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El hundimiento de la banca

Íñigo de Barrón

  • Nunca antes había sufrido España una destrucción de tal calibre de su sistema financiero. La crisis ha arrasado en especial a las cajas de ahorro, unas instituciones de fuerte arraigo social que, a causa de los errores de los políticos y sus directivos, se dejó llevar por una avaricia institucionalizada que las hundió en la insolvencia. El periodista de El País Íñigo de Barrón traza la autopsia de esta catástrofe en el libro 'El hundimiento de la banca', editado por Los Libros de La Catarata.

En los últimos cuatro años me ha tocado narrar la destruc­ción y desaparición de gran parte del tradicional y consolida­do sistema de cajas de ahorros, con una trayectoria de 150 años de vida media —la entidad más antigua, Caja Madrid, se fundó en 1702, hace 310 años—. Sólidos edificios de piedra han caído como castillos de naipes. Para muchas personas la decepción ha sido enorme, porque las cajas despertaban una simpatía y fidelidad entre sus clientes (buena parte de ellos lo eran desde la infancia) que iba mucho más allá de la rela­ción financiera. Sin llegar a los amores que se tienen por un equipo de fútbol, existía una fuerte identificación con ellas por ser las entidades que siempre habían estado cerca de la familia y del pueblo.

La esencia del periodismo —mi profesión— es describir lo que sucede y explicarlo al público de manera sencilla. ¿Pa­rece fácil? No lo es. Si lo que sucede es extraordinario y tiene, además, dimensiones colosales, implicaciones planetarias y consecuencias imprevisibles... asistir y cubrir esa realidad se transforma en un reto maravilloso, aún más ambicioso y atractivo.

Han sido años de ritmo trepidante. Sin apenas tiempo de analizar una quiebra era aprobada una nueva legislación, se hacían más exámenes al sistema financiero y otra entidad entraba en problemas. Un ciclo infernal: reflotamiento de la caja caída con capital público, escándalo ante los sueldos de sus directivos y los errores de gestión, ocultación de los cré­ditos dudosos... Esta espiral de deterioro ha crecido hasta ahogar a la mitad del sistema financiero español. La consi­guiente paralización del crédito ha hecho que la economía española entrara en su segunda recesión consecutiva, algo que no ocurría desde los años de la guerra civil.

No más de media docena de cajas, convertidas en bancos, han sobrevivido al tsunami inmobiliario. Apenas un selecto grupo —La Caixa, Kutxabank, Unicaja y quizá Ibercaja y Li­berbank— será dueño de su destino. Estas entidades re­presentan hoy, después del proceso de fusiones, a 19 de las antiguas cajas. El resto, hasta 45, fueron nacionalizadas, están intervenidas o serán subastadas. Nunca antes hubo una destrucción de valor semejante en tan poco tiempo en el mundo financiero español. También han caído el Banco Pas­tor y el Banco Guipuzcoano, comprados por competidores. El Banco Popular, que era el más rentable, lucha por sobrevivir con una ampliación de capital de 2.500 millones de euros, el 60 por ciento de su valor bursátil, un hito de la reconversión financiera en España.

Sobreviven al terremoto, qué cosas, las dos cajas más pequeñas del sistema, Ontinyent y Pollença, que, siempre fieles a sus comarcas, rehusaron expandirse y mantienen su filosofía original intacta. Antes ignoradas, son hoy quizá la envidia de muchos “cajeros” arruinados.

El sector estima que, al final de los procesos abiertos, desaparecerán 60.000 empleos con el cierre de unas 20.000 sucursales, casi el 50 por ciento de las que había. Por volu­men de activos, las cifras son de comparación imposible con las crisis bancarias de los setenta, ochenta y noventa, como el caso Banesto, que se han quedado muy pequeñas.

La sociedad pagará muy caro el funeral de las cajas. Su desplome dejará un gran agujero: en los últimos seis años estas entidades invirtieron más de 10.000 millones en asis­tencia social y sanitaria, cultura, educación e investigación, rehabilitación y conservación del patrimonio histórico artís­tico. Empleaban a 3.000 personas directamente y a 30.000 indirectamente. No desaparecerá toda la obra social, pero se verá seriamente mermada, en más del 50 por ciento. Esta actividad social llegaba donde no lo hacía el Estado. Ahora el dinero público ni está ni se le espera, por lo que se agudizará la sensación de abandono en los colectivos y regiones más desfavorecidas.

Las cajas sobrevivieron a conflictos bélicos de todo tipo, incluso a la devastadora guerra civil, pero ha sido más dañi­na la abundancia que la pobreza. Gran parte del sector des­figuró su modelo, perdió el arraigo social y territorial para entrar en una alocada expansión que terminó en un callejón sin salida.

El viejo sistema de montes de piedad no ha soportado la codicia —o algo peor— de unos ejecutivos ineptos, inexpertos y temerarios, que son los grandes culpables de esta crisis, a los que el Banco de España dejó manos libres para endeudar­se sin límite e invertir casi todos sus recursos en el activo más tóxico que existe, el ladrillo. Buena parte de las cajas, creadas hace siglos por órdenes religiosas para combatir la usura y ayudar a los más desfavorecidos, perdieron el norte y vendie­ron su alma al dinero fácil. En lugar de los pobres, prefirie­ron la compañía de los nuevos ricos del ladrillo y perdieron sus señas de origen.

Estos ejecutivos actuaron en connivencia con buena parte de las tasadoras inmobiliarias para “hinchar el perro” y elevar el precio de las viviendas sin descanso. Pero alguien tenía que construir las viviendas y ahí llegaron los promoto­res que no admitieron el final del ciclo. En 2006 y 2007, los bancos más importantes se desprendieron de sus inmobilia­rias para vendérselas a los profesionales del sector, que, por lo que se ha demostrado, conocían peor su negocio que los banqueros. La jugada fue estratégica, pero los banqueros cometieron un error fatal: prestaron el dinero a los promoto­res para que les compraran las inmobiliarias. Tras la crisis, la banca ha vuelto a ser propietaria de lo que había vendido, al convertir aquellos préstamos no devueltos en capital.

Entre la lista de asistentes a la fiesta figuran también los grandes inversores extranjeros, que prestaron miles y miles de millones que engrasaron los engranajes del festival. El lugar más destacado lo ocupan los banqueros alemanes, con 150.000 millones de riesgo español, seguidos de los france­ses, con 120.000 millones. Nadie les obligó a entrar en este mercado. Solo su afán por ganar algo más que prestando a Telefónica o a Bayer les llevó a entrar en el ladrillo español. Los ayuntamientos fueron otro de los jugadores de esta partida.

Su única fuente sólida de ingresos procedía de fiscalizar la propiedad inmobiliaria a través del Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) y el Impuesto sobre Construcciones, Insta­laciones y Obras, el ICIO. En los años ochenta descubrieron que la propiedad inmobiliaria era un bien que podían hacer crecer a base de recalificar terreno. En los noventa lo hicie­ron discrecionalmente y sin freno. Se convirtieron en adictos al IBI —cuyo mecanismo indujo numerosos casos de corrup­ción— para financiar los crecientes presupuestos que paga­ban las mejoras de sus localidades y les aseguraban así la reelección. Por último, no hay que olvidar a las familias que se endeudaron por encima de sus posibilidades, admitiendo préstamos contra el cien por cien de la tasación de la vivienda o por importes cercanos al 50 por ciento de sus ingresos.

Para que todo esto ocurriera fue necesario que la so­ciedad aceptara con permisividad prácticas que antes se re­chazaban, como el enriquecimiento rápido basado en tran­sacciones inmobiliarias, la búsqueda del lujo y la apariencia de riqueza. Se habían perdido criterios éticos muy arraiga­dos, como la prudencia en las inversiones, la cultura del aho­rro, etc. En este ambiente moral, una serie de responsables financieros acabaron colocando su enriquecimiento y su poder por delante de las propias cajas de ahorros y bancos que gestionaban.

Nadie puso coto al festival por el temor de frenar el cre­cimiento económico. España tomó la delantera a naciones tradicionalmente más ricas y se puso en el grupo de cabeza de las grandes economías mundiales para regocijo de los políti­cos y de una parte de la sociedad, la que también se enrique­ció. Cuando llegó la crisis no se atajó el problema, en la creencia de que sería breve y la recuperación europea arre­glaría por sí misma los agujeros originados en las entidades financieras. Que inventen ellos. El problema es que el super­visor no contaba con un plan B por si esa recuperación no llegaba. Carecía de un sistema de reestructuración que identi­ficara con rapidez a las entidades débiles y vendiera sus activos o las fusionara con otras que pudieran asumir la carga.

Todos los países avanzados socorrieron a la banca con ayudas públicas a partir de 2008. Solo en la Unión Europea se gastaron 1,5 billones en 2009. En España, la clase política (PP y PSOE) rehusó tomar esas decisiones y admitir la crisis ante la sociedad. Hasta que no hubo más remedio. El Gobierno y el supervisor siempre fueron por detrás. Cuando se lanzaba un decreto para reforzar el capital, los inversores ya demanda­ban provisiones contra el ladrillo. Le sucedió a Zapatero y luego a Rajoy, que acumula tres reformas en nueve meses para ende­rezar el sistema financiero. El PP negó que fuera a crear el ban­c­o­ malo­ y ya está cerrando sus últimos flecos.

No hay economía que funcione si no lo hace la banca y el sistema de pagos. Ahora es fácil decirlo, pero todos los estu­dios concluyen que se debería haber inyectado dinero público —ninguna crisis bancaria internacional se ha re­suelto de otro modo— en grandes cantidades cuanto antes, sanear el sistema, castigar a los culpables y tratar de recu­perar las inversiones. Adelantarse a las caídas es la fórmula más barata. Pero esa es una labor desagradable. Hay que acusar a los de tu propio partido, a los barones regionales, enfrentarse con gestores más o menos poderosos y entidades con arraigo local... Ni los Gobiernos ni el supervisor estaban por la tarea.

Este libro es una mirada cenital, que eleva el foco muy por encima del día a día para explicar, a través de un relato continuado, las causas que provocaron los graves hechos que hemos vivido. Con rigor y datos contrastados, intento demos­trar que los Gobiernos del PP y del PSOE —sobre todo sus ministros de Economía, Rodrigo Rato y Pedro Solbes— y los dos últimos gobernadores del Banco de España, Jaime Carua­na y Miguel Fernández Ordóñez, mantuvieron el discurso oficial de que el sistema financiero estaba sano y era solvente a sabiendas de sus severas deficiencias estructurales, debidas a su arriesgada exposición al sector inmobiliario. Intentaron sostener el espejismo de que España estaba a salvo de la crisis tras el escudo de una robusta banca aunque los inspectores del Banco de España ya habían detectado con claridad graves problemas en entidades de riesgo sistémico, como Caja Ma­drid, entre otras.

Es difícil asegurar que la inspección detectara todas las deficiencias (parece que fueron poco precisos en los proble­mas valencianos), pero constan por escrito advertencias de los funcionarios del Banco de España sobre los agujeros que aparecían en las cajas. En 2003 ya hay aldabonazos. Y el Servi­cio de Estudios del Banco de España señaló que la vivienda estaba sobrevalorada en un 20 por ciento, que es una manera suave de advertir que se estaba formando una burbuja, y se mató al mensajero. Pero, sobre todo, en 2006 figuran actas de la Inspección que denuncian malas prácticas en algunas cajas por exceso de negocio inmobiliario y por ocultamiento de préstamos a promotores que no figuraban en los balan­ces como tales. Sus avisos cayeron en saco roto por los inte­reses políticos y económicos. Los gobernantes preferían no molestar a los poderosos barones regionales, los encargados de cuidar los graneros de votos. El Banco de España colaboró con su silencio. Aguantando una olla a presión.

Para 2006 y 2007, un buen número de cajas tenía ya enormes problemas estructurales por una concentración suicida del negocio en el ladrillo, el monocultivo que las mató, y el sector debía más de 591.736 millones de euros a los mercados internacionales. Esa cifra equivale a un 60 por ciento de la riqueza de España. Ladrillo y deuda fueron las dos grandes debilidades con que las cajas llegaron al final de un largo ciclo de crecimiento.

Al otro lado del mostrador, España duplicó su deuda pri­vada entre 2001 y 2008. Pasó del cien por cien al 200 por ciento del PIB. Hoy, en plena crisis, las familias españolas deben 870.000 millones de euros y las empresas no finan­cieras otros 1,3 billones. La deuda del Estado no es la peor parte: son unos 780.000 millones. En total, la factura suma 2,95 billones, tres veces el PIB. España es uno de los tres paí­ses más endeudados del mundo. Es lo que ocurre cuando se invierte y se gasta más de lo ahorrado.

Pero hay algo peor: nuestra deuda no deja de aumentar. En 2011 la Administración ingresó 380.000 millones y gastó 470.000 millones, es decir, arrojó un déficit de 90.000 millones. Estos 90.000 millones engordarán los 780.000 millones antes citados del Estado hasta 870.000 millones.

Esta fortuna es lo que debemos a terceros, que dudan de que se lo vayamos a devolver porque ven cómo se hunde la economía española. Hablando en plata: si los españoles no pagamos nuestras deudas a los bancos, estos no podrán pagar sus deudas en el exterior. A menos que los bancos se declaren insolventes, los Estados tienden a hacerse cargo de las deu­das de las entidades con problemas, con lo que el endeuda­miento privado financiado corre el riesgo de socializarse, es decir, de convertirse en deuda pública. Bankia es un buen ejemplo de ello.

¿Era muy difícil haber previsto desde el inicio de la década que estábamos en un peligroso tobogán sin control? Visto en retrospectiva —y admitiendo el error imperdonable de los medios por su silencio—, no parece tan complicado como un jeroglífico egipcio. Los precios de la vivienda aumentaron, en términos reales, más de un cien por cien entre 1999 y 2007. Mientras, los salarios lo hicieron en un 30 por ciento aproximadamente. Los pisos se podían pagar, con apuros, solo porque los tipos de interés bajaron, pero a costa de endeudarse cada día más. España vivió uno de los mayores auges inmobiliarios del mundo: en 2006 inició la construc­ción de 860.000 viviendas. Dos tercios de las casas construi­das en Europa entre 1999 y 2007 se localizaban en España. Dicho de otra forma, en España se construían más casas que en Alemania, Francia e Italia juntas. Al final de la expansión del sector de la construcción, en 2008, el volumen de crédito concedido a constructores y promotores inmobiliarios ascen­día a 470.000 millones de euros, una suma equivalente al 50 por ciento del PIB español. Ahora, unos 100.000 millones de esos préstamos están declarados morosos, aunque los “poten­cialmente problemáticos”, según la terminología acuñada por el Banco de España, son el doble, unos 200.000 millo­nes. Este es el volumen de la locura y el tamaño del agujero: el 20 por ciento del PIB. España no puede taponar esta herida y ha pedido ayuda a Bruselas. Un tópico arraigado es que nadie avisó de la que venía. No es cierto: lo hicieron los economistas Nouriel Roubini, Raghuram Rajan y Robert Shiller entre 2005 y 2006, aunque sin calibrar la virulencia de la crisis. Algunos de ellos lo dije­ron ante el propio Fondo Monetario Internacional (FMI), dirigido entonces por Rodrigo Rato. Nadie les hizo caso. Y la revista The­ Economist editó un número el 18 de junio de 2004 dedicado a la burbuja creada en varios países, entre los que destacaba España.

Los guardianes de la economía y del sistema financiero español debían saber que la mitad del sector tenía los pies de barro y que, si se cerraba la financiación mayorista —empezó a hacerlo en 2007 y se secó en 2008—, se pincharía la burbu­ja del ladrillo tras una década de subidas ininterrumpidas de precios. Y no hay pinchazo de un globo que no sea violento. Pero tanto Caruana como Ordóñez apostaron por el “aterri­zaje suave”. Era lo más cómodo; que todo se arreglara solo. Era difícil, sin embargo, que llegara a España una versión blanda de una crisis que en Alemania, Francia, Holanda y el Reino Unido y, por supuesto, en Estados Unidos, se estaba llevando por delante a los bancos más grandes por la vía de las subprime y por el colapso de los mercados. Pero Solbes, Zapatero y Ordóñez dijeron en Nueva York y en más plazas, en septiembre de 2008, que la banca española estaba en la champions ­league y que aguantaría porque tenía provisiones anticíclicas. Una defensa de juguete para la que se venía encima.

Es imposible completar la explicación de cómo hemos llegado hasta aquí sin analizar con detenimiento el caso Ban­kia, el Lehman Brothers español. Durante los últimos seis años, Caja Madrid­Bancaja, y luego Bankia, han sido el ejem­plo más colosal de injerencia y lucha de poder político —allí han intervenido todas las facciones del PP—, mezclado con una gestión deficiente. Un cóctel terrible. El hundimiento del grupo y su posterior nacionalización vinieron marcados por la fusión Caja Madrid­-Bancaja, en junio de 2010. La ope­ración, impulsada irresponsablemente por el Banco de Es­paña, supuso sumar dos gigantescas entidades débiles para crear una de dimensiones colosales, el 30 por ciento del PIB. Este grave error estratégico, la incapacidad de Rodrigo Rato para enderezar la situación y las duras exigencias de capital planteadas por Luis de Guindos provocaron el hundimiento de la entidad. Todo ello aderezado con una estrecha colabora­ción entre Rato y Ordóñez y una controvertida relación per­sonal entre el ministro y Rato. Este pidió árnica al presidente del Gobierno. Solicitó 7.000 millones y más tiempo. Rajoy no le apoyó. Rato dimitió. Apareció José Ignacio Goirigolzarri, que valoró las necesidades de capital de Bankia en 23.400 millones. Fue una bomba que supuso la segunda mayor in­tervención en la Unión Europea tras la del banco alemán West LB. Las proporciones de este reflotamiento son tan colosales que el Gobierno español, incapaz de financiarlo, ha tenido que pedir ayuda financiera a Bruselas.

Y la crisis financiera lo contaminó todo. España entró en la tormenta de los mercados con una prima de riesgo disparada y la amenaza de ser bono basura. Eso supone que las empresas españolas pagan casi el doble que las alemanas por el mismo crédito. Así es imposible competir. Y, si no se corrige esta situación, será fácil que los ricos del norte acaben comprando las empresas del sur. Alguien se beneficia de la austeridad. La banca española está casi expulsada de los mercados y sobrevive gracias a la manguera —o bazooka— del Banco Cen­tral Europeo, que ya ha prestado unos 370.000 millones de euros. Ni con esa fortuna han abierto el grifo del crédito. Esta situación de bloqueo económico aboca a España al rescate, que incorporará duras condiciones macroeconómicas im­puestas por Bruselas.

Todo esto se traduce en recortes para el ciudadano, que teme que el objetivo oculto sea perder para siempre parte de los logros sociales conseguidos en décadas de lucha. El creci­miento económico no se atisba y así es difícil pagar las deudas. Ahorrar se parece demasiado a ahogar, dijo alguien, y es lo que piensa mucha gente de a pie. Los Gobiernos son elegidos por los ciudadanos, pero responden ante los mercados. Parece que ahora su obsesión es que sus decisiones solo sean bien acogi­das por los inversores y las agencias de rating, que son en el fondo los que les evalúan. Con el rescate ha llegado la pérdida de soberanía, pues el que paga, manda. Y el que paga (Bruse­las­Alemania) aprieta la soga con vigor: exige drásticas reduc­ciones de gastos para alcanzar un ambicioso objetivo de déficit para 2013. Es difícil pensar que con esta estrategia vayan a lograr que los españoles sean más europeístas.

Hasta el FMI ha pedido que se afloje el nudo a España porque la economía se estrangulará si los acreedores exigen la devolución del dinero en tan poco tiempo. El premio Nobel Joseph E. Stiglitz coincide: “Ninguna economía grande —y Europa lo es— ha conseguido salir de una crisis al tiempo que imponía austeridad. La austeridad, de forma inevitable y predecible, siempre empeora las cosas. Y le afectará a España porque sus socios están en recesión, y el país no tiene poder de decisión sobre su tipo de cambio”, dice en el prólogo a la edición española de El­ precio­ de­ la desigualdad. ­El­ 1­ por­ ciento­ de­ la­ población­ tiene­ lo­ que­ el­ 99­ por­ ciento­ necesita (Taurus).

Los ciudadanos ven cómo el Estado recorta en sanidad, educación y otras prestaciones públicas mientras socorre a los bancos. Eso provoca una indignación difícil de contener. En los Presupuestos generales de 2012, el Estado admite un déficit de 16.660 millones por las facturas pagadas a la banca, aunque el Gobierno ha dicho que ese dinero “se va a devol­ver”. Muy pocos le creen.

Los cálculos más extendidos coinciden en que esta crisis financiera puede costar a los ciudadanos unos 20.000 millo­nes. Ese es el dinero que probablemente se perderá en el salvamento de entidades nacionalizadas. Dos ejemplos: Novagalicia y CatalunyaCaixa, que se crearon por imposición de sus presidentes autonómicos, es decir, Alberto Núñez Feijóo y José Montilla, respectivamente. Ni el supervisor ni el Gobierno central les impidieron hacer “su” banco regional, pese a que todos los informes anticipaban en 2010 la inviabi­lidad del proyecto. El resultado es que necesitan 17.000 millones de capital entre ambas, según los exámenes de Oli­ver Wyman. Este es resultado de tener políticos sin criterios y gobernadores obedientes. Otro ejemplo: tres entidades de las más socorridas por el Estado han estado presididas por dos exvicepresidentes de Gobierno (Narcís Serra, del PSOE, en Catalunya Caixa; Rodrigo Rato, del PP, en Bankia) y por un presidente de la Generalitat valenciana, José Luis Olivas, en Bancaja. Qué casualidad.

La banca ha sufrido un fuerte desprestigio social y una pérdida de confianza. La percepción de los ciudadanos es que se trata de un sector poco controlado por los poderes públi­cos, donde se permiten generosas remuneraciones y privile­gios, a la vez que el Estado está obligado a socorrerla con el dinero de los contribuyentes para evitar el caos en el sistema de pagos. De hecho, desde el inicio de la crisis se han desti­nado 150.000 millones a dar liquidez, avales y ayudas direc­tas en capital para el conjunto del sector, sobre todo cajas de ahorros. Todo esto viene además regado con los escándalos de la venta de deuda subordinada y participaciones preferen­tes, un producto legal pero comercializado en ocasiones de manera inmoral. Esa injusta dicotomía —descontrol con los salarios de las elites y auxilio seguro del dinero de todos si llegan los problemas— ha creado una enorme desafección social hacia el sector.

En paralelo a estas ayudas y recortes, no ha habido ni un caso de un directivo de una entidad financiera que haya sido juzgado, pese a que la primera quiebra ocurrió en marzo de 2009. Apuntaba Joaquín Estefanía en el artículo “¿Quién asumirá la catástrofe?” (El­ País, 24 de septiembre de 2012): “Las elites económicas permanecen en silencio escogiendo quién les representa mejor mientras las elites políticas son juzgadas por la opinión pública y los movimientos sociales tratan de manifestarse frente al Congreso”. Esta crisis está llegando al corazón del sistema: los ciudadanos piden cam­bios en las organizaciones internas de los partidos (listas abiertas) para liberarse del control de las estructuras que no favorecen la meritocracia. Los contribuyentes han percibido el daño que pueden provocar políticos torpes y reclaman ins­tituciones judiciales, organismos de supervisión y arbitraje más independientes.

La lentitud desesperante de la justicia no ha evitado la apertura de algunas causas contra los ejecutivos de la CAM, Novagalicia, Banco de Valencia, Caixa PenedeÌ€s y de Bankia. Hasta ahora solo han trascendido sus declaraciones argu­mentando que fue una concatenación de circunstancias imprevistas lo que llevó a la quiebra de la entidad pese a cum­plir todos los requisitos legales de la auditoría —otro sector cuyo prestigio ha quedado severamente afectado— y del supervisor. No será fácil olvidar la cínica intervención de Julio Fernández Gayoso, expresidente de Novagalicia, el 26 de julio de 2012 en el Congreso cuando dijo no haber cobrado “ni un euro” por su jubilación, pese a percibir una retribu­ción vitalicia de 689.000 euros anuales.

Nadie es culpable de nada. La ciudadanía, sin embargo, lo tiene muy claro. En octubre de 2012, Demoscopia pregun­tó el grado de acuerdo de los encuestados con esta frase: “En España, la crisis la están pagando todos menos los bancos y los más ricos”. El 91 por ciento dijo estar a favor, incluyendo los votantes del PP y los del PSOE. Este es un sentimiento transversal en la sociedad.

¿Cuáles son las consecuencias de desmantelar el sistema financiero y de la resaca de la burbuja? Según el FMI, en 2013, España será el segundo país donde la economía marche peor entre los 105 Estados que analiza. Solo el PIB de Grecia crecerá menos. Es un triste consuelo. España tiene al 52 por ciento de sus jóvenes en paro y un desempleo general que supera el 25 por ciento. La salida de población se está acele­rando. Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), de enero a septiembre de 2012 han abandonado el país 54.912 personas de nacionalidad española, un 21 por ciento más que un año antes. Desde 2011 son más de 117.000 los españoles que han emigrado. Otra vez a Alemania, Pepe...

Esta situación frustrante para la juventud es una amenaza directa a la sostenibilidad del Estado del bienestar. La falta de ingresos ocasionada por la reducción de la población acti­va y la necesidad de mayores gastos por parte del Estado para pagar el desempleo, las pensiones... pueden dañar seriamen­te la estructura social que España estableció con la llegada de la democracia. La factura más cruda de la crisis la pagan los más de 1,7 millones de hogares españoles que, según la última Encuesta de Población Activa, tienen a todos sus miembros en paro. Y solo el 67 por ciento de los registrados en las oficinas de empleo reciben alguna ayuda o prestación del Estado. Como resultado, España es el país de la Eurozona donde es más acusada la distancia entre las rentas altas y las bajas.

A corto plazo, una mayor parte de la sociedad reclamará ayudas sociales, al tiempo que el Estado se verá presionado a recortarlas ante la falta de recursos. Esto ya ocurre y puede agudizarse. Por primera vez en la historia, los servicios socia­les atienden a más de ocho millones de personas en España. Piden ayuda para pagar alimentos, luz, agua... Son datos del Ministerio de Sanidad. La borrachera de dinero fácil ha deja­do una resaca muy amarga.

No hemos llegado aquí por una maldición bíblica, sino por un conjunto de errores que ha permitido que la crisis financiera norteamericana y la de deuda europea nos golpee más a nosotros que al resto de países de la Eurozona. Es cierto que esta crisis ha sido la más virulenta de los últimos setenta años y, sobre todo, ha mutado sus formas a lo largo de los cinco que ya dura. Sin embargo, es falso lo que dicen los ejecutivos de las entidades quebradas: que las causas son “la crisis impredecible” y “los caprichosos cambios legislativos”. No es así. La prueba es que no todas las enti­dades están en igual situación pese a sufrir iguales condi­ciones generales. La clave, como no podía ser de otra mane­ra, está en las decisiones tomadas por esos ejecutivos, en su inexperiencia o incompetencia en la contención del riesgo, en evitar el crecimiento alocado. En resumen, en la pru­dencia.

Los dos grandes bancos, Santander y BBVA, junto con otras antiguas cajas, La Caixa, Kutxabank y Unicaja, así como Banco Sabadell y Bankinter, han demostrado capacidad de gestión al acabar esta carrera de obstáculos en una posición más o menos desahogada. Si se examinan sus balances, se verá que las mejores entidades tenían un 15 por ciento de préstamos al sector inmobiliario sobre el total de la cartera de créditos en el cénit de la expansión del ladrillo (2006), mientras que otras, que ya no existen o están nacionalizadas, superaban el 50 por ciento. Por eso había entidades que empezaron la crisis con un 1 por ciento de morosidad y otras lo hacían con el 6 por ciento.

“Nuestro crecimiento durante los últimos años tiene como origen el incremento de la población activa como por­ centaje de la población total. La burbuja inmobiliaria enmas­caró durante mucho tiempo las deficiencias estructurales de nuestra economía; su ruptura ha destruido un porcentaje insólito de la riqueza de las familias, fuertemente apalanca­das, y esta destrucción de riqueza va a continuar: hay 1,5 millones de casas sin vender y su valor debe caer aún mucho y con ello el de las garantías de los préstamos bancarios. Y lo que parecían unas finanzas públicas sólidas no eran sino el espejismo de unas recaudaciones insostenibles causadas por el boom­ inmobiliario.” Este es el certero análisis de Luis Garicano, Jesús Fernández­ Villaverde y Tano Santos, profe­sores internacionales de Economía en diferentes universi­dades e investigadores de FEDEA.

No me gustaría terminar sin un rayo de esperanza. Hace pocas semanas se ha editado el nuevo libro de Robert J. Shi­ller, famoso economista que predijo la burbuja. Las ­finanzas­ en­ una­ sociedad­ justa.­ Dejemos­ de­ condenar­ el sistema­ financiero­ y,­ por­ el­ bien­ común,­ recuperémoslo­ (Deusto), así se titula su nueva y provocadora obra. El profesor del MIT de Boston sostiene: “La crisis no se debió simplemente a la avaricia o la falta de honestidad de algunos actores en el mundo de las finanzas, sino que, al final, fue por defectos estructurales fundamentales de nuestras instituciones financieras. Estas deficiencias, como la incapacidad de gestionar los riesgos del sistema inmobiliario o la incapacidad de regular la deuda, no se han corregido”. Por eso sostiene que “lo que necesitamos para reducir la probabilidad de crisis finan­cieras en el futuro no es reducir la actividad financiera, sino mejorar los instrumentos financieros”. Shiller cree que la indignación actual y el clima político “podría acabar asfixiando la innovación e impidiendo que el capitalismo financiero pro­grese hacia lo que podría ser beneficioso para todos los ciuda­danos”. Apuesta con rotundidad por la innovación “para res­tringir la creciente plaga de desigualdad económica que amenaza con crear graves problemas en nuestra sociedad”.

Antes de terminar, una pregunta incómoda: ¿dónde es­taba la prensa? Sin duda, no percibió que el ciclo era finito y que las entidades se endeudaban con enorme rapidez en el exterior. Pese a la existencia del euro, esta situación mani­festaba debilidad ante posibles problemas de liquidez y debía haber sido denunciada. Es cierto que algunas cajas presentaban cuentas ridículas, sin apenas desgloses y, por lo que se ha visto ahora, con los créditos mal clasificados para disimularlos.

Pero se debería haber hecho más. Martin Wolf, uno de los principales editorialistas del Financial­ Times e influyente columnista, admitía culpas recientemente: “No vi lo que sucedía con la microeconomía. Es el principal error que he cometido en mi carrera. Mi otro error fue no haberme perca­tado de cuán débiles e inadecuados eran los controles y regu­laciones a los bancos. Los periodistas cometimos muchos errores de omisión. Debimos haber sido mucho más agresi­vos y rigurosos en el escrutinio de los bancos y de los regula­dores”. Exacto. Ese fue nuestro pecado: excesiva confianza en el rigor de organismos que no funcionaron.

Para un periodista como yo, esta crisis ha supuesto un máster de primerísimo nivel sobre el sistema financiero, la globalización y la gestión empresarial. En este libro, he querido compartir los conocimientos y experiencias que me ha dejado esta crisis y que ha situado la información finan­ciera en la primera página de la actualidad. No hubiera podi­do hacerlo sin la ayuda de mis fuentes, entre las que se encuentran numerosos economistas, ejecutivos bancarios, analistas, políticos, compañeros de profesión y, sobre todo, sin la colaboración de mis colegas de El­ País, una redacción que atesora grandes profesionales con los que ahora vivo momentos tan duros. A todos ellos quiero agradecerles sus explicaciones, sus informaciones, su paciencia, su sabiduría, que han sido clave para reflejar la actualidad cada día. Solo confío en que pronto pueda empezar a escribir la historia de la reconstrucción de nuestro sistema financiero apoyado en otras normas y en mejores instituciones. Seguro que esto ayudará a acercar el final de esta larga y dura crisis económi­ca, que amenaza con llevarse todo por delante, incluso el periodismo de calidad.