“De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. La vieja máxima popularizada por Carlos Marx parece estar vengándose después de varias décadas de hegemonía neoliberal en la organización de las sociedades y economías europeas. La ortodoxia liberal, que ha venido decretando disciplinas fiscales por la vía del gasto y no de los ingresos; rebajas de impuestos sin fin; y rechazo a la intervención de precios, está cada vez más desenfocada en la Unión Europea.
Primero fue la pandemia, que dio dos pasos decisivos: el primero, un fondo de recuperación de 750.000 millones fundamentado, por primera vez, en deuda comunitaria conjunta, aquello que Angela Merkel dijo hace una década que no pasaría jamás. El segundo paso decisivo fue la suspensión de las reglas fiscales, es decir la barra libre del gasto público, aún a costa del aumento de la deuda y el déficit. Una suspensión del Pacto de Estabilidad que ha conducido, además, a su reforma.
La caída de aquellos dos tótems –mutualización de deuda y suspensión y reforma de las reglas fiscales– durante la pandemia han sido sólo el aperitivo de lo que está llegando después a raíz de la invasión rusa de Ucrania, decretada por Vladímir Putin el 24 de febrero pasado.
En estos siete meses no han hecho sino caer tabúes liberales... Y los que quedarán por caer.
¿Laissez faire, laissez passer? Pues bien, la Unión Europea ha acordado, ni más ni menos, que se ponga un tope a los beneficios caídos del cielo de las empresas de energía dedicadas a la nuclear, las renovables y el lignito. Es decir, se interviene el mercado para limitar beneficios empresariales. En otras palabras: lo público decide cuánto puede ganar el sector privado.
Pero no sólo es eso. ¿No se decía que el dinero está mejor en los bolsillos de los contribuyentes que en la Hacienda pública? Pues ahora resulta que la Comisión Europea lo que dice es que no son tiempos para bajar impuestos. Y recuerda algo que muchos han querido olvidar, salvo la troika, que recortaba gastos sociales y pedía subir el IVA: es decir, que el equilibrio fiscal tiene mucho que ver con los ingresos fiscales; con los impuestos. Y, por eso, cuando la primera ministra británica, Liz Truss, anuncia una rebaja de impuestos radical a las rentas más altas, hasta los mercados financieros reaccionan en contra con tanta dureza que tiene que retirar la medida para no hundir la libra y la prima de riesgo del país.
¿Y qué le dice Bruselas a la ortodoxia liberal que encarnan Truss y hasta el propio PP de Alberto Núñez Feijóo? Que en estos días de crisis energética y con una inflación disparada, los ingresos son fundamentales para auxiliar a empresas y familias. Es decir, que no toca adelgazar las arcas públicas, sino más bien al contrario. ¿Y en qué se traduce eso? En que los 27 Estados miembros de la Unión Europea han decidido que hay que gravar un mínimo del 33% a los súperbeneficios de las empresas de combustibles fósiles. Un mínimo del 33% a los beneficios extraordinarios.
“En estos momentos no está bien recibir beneficios de la guerra y que paguen el pato los consumidores. Los beneficios deben compartirse y canalizarse hacia quienes más los necesitan”, ha sentenciado Ursula von der Leyen: de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades... Un razonamiento que, por analogía, abre la puerta a mayores tributaciones para sectores con ingresos multimillonarios –la banca– o personas ricas y súperricas, en la línea de lo que ya ocurrió tras la Segunda Guerra Mundial con impuestos extraordinarios de hasta el 90% a los más ricos“.
“Es muy interesante la manera en la que en Alemania, donde la inflación provocó muchos de los males que azotaron a este país y tuvieron consecuencias en el resto de Europa, optaron en los años 50 por un impuesto sobre la riqueza muy ambicioso y progresivo sobre el grupo más rico”, recordaba el economista Thomas Piketty en elDiario.es: “Con esta medida impositiva pudieron reducir su deuda pública sin inflación, aunque además se beneficiaron de la cancelación de la deuda. Tenemos retos nuevos y sería necesario tomar decisiones innovadoras con la deuda pública como ya hizo Europa en el siglo pasado. Esta cancelación de la deuda permitió a Europa construir su nuevo modelo de desarrollo y reconstruirse después de la Segunda Guerra Mundial”.
Y para atajar la inflación, Europa está recurriendo, de un lado, a intervenir el mercado energético, cuyos precios disparados tienen gran peso en la escalada de la inflación. Pero, también, a una herramienta creada para tiempos en los que los precios subían más por la demanda que por problemas de suministros, es decir, la subida de tipos por parte del BCE que amenaza con asfixiar una economía que se aproxima a la recesión.
Tope al precio del gas
El propio economista de la Comisión Europea Declan Costello, quien estuvo detrás del rescate a Grecia, se refería recientemente en Madrid a “áreas en el ámbito de la fiscalidad, sean medioambientales, societarias, de riqueza, que pueden ayudar a abordar este déficit”.
Y tirando de ese hilo, de un mercado que se está beneficiando de una guerra mientras la población europea se empobrece, cae otro mito: el de la no intervención pública de los mercados y los precios. En efecto, la Unión Europea está decidiendo desligar el precio del gas de la factura de la luz en dos momentos: ahora, con urgencia, interviniendo el mercado y, en el corto plazo, acometiendo su reforma.
Pero, ¿qué más podría pasar? Que uno de los epicentros calvinistas y ordoliberales de Europa, Países Bajos, alberga el índice gasístico que contamina el precio de lo que se comercia en Europa. El TTF Dutch, que también tiene los días contados. ¿Cómo? Porque los líderes de la UE ya están discutiendo cómo poner un tope al precio del gas mientras se crea un nuevo índice europeo.
Y esa intervención de los mercados, además viene de la mano de otra derrota neoliberal: debe seguir unas reglas, debe salvaguardar la competencia leal y no debe poner en riesgo la unidad del mercado interior de la UE. ¿Y eso qué significa? Pues que no vale que el más fuerte y poderoso, Alemania, reparta 200.000 millones de euros que blinden a sus empresas frente a las del resto de la UE.
Por eso, precisamente por eso, regresa el debate sobre un nuevo fondo europeo financiado con deuda común. Y la idea ya no viene de Grecia o España, sino que es la propia Comisión Europea la que lo ha metido en la agenda a través de su comisario de Economía, Paolo Gentiloni, quien el lunes pasado lo mencionó en la reunión del Eurogrupo en Luxemburgo. Gentiloni defendió la creación de un instrumento similar al SURE, puesto en marcha en la pandemia para financiar programas de protección del empleo como los ERTE y los autónomos. Aquel estaba dotado con 100.000 millones –21.300 fueron para España– captados en los mercados por la Comisión Europea y se basaba en créditos blandos.
Este nuevo instrumento financiero que ha puesto sobre la mesa Gentiloni serviría para sufragar la respuesta a la crisis actual e inversiones en infraestructuras con vistas a la transición y autonomía energética europea. No obstante, países autodenominados frugales, los ricos de Europa, como Holanda y Suecia, por ejemplo, rechazan esta idea. Este viernes, la primera ministra sueca, Magdalena Andersson, decía en Praga algo repetido por el Gobierno neerlandés, que no hay necesidad de un nuevo apoyo financiero en tanto que quedan fondos por gastar del instrumento de recuperación de la pandemia, y llamaba a los Estados miembros a ahorrar en los buenos tiempos para poder brindar apoyo en los malos.
Una tesis ortodoxa ya empleada recurrentemente en 2020 y que terminó derrotada por la realidad con la creación del fondo de 750.000 millones de deuda común.
La pandemia, la crisis, la guerra, el curso de la historia del tiempo presente está acabando con tabúes liberales en Europa al son de “cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”.