como referencia en la explosión de la crisis de 2008, cuando se impone finalmente el consenso social.

“La única solución es la de repartir los beneficios en un sociedad mixta de mercado también conocida como sociedad keynesiana o capitalismo renano”, explica la profesora. Traducido: la apuesta por una sociedad del bienestar en la que se invierte en servicios públicos de calidad y se marcan los primeros derechos de los trabajadores. Un reparto más equilibrado de los beneficios económicos.

Este modelo de capitalismo creó el caldo de cultivo para el babyboom, la incorporación de la mujer al mercado de trabajo y, sobre todo, para que una generación en Occidente lograra una calidad de vida que es la que ahora se extraña por unos y otros. Fue también la edad de oro de la socialdemocracia.

Pero pese a sus aparentes bondades este modelo también entró en agotamiento. A raíz del shock del petróleo en los setenta, una parte de la sociedad decidió que no quería hacer más sacrificios. Que no estaba dispuesta a seguir pagando impuestos para mantener el sistema, a ceder parte de su renta. También entró en cuestión la forma de manejar las crisis, ya que el petróleo desató una crisis de oferta y no de demanda, como habían sido las anteriores. Dos corrientes se enfrentaron para decidir si era más urgente resolver el paro o la inflación. Y se optó por controlar los precios.

En el terreno político los acuerdos básicos se fueron deteriorando, con Margaret Thatcher como principal exponente. El Estado del bienestar entra en crisis de la mano de la desregulación del mercado. De los mercados. De todos los mercados. Acompañado por un fenómeno que generó la tormenta perfecta: el endeudamiento.

Costas repasa cómo el modelo actual se cimenta precisamente en “el crecimiento basado en la desigualdad de los ingresos y en el sobreendeudamiento”. Cuando a raíz de estas nuevas políticas en los ochenta los ingresos reales comenzaron a caer, se compensó con la deuda. “Pero ese modelo tiene unos límites y un recorrido”, apuntilla.

La primera señal de que el modelo se venía abajo fue con el cambio de siglo. Estalla la burbuja de las puntocom y el atentado terrorista del 11-S obliga a una reorganización del orden internacional. La mayoría de los economistas apunta a que es ese el momento en el que empieza a desmoronarse el modelo de este capitalismo fundamentalista marcado en las últimas décadas.

Para responder a las dos crisis que abrieron el milenio, la económica y la política, la Reserva Federal norteamericana comenzó a inyectar dinero a la economía, algo que también hizo el Banco Central Europeo, que intentó ayudar a Alemania a cicatrizar económicamente la costosa reunificación. Esto espoleó la desigualdad de ingresos y el endeudamiento siguió creciendo. Las consecuencias de este mix son ya historia reciente.

En Estados Unidos entre 1978 y 2013 los salarios de los directivos crecieron un 937%, frente al 10% que subió el salario medio de un trabajador hasta llegar al punto en el que en 2014, de media un directivo de una empresa gana 350 veces lo que sus empleados. Muy lejos de la relación 20 a 1 que se registraba en los años sesenta.

Al otro lado del Atlántico, entre 1995 y 2006 la brecha salarial de lo que ganaban los directivos y los empleados en España aumentó un 45% según el INE. Por su parte, en el último trimestre de 2016 en Reino Unido se tocó un récord con 910.000 personas con un contrato de 'cero horas', el polémico sistema por el que se garantiza la disponibilidad del empleado sin asegurarle un mínimo de horas de trabajo. Para muchos, el contrato neoliberal por excelencia.

“En contextos traumáticos la gente se da cuenta de que tiene que cambiar”, reflexiona Martínez. Resuena aún el eco (hueco) de las palabras de Nicolas Sarkozy en el G-20 de 2008 sobre la “refundación del capitalismo”. Una refundación de la que se habló pero en la que apenas se actuó. El desacople en la respuesta y la posterior recuperación de las economías estadounidenses y europeas agravaron el caos de los años posteriores. La espiral de austeridad en la que entró la Unión Europea desequilibró aún más la balanza. Los perdedores de la globalización y del sistema comenzaron a actuar. En 2011 estalla el movimiento “Somos el 99%”. Surge el 15-M. Pero aún no llega el cambio.

“En principio parecía que sí se exigiría una nueva forma de globalización”, recuerda Martínez, que apunta a que “con las crisis hay una disconformidad de cómo se distribuye la riqueza”. El pensamiento progresista se pertrecha ideológicamente con el pikettysmo (por el economista Thomas Piketty) para dar alas a esta rabia. Pero la izquierda rota por dentro en sus dudas sobre la austeridad, la globalización y el papel del Estado no logra dar respuesta al descontento.

“Estamos en una fase muy inicial, aún no está claro hacia dónde está yendo el consenso”, titubea la profesora. “Todavía estamos debatiendo sobre el nuevo consenso. Cómo repartir los costes”, concluye.

Las mujeres

En este debate, surge con mucha fuerza una voz que en los años del boom se escuchó en sordina. El feminismo, como pasó en la crisis de los treinta, toma la palabra para mejorar la posición de las mujeres en este contrato social que se fragua. 

“Siempre que las condiciones de vida se han visto comprometidas, las mujeres como responsables sociales del cuidado de la familia y de las redes de seguridad ciudadana han capitaneado las luchas por una vida digna y el mantenimiento de los estándares de vida. Históricamente ha habido manifestaciones de amas de casa por las subidas del precio del pan en tiempos de carestías o procesos inflacionistas”, recuerda Lina Gálvez, catedrática de Historia de las Instituciones Económicas en la Universidad Pablo de Olavide.

“En esos procesos, las mujeres se han empoderado y en muchas ocasiones como en el periodo de entreguerras, han unido a esas reivindicaciones el derecho a decidir por ellas mismas sobre sus propias vidas y sobre los problemas comunes, por tanto sobre su participación en la política. Entonces, luchando por el derecho al voto y ahora, por una democracia real donde podamos revelar nuestras preferencias sociales con las mismas capacidades que los hombres como en las Women’s March”, puntualiza Gálvez.

Este papel del feminismo choca con las largas ausencias que vivió el movimiento en las últimas décadas del siglo pasado. “En fechas de apaciguamiento dirigido desde el poder, las mujeres han sido objeto de contrarrevoluciones culturales que las han acercado a la domesticidad como elementos clave del control social y de socialización de las generaciones futuras. Así tras la Segunda Guerra Mundial, que era tiempo de apaciguar, se impuso la mística de la feminidad que en su día desvelara Betty Friedan y que sublimaba el papel de las mujeres como amas de casa como si se tratara de una profesión, subrayando su utilidad social y privada en la carrera profesional de sus maridos y la crianza de las criaturas”.

Recuerda esta contrarrevolución al regreso del esencialismo en la crianza que también retornó con fuerza en la década pasada. Un movimiento naturalista que comenzó a tocar su techo hace un par de años, con la irrupción de un nuevo y potente discurso hiperrealista sobre la maternidad que desmitifica los sacrificios que han de realizar las mujeres en la búsqueda de una crianza idealizada.

A este caldo de cultivo le da un sabor especial un ingrediente propio del siglo XXI. El papel de la digitalización, la rototización y la automatización. Al descontento social por el reparto de los beneficios de la globalización hay que añadir esta nueva forma de relacionarse en el plano social, pero también el económico y el laboral.

Las consecuencias del aumento de las máquinas sustituyendo al factor trabajo aún no son claras. Las sociedades más productivas y con mejores salarios coinciden con las que están más tecnificadas. Pero también es un peligro latente que en el proceso se pueden perder miles de puestos de trabajo no cualificados.

La robotización

Si la revolución industrial hizo accesible el sueño de una jornada laboral de cinco días a la semana y ocho horas, las nuevas herramientas pueden seguir sustrayendo horas en el puesto de trabajo. Jornadas de 30 o 35 horas laborales (estas últimas ya se ensayan en países europeos) parecen cada vez más factibles. Pero la posibilidad de que los salarios no se puedan recuperar y no sean suficientes para vivir también sobrevuela el debate. Renta mínima o renta básica son términos cada vez más familiares. “Estamos pasando a hablar de derechos individuales –como la renta básica– y no de derechos del trabajo. Esto también es parte del cambio social”, matiza Martínez.

“Una de las virtudes del capitalismo es su capacidad de adaptación, de ahí su supervivencia. No veo los gérmenes de un cambio de sistema”, asume Francisco Comín, catedrático de Historia. “El capitalismo es una mutación patológica de la economía de mercado”, sintetiza Costas. Tenemos capitalismo para rato, concuerdan los expertos fijándose sobre todo en la ausencia de alternativas creíbles y relativizando el influjo que tendrá sobre trabajo y capital lo que dan a llamar la “economía colaborativa”.

“Las economías cooperativas pueden convivir perfectamente dentro del capitalismo”, matiza Comín, al hilo de cómo influirán estos nuevos modelos económicos como Airbnb en el proceso de descomposición del orden actual. También lo harán otros sistemas políticos. La actual China ha abrazado el capitalismo, la dictadura franquista era capitalista y también es capitalista Justin Trudeau en Canadá. El sistema político puede moldear el aspecto del capital pero su esencia, con la propiedad privada de los medios de producción, persevera.

Comín, el más pesimista de los consultados, sí entiende que cada vez se trabajará menos, y que surgen dudas razonables sobre si no habrá una sobreproducción. “¿Quién pagará impuestos? ¿Quién consumirá?” se pregunta. Y en las analogías con periodos anteriores no desecha una gran guerra en Occidente. “No hay que descartar ninguna posibilidad que históricamente haya tenido lugar. Quince días antes de la Segunda Guerra Mundial, ¿quién pensaba que iba a haber una guerra?”, reflexiona.

Con los ritmos que apuntan los expertos, lo que surja de este momento de convulsión política no se definirá hasta dentro de varios años. Pero cualquier tiempo pasado no fue mejor. Las bases para decidir qué orden social imperará se están construyendo ahora. El mañana es el presente.

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