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El futuro del trabajo y del sindicalismo

Joan Coscubiela

24 de febrero de 2024 21:11 h

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En 'El Fin del Trabajo' (1995) Jeremy Rifkin profetizó que las tecnologías emergentes provocarían un desempleo estructural. Tres décadas después la realidad ha resultado ser algo más compleja y menos irreversible.

El temor al impacto de las innovaciones en el empleo no es nuevo. Ya en 1930 Keynes hablaba de “desempleo tecnológico”. Tampoco es una novedad el determinismo con el que analizamos estos procesos. Las predicciones suelen moverse entre un papanatismo tecnológico que identifica de manera mecanicista innovación con progreso y un catastrofismo milenarista.

Kate Crawford en su 'Atlas de la Inteligencia Artificial' lo califica de “determinismo encantado”. Unos la presentan como una utopía con soluciones para todo, mientras otros la definen como una distopía en la que los algoritmos van a crear una inteligencia superadora y destructora del ser humano. La IA, además de una potente innovación tecnológica, es una industria con riesgos éticos, sociales y democráticos evidentes, pero sus efectos no están escritos. No deberíamos obviar el papel que juegan los actores sociales en la construcción del futuro.

La tecnología ha estado en el origen de grandes avances sociales. Algo menos de lo que creía Francis Bacon cuando en 1620 afirmó que “el conocimiento científico permitirá el control humano sobre la naturaleza”, pero mucho más de lo que sus contemporáneos pudieron nunca imaginar.

El progreso no ha sido nunca automático ni lineal, al contrario, las innovaciones provocan disrupciones que generan ganadores y perdedores. En sus inicios, se vaticinó que la digitalización iba a provocar una gran destrucción de empleo, especialmente en trabajos de poca cualificación. Sin menospreciar su impacto no existen evidencias del cataclismo anunciado.

Ahora, diferentes informes (OCDE, FMI) anuncian que las consecuencias de la IA serán aún mayores. Se predice que afectará de forma polarizada a tareas rutinarias con bajo nivel de interacción social, también a trabajos muy cualificados, justo los que hace unos años se consideraban protegidos. No se trata de negar los riesgos, pero el resultado no está escrito en las estrellas. La historia de la innovación nos muestra que en sus inicios suele generar concentración de riqueza y poder, aumento de las desigualdades y conflictos sociales. También, que el resultado final depende del uso que se dé a las innovaciones, de su control social y de la existencia de poderes compensatorios. Lo analiza Fernando Rocha en el Informe 146 de la Fundación 1º de Mayo 'La dimensión laboral de la Economía digital'.

Aunque no se pueden simplificar procesos tan diversos y complejos, sabemos que si las tecnologías se utilizan solo para sustituir personas sus consecuencias son destrucción de empleo, más beneficios para el capital, sin garantizar una mejora de la productividad. En cambio, si la innovación busca la complementariedad -no la sustitución- suele comportar un aumento de la productividad y el impacto sobre el empleo es menor. Lo analizan con maestría Acemoglu y Johnson en 'Poder y Progreso' (Deusto).

Hay quien afirma que los precedentes históricos no sirven para analizar los impactos de la IA, de dimensiones desconocidas. No pretendo exorcizar el mal ofreciendo una seguridad ilusoria, pero conviene recordar a Walter Benjamín: “No ha habido época que no haya creído encontrarse ante un abismo inminente”.

En relación con el mundo del trabajo, el mayor riesgo de la digitalización es que obsesionados, con razón, por la destrucción de empleo no le prestemos atención a otras consecuencias de gran impacto social. De entrada, se apuntan cambios en la propia consideración de lo que se considera o no empleo. La digitalización facilita que determinados trabajos retribuidos sean ahora ejecutados por los usuarios. Desde la evaluación de la calidad del servicio que se encarga a los clientes, hasta las cajas de autoservicio de los supermercados.

En dirección opuesta, la transición demográfica, con cambios en las estructuras familiares y sociales, encuentra en la digitalización un aliado para que trabajos considerados no productivos, porque de ellos se responsabilizaban las mujeres, se conviertan en nuevos yacimientos de empleo. Se trata de tareas propicias a un uso complementario, no sustitutivo, de trabajo humano y tecnología.

La digitalización incide directamente en las relaciones de poder. De una parte, propicia nuevos entornos laborales, distintos a los centros de trabajo fordistas, que permiten un control absoluto del proceso productivo eludiendo las responsabilidades propias del empresario. Externalización de las cadenas de valor, empresas red, economía de plataforma y empresas multiservicios. O el caso extremo del troceamiento de trabajos en micro tareas, convertidas en la unidad básica de contratación digital, como sucede con la traducción de documentos por páginas.

Con el aséptico nombre de “trazabilidad” del trabajo los algoritmos permiten a las empresas aumentar sus funciones de control y disciplina. Mientras en el panóptico taylorista de Jeremy Bentham había un encargado controlando a los operarios, ahora el “panóptico digital” utiliza pulseras que actúan como “látigo digital” para imponer ritmos de trabajo o reconocimientos biométricos de las personas trabajadoras. La deshumanización del trabajo del taylorismo industrial puede alcanzar con el taylorismo digital, si no hay controles sociales y contrapoderes sindicales, unos niveles aún más brutales. 

La ideología juega un papel importante en la legitimación del nuevo orden social. La digitalización se hace acompañar de la cultura del “tecnopopulismo empresarial”. Sugiero leer 'Poder y Sacrificio: los nuevos discursos de la empresa' (Siglo veintiuno) de Luis Enrique Alonso y Fernández Rodríguez. 

Del imaginario del burgués que arriesgaba su patrimonio para crear riqueza, se pasó al CEO de las grandes corporaciones cuya función, según Hayek y Friedman, es garantizar la mayor rentabilidad al inversor. Ahora, la imagen icónica es la de un empresario tecnológico, hecho a sí mismo en los garajes de Silicon Valley, con la fuerza del individualismo extremo y claras patologías nihilistas. No son, como se afirma, anarcocapitalistas. La ideología libertaria siempre tuvo referentes colectivos y se construyó en el mundo de los derechos. Son, más bien, “nihilocapitalistas” que, como Elon Musk, presentan como avances humanitarios lo que es un tecnocapitalismo movido exclusivamente por la rentabilidad. Lo confirma el fundador de Uber: “Nuestra estrategia no es solo llegar los primeros, sino expulsar del mercado a los competidores”. 

Entre los mitos de la IA destaca su supuesta sostenibilidad ambiental y social. Se oculta la utilización de formas de trabajo cuasi esclavistas, con explotación infantil, en las minas de cobalto del Congo, en la extracción de litio en las salinas de Bolivia o de tierras raras en otros lugares del mundo. Componentes tan imprescindibles como los chips de ultima generación, en un proceso de gran impacto ambiental por el alto consumo energético que precisa. En él participan ingenieros de aprendizaje automático bien retribuidos, también controladores de contenidos de las redes sociales, con condiciones muy precarias y sometidos a graves riesgos de salud mental. 

La historia nos enseña que si queremos que esta “era de innovaciones” tenga efectos positivos para el conjunto de la humanidad deviene imprescindible su control social y la existencia de poderes compensatorios. Y ahí nos topamos con el que es uno de los impactos más disruptivos de la digitalización, su contribución a la crisis de las estructuras de mediación social conocidas. 

Los procesos de desintermediación no son algo nuevo. La imprenta rompió con el monopolio de los monasterios en el control de la cultura. La industrialización provocó la obsolescencia de los gremios mercantiles. Ahora la digitalización conduce a la crisis de las actuales estructuras de mediación: partidos políticos, organizaciones sociales, medios de comunicación, sindicatos. 

Nuestro principal reto en la construcción del futuro es entender la naturaleza de los cambios. En este sentido me atrevo a afirmar que el trabajo sufrirá grandes mutaciones, pero continuará ocupando una gran centralidad en el mundo de la digitalización. 

Las diferentes formas de los trabajos han jugado siempre un papel determinante en la organización de las sociedades (nómada, sedentaria, esclavista, feudal, neoesclavista, industrial) Así ha sido desde la época de los nómadas forrajeadores (recolectores cazadores) y su lento tránsito al sedentarismo de las comunidades que domesticaron agricultura silvestre y animales salvajes. Lo analizan Graeber y Wengrow en su 'El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad' (Ariel). 

Esa centralidad social del trabajo no oculta que las grandes disrupciones tecnológicas siempre han comportado la crisis de las estructuras de mediación social existentes y la construcción de nuevas formas de intermediación. Estos tránsitos han sido lentos y progresivos, en procesos en que lo nuevo tiene inicialmente rasgos propios de lo viejo a lo que sustituye. Los primeros sindicatos de oficio se parecían más a los gremios mercantiles que a las actuales organizaciones sindicales que hoy son un pilar del estado social y democrático de derecho.

Para acertar en las nuevas formas de intermediación social es importante comprender la naturaleza de las disrupciones en marcha. Asumiendo que, a nosotros, como a todos los contemporáneos de los grandes cambios de época, nos cuesta entender el presente y mucho más predecir el futuro.

La digitalización facilita la fragmentación del trabajo y de nuestras vidas, contribuye a la desvertebración de la sociedad entre personas, colectivos y sus legítimas causas. Además, la ideología del individualismo extremo erosiona los espacios colectivos que hasta ahora actuaban como factores de socialización. En este contexto el sindicalismo tiene retos complejos. Integrar en su seno todas las formas de trabajo que el capitalismo digitalizado desintegra; vertebrar las diferentes causas sociales que el subjetivismo neoliberal desvertebra y reforzar los espacios de socialización con los que combatir el imaginario ultraliberal de autosuficiencia del individuo para abordar en solitario los riesgos comunes.

En una sociedad dominada por la mercantilización de todas las relaciones sociales, en la que las personas nos vemos reducidas a la condición de meros consumidores, incluso de la política, el sindicalismo debe reforzar la condición de ciudadanía laboral activa. Se trata de ser sindicato de personas trabajadoras y no sindicato para personas trabajadoras (no es un juego de preposiciones). 

En una sociedad en que priman los vínculos delegativos, el sindicalismo debe reforzar las relaciones asociativas (afiliación) entre las personas trabajadoras. En una sociedad marcada por el individualismo extremo el sindicalismo debe disputar la idea de “libertad en comunidad”. En una sociedad con nexos cada vez más volátiles y gaseosos, el sindicalismo debe reforzar las relaciones estables y de proximidad con las nuevas formas de trabajo.  

Se trata de objetivos que van en contra de la “ley de la gravedad” de la digitalización y la sociedad que emerge con ella. Como explica Oriol Bartomeus en 'El peso del tiempo' (Penguin) nuestras reivindicaciones se expresan cada vez más con formas muy volátiles. Es un fenómeno generalizado que en el caso de los jóvenes adopta formas más rupturistas. 

En simbiosis con los tiempos digitales, se conectan y desconectan a los movimientos y luchas con gran facilidad y velocidad, también con gran volatilidad. Pero como las cohortes no son homogéneas, el sindicalismo, con sus limitaciones y vacíos, se mantiene como el vínculo asociativo estable de mayor densidad entre jóvenes. Quizás por la cercanía y proximidad que teje en los centros de trabajo y por su utilidad directa en los conflictos del mundo del trabajo.

En la última década hemos visto como los malestares y la insatisfacción se canalizaban en forma de indignación, un estado emocional propicio a ser consumido. Las personas consumen indignación, especialmente en las redes sociales, pero la indignación también se consume muy rápidamente sin dejar poso transformador. La transformación social siempre ha requerido de la organización de reivindicaciones y conflictos. 

El siglo XV europeo estuvo marcado por las revueltas campesinas. En España destacan los 'Irmandiños' de Galicia y los 'Remenças' de Catalunya. Sus revueltas solo tuvieron éxito cuando los campesinos se organizaron, tal como se recoge en el “Llibre del sindicat de Remença” (1448), para forzar la negociación con los nobles y el Rey hasta conseguir que la Sentencia Arbitral de Guadalupe (1486) aboliera algunos de los malos usos feudales. 

En contra de su leyenda negra, los 'luditas' no eran tecnófobos obsesionados por destruir máquinas. Como explica Eric Hobsbawn su objetivo era ganar tiempo y capacidad de negociación para minimizar los impactos salvajes de la primera industrialización. 

Construir nuevas estructuras de mediación social en la sociedad de la digitalización y la IA es una tarea compleja y difícil. Siempre lo ha sido. Cuando los mineros pusieron en marcha las primeras cajas de solidaridad para viudas y huérfanos de sus compañeros muertos en accidente nada hacia prever que estaban iniciando la construcción de unos sindicatos que han terminado siendo protagonistas de las grandes transformaciones sociales y conquistas democráticas del siglo XX. 

Es probable que este proceso de construcción de nuevas estructuras de mediación ya haya comenzado y sus protagonistas ni tan siquiera sean conscientes de ello. A Josep Fontana le gustaba recordar que los hombres -por supuesto, también las mujeres- hacen la historia, aunque mientras la están haciendo, no son conscientes de la historia que hacen. En esas estamos. 

Nota: Esta aportación al “Rincón de pensar” es deudora de las reflexiones de la Escuela del Trabajo de CCOO, de su equipo de trabajo, de sus profesores/ras colaboradoras y de las y los sindicalistas que participan en los procesos formativos.