A Joan Coscubiela (Barcelona, 1954), cada nuevo episodio que vivimos con la pandemia le lleva a llenar de anotaciones y post-it su último libro: La pandemia del capitalismo. Una lectura interesada de la crisis del coronavirus (Península, 2021). Recoge una nueva “enseñanza”, una lección que la COVID19 nos arroja como si fuera un espejo. Aunque el sindicalista y expolítico, ahora director de la Escuela del Trabajo de Comisiones Obreras, prefiere coger “la lupa”. Analizar con detalle qué podemos aprender de esta enorme crisis que pueda servir de base para construir el futuro. Todo depende, indica en esta entrevista con elDiario.es, del relato que se haga de lo vivido. Y de lo sufrido.
¿Qué le impulsa a escribir este libro, que aprovecha la conmoción y los efectos de la crisis del coronavirus para abordar lo que ha titulado como “pandemia del capitalismo”?
Dos cosas, fundamentalmente. Una es que empecé a escribir un artículo para elDiario.es y se me iba de las manos en cuanto al tamaño. Entonces vi que podía tener más recorrido. Y dos, que detecté que la pandemia había puesto encima de la mesa algunas de las inquietudes sobre las que llevaba mucho tiempo dando vueltas y escribiendo, que fundamentalmente se podían resumir en lo que en el libro califico como “la insostenibilidad ambiental, social y democrática del capitalismo”.
En una frase sostiene que “el capitalismo ultraliberal es un factor de riesgo global en sí mismo”.
Al principio había una cierta confusión, se imputaban a la pandemia una cantidad de consecuencias de las que no es responsable. La pandemia ha acelerado procesos que ya estaban en marcha, o desencadenado otros, pero por ejemplo: gran parte de los efectos tan duros en términos de muertes en las residencias tienen mucho que ver con la degradación de nuestro sistema asistencial a la gente mayor.
Y lo mismo ocurre en relación a la capacidad de paralizar el sistema económico, la crisis de suministros… La externalización de riesgos, que es el paradigma sobre el que está construida nuestra sociedad en estos momentos, saltó por los aires con la pandemia y mostró sus efectos perversos.
Habla mucho en el libro del “espejo” que ha supuesto la COVID. ¿Cuáles son los reflejos que más le han impactado o que considera más trascendentes? Tanto en lo personal, pero también en lo colectivo. ¿Qué sociedad ha visto?
La que ya había visto antes: una sociedad profundamente desigual. Pero la COVID no sólo nos pone delante del espejo, sino que nos ofrece una lupa para aumentar el tamaño de lo que vemos.
Si pongo la lupa en estos momentos, tras tantos meses de pandemia, veo que no solo no se han reducido las desigualdades, sino que se han aumentado de manera brutal y encima han aparecido nuevas brechas.
¿Cuáles?
Por ejemplo, la brecha digital. Se ha puesto muy de manifiesto en relación a la escuela, ya que la pandemia, en la medida que interrumpió la educación presencial y obligó a hacerla online, evidenció la desigualdad de las familias en el acceso a los medios digitales.
Las transiciones (y la transición digital lo es) generan desequilibrios y, si las políticas públicas no los abordan, si “dejan hacer”, provocan desigualdades. La desigualdad de la brecha digital que tenemos es muy grave, nos está llamando la puerta de manera muy contundente.
Manifiesta que, aunque en un inicio se decía que la pandemia no entendía de clases y que afectaba a todos por igual, finalmente se ha demostrado que incide más en los más débiles. Aun así, ¿puede que esta crisis haya incidido más en clases privilegiadas o altas respecto a otras del pasado? ¿Han sufrido también sus daños mientras que se habían podido “salvar” en otras crisis?
Sí, por supuesto. Es que a veces ignoramos lo que es una pandemia planetaria. Es la primera que ha sufrido la humanidad. Y continuamos sin entenderlo: ahora estamos alarmados con la aparición de la nueva variante ómicron y estaba cantado que eso iba a pasar. ¿Por qué? Porque podemos ponernos dos, tres, cuatro, cinco y todas las dosis que queramos en los países avanzados, pero si continuamos sin enviar vacunas a los países en desarrollo, el coronavirus se va a aprovechar de eso y nos va a jugar estas malas pasadas.
Claro que ningún sector social de ningún país quedará al margen de los impactos de la pandemia, pero sus efectos son profundamente distintos y mucho más injustos en función de en qué país se produce el impacto, a qué clase social perteneces, en qué condiciones vives, etc. Por ejemplo, los daños a la salud mental ocasionados no son los mismos para quienes viven en casas de 30 metros cuadrados, o en una habitación, respecto a quien tiene una casa con patio en el campo.
No podemos continuar considerando las vacunas como un bien de consumo, como si fueran un automóvil o un yate. Es un bien que garantiza un derecho fundamental a la vida y la salud
Durante lo peor de la pandemia, sostiene que el espejo nos mostró algunas “encrucijadas”, como el valor de lo público y la esencialidad de algunos trabajos. Casi dos años después de la irrupción del virus, con una situación mejorada, ¿cree que lo vivido va a ser un punto de inflexión en estas cuestiones? ¿O las estamos olvidando rápidamente?
Me temo que lo segundo. La pandemia nos envía muchas lecciones, como la centralidad de los trabajos de cuidados. Fue tan evidente que para reconocerlo al final del día salíamos a nuestros balcones a aplaudir a las personas que arriesgan su vida para salvar las nuestras. Pero veinte meses después, muchas de esas cosas se nos han olvidado. Hoy estamos viendo cómo sectores que nos salvaron la vida están siendo sometidos a rescisiones de contratos por algunas Comunidades, como Madrid, y empresas que les niegan un mínimo aumento salarial en la negociación de los convenios.
¿Por qué? Porque entre las lecciones que nos envía la pandemia y nuestras enseñanzas interfieren los intereses. Para que esas lecciones se conviertan en cambios de actitudes hace falta que la sociedad los organice. Es nuestro gran reto en estos momentos: cómo cogemos las lecciones que nos envía la pandemia y las convertimos en enseñanzas colectivas y, a partir de ellas, promovemos cambios en nuestras formas de hacer cosas. Un ejemplo claro es el caso de las vacunas.
¿A qué se refiere?
No podemos continuar considerando las vacunas como un bien de consumo, como si fueran un automóvil o un yate. Es un bien que garantiza un derecho fundamental a la vida y la salud. Esto es un tema viejo, pero mientras los problemas estaban en que la gente moría de malaria, aquí estábamos como si no pasara nada. Ahora, como la gente puede llegar a morir del COVID 19, empezamos a alarmarnos.
Bueno, pues a lo mejor deberíamos aprovechar esta situación. En vez de entrar en pánico, como nos está pasando con la variante ómicron, a lo mejor toca entender qué es una pandemia planetaria y pasar a considerar las vacunas bienes comunes de acceso universal. De lo contrario estaremos en esa situación de menosprecio, por un lado, y de pánico al cabo de tres minutos, que es lo que nos está pasando en estos momentos.
Usted aboga por no dejar pasar lo vivido sin un análisis. Por construir un relato y enseñanzas de la pandemia. Sabe que el “relato”, muy utilizado en la política, está un poco denostado, como si se tratara de invenciones más que de realidades.
Un matiz. No hablo del concepto “relato” en el sentido que se inventan los spin doctors del tacticismo constante, hablo del relato en su sentido primigenio. No hay transformación en la humanidad, ni en las religiones, ni en las ideologías que no vaya precedida de un relato. Antes de un cambio importante, ha habido alguien que ha imaginado un mundo nuevo, una realidad distinta, y se ha puesto a construir ese relato. Y a partir de ahí, de manera lenta casi siempre, porque los atajos suelen suelen terminar mal, se han ido construyendo realidades distintas a las que existían.
¿A quién manda ese mensaje?
Bueno, a nadie, no tengo tantas pretensiones. En todo caso, es una aportación para todas aquellas personas que hace tiempo venimos planteando que este modelo socioeconómico que hemos llamado capitalismo ultraliberal, que de hecho es “ultraintervencionista de clase”, tiene una gran capacidad destructiva.
Estamos comprobando cómo se está rompiendo el consentimiento en todo el mundo entre la ciudadanía y sus instituciones democráticas, cómo está saltando por los aires el pegamento que une a las sociedades.... Todos los que constatamos esta capacidad destructiva igual nos ha llegado el momento de empezar a imaginar cómo queremos que sea su alternativa.
¿A qué se refiere con “ultraintervencionista de clase”?
Las fuerzas de progreso y la izquierda hemos caído en una trampa, muy vieja, que es la utilización por parte de los poderes económicos y de las derechas del concepto “libertad”. Usan siempre esos conceptos bonitos de “libertad”, de “liberalismo”, al servicio de sus intereses. Eso pasó a principios del siglo XX con el neoliberalismo, la escuela de Viena y otros muchos.
Pero cuando uno lee sus documentos, se da cuenta de que no plantean el liberalismo en el sentido del no intervencionismo del Estado, sino que dicen que el Estado tiene que intervenir, pero única y exclusivamente para garantizar la libertad de mercado. Literalmente. Por eso, en lugar de ultraliberalismo, lo llamo “ultraintervencionismo en favor de una clase”, de unos sectores sociales.
O somos capaces de dar la batalla por el concepto de libertad en comunidad, o lo va a llenar la derecha más reaccionaria
Aunque es pronto para hacer lecturas políticas de la pandemia, en las elecciones de la Comunidad de Madrid arrasó Isabel Díaz Ayuso con ese discurso de la libertad, más emocional, pese a unos datos que no favorecían a la región, por ejemplo, con un gran exceso de mortalidad en la pandemia. ¿Qué nos puede hacer pensar esto?
Nos debe hacer pensar que, o somos capaces de dar la batalla por el concepto de libertad en comunidad, o lo va a llenar la derecha más reaccionaria. Esa que plantea, por ejemplo, que yo tengo la libertad de no pagar impuestos porque con mi riqueza me puedo pagar los servicios públicos que los demás no se pueden pagar. Es un reto de toda la gente progresista, no solo de las fuerzas de izquierda.
O entusiasmamos a la gente por un imaginario, con un relato en el buen sentido del término, o como ha sucedido en otros momentos de la historia ese vacío lo va a llenar esa derecha reaccionaria y, en algunos casos, convertida claramente en una actualización del nacionalpopulismo de extrema derecha 2.0.
Sobre la interdependencia que se ha evidenciado en la pandemia y a la cooperación que considera necesaria entre personas, regiones y países, ¿cómo cree que afecta lo vivido a los movimientos nacionalistas de muy diferente tipo que estaban en auge? Usted por ejemplo está muy familiarizado en Catalunya con el procés.
La pandemia nos ha enseñado que, cuando hay cooperación, el mundo es mejor. Ha habido cooperación, por ejemplo, en todas las investigaciones de la vacuna entre el sector público y el sector privado. Cooperación entre diferentes países. Incluso algunas de sus investigaciones, a diferencia de otros momentos, se han hecho o se han puesto los resultados en abierto para que pudieran ser explotadas. Creo que esa es una de las claves de por qué en un año se consigue una vacuna cuando normalmente se tardan muchos más y algunas veces ni se consigue, como con el SIDA.
Una de las grandes lecciones de la pandemia es que la cooperación es un instrumento muy útil para abordar todos los retos de un mundo global y profundamente interdependiente. Es exactamente lo contrario a las estrategias dominantes hasta ahora, basadas fundamentalmente en la competitividad salvaje y la externalización de riesgos. Es una entelequia pensar que se pueden externalizar los riesgos a los otros y desaparecen. Es hacerse trampas al solitario, al contrario, se multiplican. Lo estamos viendo ahora con la nueva variante ómicron.
De cara al futuro, ¿qué oportunidades crea la pandemia para crear un imaginario ante los retos que vienen con la pandemia y otros globales como la crisis climática?
La insostenibilidad ambiental, socioeconómica y democrática de este sistema está profundamente interrelacionada. No son tres compartimentos estancos, porque tienen un origen común y es la elevada capacidad destructiva que tiene el sistema que se ha construido en las últimas décadas.
Por eso, me atrevo a plantear la necesidad de construir un “pacto global civilizatorio”. Digo “pacto”, es evidente, porque hace falta cooperación. “Global” porque creo que a diferencia de los pactos que se hicieron después de la Segunda Guerra Mundial, no pueden ser acuerdos entre estados cerrados, ni tampoco solos a nivel europeo. En el tema ambiental o el pacto es global o no sirve. Y, por último, digo “civilizatorio” porque no se trata solo de ver cómo se redistribuye la riqueza, que también, sino de cómo avanzamos en elementos de civilización. Por ejemplo, considerar que las vacunas no son un bien de consumo, sino que son un bien común que no puede someterse a las reglas del mercado.
Y aquí vuelve al capitalismo actual y a sus alternativas.
Hay que coger el sistema y volverlo como si fuera un calcetín. La idea de la austeridad es imprescindible. En el mejor sentido de la palabra, no el concepto de austericidio del que se apropió parte de los poderes económicos y de la derecha. Estamos viendo cuál es la energía más barata y hay mucha gente que lleva mucho tiempo diciéndonos que la energía más barata de todas es la que no se consume.
Por lo tanto, no les digo que 'vayan ustedes a la Edad de Piedra', pero sí que articulen un sistema que consuma menos energía. Eso puede parecer una filosofía muy general, pero se plasma en cosas tan concretas como, por ejemplo, cambiar nuestro sistema de construcción, que desde la perspectiva de consumo energético es ineficiente a matar. Pero, claro, resulta que durante mucho tiempo ha generado muchos beneficios especulativos. Así estamos.
Incluso habla de dotar de un “nuevo sentido moral a la economía”.
Para mí, es clave. No puede ser que continúe vigente esa máxima de que la economía funciona si cada uno de nosotros buscamos nuestro propio interés. Porque este genera unas dinámicas que, cuando se encuentran en el mercado, se armonizan y generan un bien común. Mentira podrida, lo hemos podido comprobar después de doscientos años. Eso crea cierta riqueza, también mucha desigualdad y sobre todo de tener mucha capacidad destructiva.
Hay que dotar a la economía de un nuevo sentido moral, de un nuevo sentido colectivo que ponga en primera termino la cooperación y el bien común, como decía antes respecto a las vacunas. Eso es un reto que tenemos que abordar también en relación a los datos. Los datos personales están en manos de cinco grandes corporaciones, cada vez con mayor concentración. La pandemia ha incrementado ese poder, que es económico, pero también político. O somos capaces de abordar cómo intervenimos en el control del uso de esos datos y en su regulación, o se pueden convertir en un arma brutal. Eso sí que va a ser un arma de destrucción masiva.