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La otra inquilina que me subalquilaba la habitación me dijo: “Tú eres estudiante y vas a estar en la casa más tiempo que nosotros. Tienes que pagar más gastos”
Me tocaba irme a Madrid. Después de estudiar y trabajar en varios países, me tocaba irme a la capital a probar con el billete de lotería que resultan ser los máster 'a ver si' conseguía un trabajo, por lo que la fecha de llegada sería septiembre.
Como mujer previsora que soy y sabiendo ya un poco el panorama que me iba a encontrar, fui en julio a comenzar la búsqueda in situ y realizar las visitas. Había de zulos a prisiones. Los primeros, habitaciones sin ventana o sin luz, en condiciones mugrientas y con muebles rotos. Los segundos, habitaciones en casas de señoras mayores, en mejores condiciones al menos, pero no se te ocurra subir con nadie ni para un café.
Tras varios días de patear calles, encontré un piso que parecía la mejor de las suertes: al lado de Atocha, 240 euros con gastos aparte, ¡tenía ventana! y la casa estaba impoluta, de esas en las que se puede comer sopa en el suelo, que es lo que mi salud mental necesitaba después de diez años compartiendo piso en diferentes partes del mundo. Pero claro, detrás de esa limpieza estricta, también hay alguien estricto. “A ver si lo barato me va a salir caro”, le predije a mi madre por teléfono.
A la señora que alquilaba la casa se le notaba un poco tiesa. De unos 40 y pico, colombiana, y vivía junto a un amigo de su país de la misma edad. Un santo varón que no respiraba ni para decir “esta boca es mía”.
En la visita, la señora y yo intercambiamos malas experiencias pasadas: “Yo he visto usar el mismo estropajo para el baño y para la cocina”, le contaba yo. “Pues en esta casa una vez un chico fue capaz de hacer sus necesidades y dejarlas en la bañera”, me contaba ella. (Había que ser muy cabrón, ¿no?)
Pasábamos a hablar del contrato. Ella no era la dueña. Yo lo necesitaba y le pedía hablar con la casera real para que me incluyeran en el que ya tenían. “Es que está mayor, no entiende de estas cosas. No va a ser posible”, me decía. Pero la convencí de firmar igualmente un contrato entre nosotras. Bendita ocurrencia. “—Y si por algo me tuviera que ir, o si quisierais que me fuera, nos avisamos con un mes de antelación, ¿no? No de un día para otro... —No, claro, de un día para otro, no. ¡Eso no se le hace a nadie!” (Claro que no, ¿verdad?)
Llegamos a un acuerdo con la condición de que pintara la habitación, que era lo único que no estaba bien de toda la casa, y hasta me comprometí a pagarlo a medias por hacérselo más fácil. Le propuse un pintor y no estuvo de acuerdo con el precio. Cuando ya estaba yo en mi ciudad, me avisa, sin haberme consultado antes, de que ya la han pintado. Un sobrino suyo, que ni era pintor ni había dejado factura, por sólo 20 euros menos que el pintor legal que yo le había propuesto. Me tuve que conformar. Pagué agosto, pagué septiembre, fianza y pintura. Unos 700 euros.
Llegué el 15 de septiembre. El 18 ya me estaba echando.
Los tres días que pasé en la casa fueron de acoso constante. “Esto ponlo así, esto déjalo de tal manera, esto lo hacemos así” y yo echándole paciencia. Lo mejor era la gracia del aire acondicionado. A mí, por ser del sur, se me presupone resistencia al calor, pero no. 'Crío pollos' hasta con vuestro 'calor seco' de Madrid. Pues yo llegaba a la casa que tenía aire acondicionado solo en el salón y el mando para poder encenderlo no estaba por ningún lado. Le preguntaba al compañero, “—¿Y el mando? —Mm... Me ha dicho que lo que quieras saber de la casa, que se lo preguntes a ella”. Y yo, perpleja. En la segunda tarde, recibe visita de su familia. La sobrina, nada más sentarse: “Tita, tengo calor”. Y el mando aparece. La niña, que no pasara calor, pero la que luego sudaba y también iba a pagar gastos era yo.
Al día siguiente, le pregunto de buenas maneras por el mando y me deja claro que iba a seguir escondido en su cuarto. Pero ella ya se había envalentonado: “Tú eres estudiante y vas a estar en la casa más tiempo que nosotros. Tienes que pagar más gastos”, me increpa. Le digo que “ni hablar, que eso no es lo acordado” y se marcha a trabajar murmurando para sí misma.
Ya por la noche, la escucho llegar y me meto en mi cuarto. Va directa a mi puerta y la empieza a aporrear para que saliera. Y empieza a chillar, a pegarme portazos en la cara y, en definitiva, a decirme que me tenía que ir. Al día siguiente, en clase mi cara era tal poema que a una compañera le di la suficiente pena como para acogerme en su casa sin conocerme de nada hasta que se arreglara todo. Había pagado un dinero para asegurarme una casa para por lo menos un año y evitar lo tedioso de buscar piso con el curso ya empezado y al final eso era lo que me tocaba tragar.
Comencé a hablar con la amiga abogada que me había ayudado a confeccionar el contrato que habíamos firmado. La frase que me podía salvar era “que en conocimiento expreso de la arrendadora, la firmante asegura tener capacidad legal para...”. Para conseguir llegar hasta la dueña, cogí el contrato y me fui a la Administración de Fincas que estaba en el entresuelo del mismo edificio (hay que ser poco lista para subalquilar de forma ilegal y portarte mal con quien lo haces sabiendo que era tan fácil llegar a la dueña real). La administradora asentía conforme le contaba la historia, como diciendo “esto me suena”. Se ve que la fama ya le precedía a la señora en el edificio, pero yo era la primera en estar dando ese paso. Me puso en contacto con la dueña y, por supuesto, no tenía ni idea y me mostró todo su apoyo. “¡¿Que soy mayor y que no me entero, te ha dicho?! ¡Si nos dedicamos a alquilar casas!”, me decía indignada. Tras haberlas puesto en alerta, la empleada de la Administración de Fincas y la dueña descubrieron que el mes y medio que yo le había pagado aún sin estar en el piso, se había dedicado a subalquilarlo de nuevo para vacaciones. Lo cobró doble.
Sabiendo que entonces la balanza estaba a mi favor y sin decir nada de mi contacto con la dueña, al día siguiente le comuniqué a la señora del piso que si quería que me fuera tenía que devolverme hasta el último céntimo o la denunciaría por estafa. Al darse cuenta de que llevaba las de perder, accedió a devolvérmelo al día siguiente. En esos dos días fui sacando las cosas de la habitación y el momento de la entrega de llaves fue todo un chiste: “—Primero las llaves. —No, primero el dinero”, y así un rato. Me quería meter un billete de 500 y al no aceptarlo, fingió bajar a cambiarlo. Su banco estaba lejos. ¿En qué comercio te cambian un billete de 500 a las tres de la tarde? Subió a los cinco minutos y pasó por su cuarto antes de darme el dinero. Ya os digo yo que sacó los billetes de debajo del colchón.
Después de sufrir la ansiedad que me provocó la situación, me tocó volver a buscar piso. Más zulos, más antros, más señoras. Y no me quedó más remedio que acabar con una, por dejar de invadirle la casa a mi bendita compañera, pagando más de lo que podía, 400 euros, y sin derecho a visitas ni a hacer uso del salón. Por supuesto, sin contrato.
Desde entonces he seguido buscando sin dar con nada ni limpio ni legal, por lo que he seguido con esta segunda señora. Pero con la noticia de que vuelve a casa su hijo, tengo que dejar la casa en mayo. Tras buscar con más prisa, la única alternativa que tengo es irme a vivir con un hombre que como primera toma de contacto decidió mandarme una foto selfie en el baño con el váter asomando por detrás. Que el señor nos coja confesados.
Me tocaba irme a Madrid. Después de estudiar y trabajar en varios países, me tocaba irme a la capital a probar con el billete de lotería que resultan ser los máster 'a ver si' conseguía un trabajo, por lo que la fecha de llegada sería septiembre.
Como mujer previsora que soy y sabiendo ya un poco el panorama que me iba a encontrar, fui en julio a comenzar la búsqueda in situ y realizar las visitas. Había de zulos a prisiones. Los primeros, habitaciones sin ventana o sin luz, en condiciones mugrientas y con muebles rotos. Los segundos, habitaciones en casas de señoras mayores, en mejores condiciones al menos, pero no se te ocurra subir con nadie ni para un café.