- El economista griego Yanis Varoufakis destruye el mito de que la financiarización, la regulación ineficaz de los bancos y la globalización fueron las causas de la crisis económica global. Para este profesor de economía en la Universidad de Atenas (y antes en Essex, Cambridge, Glasglow y Sydney), son síntomas de un malestar que puede rastrearse hasta los años setenta; la época en que nació lo que Varoufakis llama el “Minotauro global”. Igual que los atenienses mantenían un flujo constante de tributos a la bestia, así el «resto del mundo» envía sumas increíbles de capital a EEUU y a Wall Street. Ahora se pueden apreciar los síntomas del debilitamiento del Minotauro, la prueba de un sistema global tan insostenible como descompensado
- Su libro está publicado en España por Capitán Swing. Los traductores son Carlos Valdés y Celia Recarey
El momento 2008
El momento 2008Nada nos humaniza tanto como la aporiÌa, ese estado de intensa perplejidad en el que nos encontramos cuando nuestras certezas se hacen anÌicos; cuando, de repente, quedamos atrapadas en un punto muerto, sin poder explicar lo que ven nuestros ojos, lo que tocan nuestros dedos, lo que oyen nuestros oiÌdos. En esos raros momentos, mientras nuestra razoÌn se esfuerza con valentiÌa para comprender lo que registran nuestros sentidos, nuestra aporiÌa nos humilla y prepara a la mente bien dispuesta para verdades antes insoportables. Y cuando la aporiÌa despliega su red para prender a toda la humanidad, sabemos que estamos en un momento muy especial de la historia. Septiembre de 2008 fue uno de esos momentos.
El mundo acababa de quedarse pasmado de una manera no vista desde 1929. Las certezas que nos habiÌa costado deÌcadas de condicionamiento reconocer desaparecieron, todas de golpe, junto con 40 billones de doÌlares de activos en todo el globo, 14 billones de doÌlares de riqueza domeÌstica soÌlo en Estados Unidos, 700.000 puestos de trabajo mensuales en Estados Unidos, incontables viviendas embargadas en todas partes... La lista es casi tan larga como inimaginables las cifras que hay en ella.
La aporiÌa colectiva se vio intensificada por la respuesta de los gobiernos que, hasta aquel instante, se habiÌan aferrado tenazmente al conservadurismo fiscal como quizaÌ la uÌltima ideologiÌa de masas superviviente del siglo XX: empezaron a inyectar billones de doÌlares, euros, yenes, etc., en un sistema financiero que, hasta pocos meses antes, habiÌa vivido una racha magniÌfica, acumulando fabulosos beneficios y manifestando, provocador, que habiÌa encontrado la olla de oro al final de un arco iris globalizado. Y cuando esa respuesta resultoÌ demasiado floja, nuestros jefes de estado y primeros ministros, hombres y mujeres con impecables credenciales antiestatales y neoliberales, se embarcaron en una juerga de nacionalizaciones de bancos, companÌiÌas de seguros y fabricantes de automoÌviles que hariÌa palidecer hasta las hazanÌas del Lenin posterior a 1917.
A diferencia de crisis previas, como la del pinchazo de la burbuja puntocom en 2001, la recesioÌn de 1991, el Lunes Negro (3), la debacle latinoamericana de los ochenta, el deslizamiento del Tercer Mundo en la atroz trampa de la deuda o incluso la devastadora depresioÌn de principios de los ochenta en Gran BretanÌa y partes de Estados Unidos, esta crisis no estaba limitada a una geografiÌa especiÌfica, una determinada clase social o a sectores particulares. Todas las crisis anteriores a 2008 eran, en cierto modo, localizadas.
Sus viÌctimas a largo plazo apenas habiÌan tenido importancia alguna para los poderes faÌcticos y cuando (como en el caso del Lunes Negro, el fiasco del fondo de inversiones Long-Term Capital Management [LTCM] de 1998 o la burbuja de las puntocom dos anÌos despueÌs) fueron los poderosos quienes sintieron la sacudida, las autoridades se las habiÌan arreglado para acudir al rescate raÌpida y eficazmente.
En contraste, el crash de 2008 tuvo efectos devastadores tanto globalmente como en el corazoÌn del neoliberalismo. Es maÌs, sus efectos estaraÌn con nosotras por un largo, largo tiempo. En Gran BretanÌa, fue probablemente la primera crisis de la que se tenga memoria que ha golpeado realmente las regiones maÌs ricas del sur. En Estados Unidos, aunque la crisis de las hipotecas subprime empezara en los rincones menos proÌsperos de aquella gran tierra, se extendioÌ a cada recoveco y esquina de las privilegiadas clases medias, sus comunidades cercadas, sus frondosos barrios residenciales, las universidades de la Ivy League (4) donde se congregan los pudientes, haciendo cola por mejores papeles socioeconoÌmicos.
En Europa, el continente entero retumba con una crisis que se niega a marcharse y que amenaza ilusiones europeas que habiÌan conseguido mantenerse intactas durante seis deÌcadas. Los flujos de migracioÌn se invirtieron, a medida que trabajadores polacos e irlandeses abandonaban DubliÌn y Londres por igual para irse a Varsovia y Melbourne. Hasta China, que se libroÌ estupendamente de la recesioÌn con una saludable tasa de crecimiento en tiempos de contraccioÌn global, estaÌ en apuros por la caiÌda de su cuota de consumo en los ingresos totales y su fuerte dependencia de los proyectos de inversioÌn estatal que estaÌn alimentando una preocupante burbuja, dos presagios que no auguran nada bueno en una eÌpoca en que se cuestiona la capacidad del resto del mundo a largo plazo para absorber los excedentes comerciales del paiÌs.
Para mayor aporiÌa general, las altas esferas dieron a conocer que tambieÌn ellas habiÌan dejado de comprender los nuevos giros de la realidad. En octubre de 2008, Alan Greenspan, antiguo presidente de la Reserva Federal (la Fed) y considerado el MerliÌn de nuestros tiempos, confesoÌ haber descubierto «un defecto en el modelo que yo consideraba la estructura funcional criÌtica que define el funcionamiento del mundo». (5)
Dos meses despueÌs, Larry Summers, anteriormente secretario del Tesoro del presidente Clinton y, en aquel momento, asesor jefe en economiÌa (director del Consejo EconoÌmico Nacional) del presidente electo Obama, dijo que «[e]n esta crisis, hacer demasiado poco supone una mayor amenaza que hacer demasiado...». Cuando el Gran Mago confiesa haber basado toda su magia en un modelo defectuoso de coÌmo funciona el mundo y el decano de los asesores econoÌmicos presidenciales propone abandonar toda precaucioÌn, el puÌblico «lo pilla»: nuestro barco estaÌ surcando aguas traicioneras e inexploradas, su tripulacioÌn no tiene ni idea, su patroÌn estaÌ aterrado.
De esta manera entramos en un estado de tangible aporiÌa compartida. Una ansiosa incredulidad reemplazoÌ a la indolencia intelectual. Las autoridades pareciÌan privadas de autoridad. Las poliÌticas, era evidente, se estaban improvisando sobre la marcha. Casi inmediatamente una desconcertada opinioÌn puÌblica sintonizoÌ sus antenas en toda direccioÌn posible, buscando desesperadamente explicaciones para las causas y naturaleza de lo que acababa de alcanzarle. Como para demostrar que la oferta no necesita asistencia cuando la demanda es abundante, las imprentas empezaron a rodar. Uno tras otro, artiÌculos, extensos ensayos, hasta peliÌculas comenzaron a salir a borbotones por las tuberiÌas, creando un desbordamiento de posibles explicaciones sobre lo que habiÌa fallado. Pero si bien un mundo perplejo siempre estaÌ prenÌado de teoriÌas sobre sus apuros, la sobreproduccioÌn de explicaciones no garantiza la disolucioÌn de la aporiÌa.
Seis explicaciones de por qué sucedió
Seis explicaciones de por queÌ sucedioÌ1. «Principalmente es un fracaso de la imaginacioÌn colectiva de gente muy brillante... a la hora de entender los riesgos que corre el sistema en su conjunto»
EÌsa era la esencia de una carta enviada a la Reina de Inglaterra por la Academia BritaÌnica el 22 de julio de 2009, en respuesta a una consulta que ella habiÌa presentado a una reunioÌn de ruborizados profesores de la London School of Economics: «¿Por queÌ no lo vieron venir?» En su carta, treinta y cinco de los maÌs destacados economistas britaÌnicos praÌcticamente responden: «¡Huy! Confundimos una Burbuja grandota con un Feliz Mundo Nuevo.» El meollo de su respuesta era que, aunque estaban al tanto y con los datos a la vista, habiÌan cometido dos errores de diagnoÌstico relacionados: el error de la extrapolacioÌn y el (bastante maÌs siniestro) error de caer en la trampa de su propia retoÌrica.
Todo el mundo podiÌa ver que los nuÌmeros se estaban desmadrando. En Estados Unidos, la deuda del sector financiero se habiÌa disparado desde un ya considerable 22% del producto nacional (Producto Interior Bruto o PIB) en 1981 a un 117% en el verano de 2008. Mientras tanto, los hogares americanos vieron su participacioÌn en la deuda del producto nacional elevarse del 66% en 1997 al 100% diez anÌos despueÌs. Reunida, la deuda agregada de EEUU en 2008 superaba el 350% del PIB, cuando en 1980 se habiÌa mantenido en un ya abultado 160%. En cuanto a Gran BretanÌa, la City de Londres (el sector financiero en el que la sociedad britaÌnica se habiÌa jugado la mayoriÌa de sus cartas, despueÌs de la raÌpida desindustrializacioÌn de principios de los ochenta) luciÌa una deuda colectiva de casi dos veces y media el PIB de Gran BretanÌa, mientras que, sumado a eso, las familias britaÌnicas debiÌan una suma mayor que el PIB anual.
Entonces, si una acumulacioÌn de deuda exorbitante introduciÌa maÌs riesgo del que el mundo podiÌa soportar, ¿coÌmo es que nadie vio venir el desastre? EÌsa era, al fin y al cabo, la razonable pregunta de la Reina. La respuesta de la Academia BritaÌnica confesaba a reganÌadientes los pecados combinados de una retoÌrica petulante y una extrapolacioÌn lineal. Juntos, esos pecados se alimentaban de la jactanciosa conviccioÌn de que se habiÌa producido un cambio de paradigma que permitiÌa al mundo de las finanzas crear una deuda ilimitada, benigna, sin riesgos.
El primer pecado, que adoptoÌ la forma de una retoÌrica de formalizacioÌn matemaÌtica, indujo en autoridades y acadeÌmicos la falsa creencia de que la innovacioÌn financiera habiÌa extirpado el riesgo del sistema; que los nuevos instrumentos permitiÌan una nueva forma de deuda con las propiedades del mercurio. Una vez generados los preÌstamos, se troceaban despueÌs en diminutos pedazos, se agrupaban en paquetes que conteniÌan diferentes grados de riesgo (6) y se vendiÌan por todo el globo. Al extender de esta manera el riesgo financiero, sosteniÌa tal retoÌrica, ni un solo agente se enfrentaba a un peligro tan significativo como para hacerles danÌo si algunos deudores caiÌan en bancarrota. Era una fe de la Nueva Era en los poderes del sector financiero para crear un «riesgo sin riesgo», que culminaba en la creencia de que ahora el planeta podriÌa soportar deudas (y las apuestas que se haciÌan sobre esas deudas) que eran mucho mayores que los ingresos globales reales.
El vulgar empirismo apuntalaba dichas creencias miÌsticas: allaÌ en 2001, cuando la llamada «nueva economiÌa» se vino abajo, destruyendo mucha de la riqueza de papel sacada de la burbuja puntocom y de estafas como la de Enron, el sistema resistioÌ. La burbuja de la nueva economiÌa de 2001 fue, de hecho, peor que su equivalente de las hipotecas subprime que estalloÌ seis anÌos despueÌs. Y aun asiÌ los efectos adversos fueron eficazmente contenidos por las autoridades (si bien el empleo no se recuperoÌ hasta 2004-05). Si una sacudida tan inmensa pudo ser absorbida con tanta facilidad, seguramente el sistema podriÌa soportar impactos maÌs pequenÌos, como las peÌrdidas de 500.000 millones de doÌlares en subprimes de 2007-08.
De acuerdo con la explicacioÌn de la Academia BritaÌnica (la cual, todo hay que decirlo, es ampliamente compartida), el crash de 2008 sucedioÌ porque, para entonces –y sin que lo supiesen los ejeÌrcitos de hiperinteligentes hombres y mujeres cuyo trabajo era haberse enterado mejor–, los riesgos que se habiÌan presumido no arriesgados eran cualquier cosa menos eso. Bancos como el Royal Bank of Scotland, que empleaba a 4.000 «gestores de riesgos», acabaron consumidos por un agujero negro de «riesgo deteriorado». El mundo, seguÌn esta lectura, pagaba el precio por creerse su propia retoÌrica y por presumir que el futuro no seriÌa diferente del pasado maÌs reciente. Al creer que habiÌa diluido el riesgo con eÌxito, nuestro mundo financiarizado creaba tanto que fue consumido por eÌl.
2. Captura regulatoria
Los mercados determinan el precio de los limones. Y lo hacen con un miÌnimo aporte institucional, puesto que las compradoras reconocen un buen limoÌn cuando se lo venden. No se puede decir lo mismo de los bonos o, lo que es auÌn peor, de instrumentos financieros sinteÌticos. Quien compra no puede saborear el «producto», estrujarlo para ver si estaÌ maduro ni oler su aroma. Depende de informacioÌn institucional externa y de reglas bien definidas que son disenÌadas y supervisadas por autoridades desapasionadas e incorruptibles. Se supone que eÌste era el papel de las agencias de calificacioÌn de riesgos y de los organismos reguladores del estado. No cabe duda de que ambos tipos de institucioÌn resultaron no soÌlo deficientes, sino culpables.
Cuando, por ejemplo, una obligacioÌn de deuda garantizada (CDO) –un activo de papel que agrupa multitud de porciones de tipos de deuda muy diferentes– (7) obteniÌa una calificacioÌn triple A y ofreciÌa un rendimiento de un 1% por encima de las Letras del Tesoro de EEUU (8), el significado era doble: quien la compraba podiÌa confiar en que su compra no era una porqueriÌa y, si el comprador era un banco, podiÌa tratar aquel pedazo de papel exactamente de la misma forma (y sin una pizca de riesgo maÌs) que el dinero real con el que habiÌa sido comprado. Esta pretensioÌn ayudoÌ a los bancos a conseguir impresionantes beneficios por dos razones:
1. Si se aferraban a su recieÌn adquirida CDO –y, recordemos, las autoridades aceptaban que una CDO calificada con triple A era tan buena como los billetes de doÌlar del mismo valor nominal–, los bancos ni siquiera teniÌan que incluirla en sus caÌlculos de capitalizacioÌn. (9) Esto significaba que podiÌan usar con impunidad los depoÌsitos de sus clientes para comprar las CDO calificadas como triple A sin comprometer su capacidad de conceder nuevos preÌstamos a otros clientes y otros bancos. Mientras pudiesen cargar tasas de intereÌs maÌs altas que las que habiÌan pagado, comprar las CDO calificadas con triple A aumentaba la rentabilidad de los bancos sin limitar su capacidad de conceder preÌstamos. Las CDO eran, en efecto, instrumentos para saltarse las normas disenÌadas para salvar al sistema bancario de siÌ mismo.
2. Una alternativa a guardar las CDO en las caÌmaras del banco era endosaÌrselas a un banco central (por ejemplo, la Reserva Federal) como garantiÌas de preÌstamos, que los bancos podiÌan usar entonces como desearan: para prestar a clientes, a otros bancos o para comprarse auÌn maÌs CDO. AquiÌ el detalle crucial es que los preÌstamos obtenidos del banco central con el aval de las CDO calificada con triple A teniÌan las iÌnfimas tasas de intereÌs que cobraba el banco central. Entonces, cuando las CDO maduraba, a una tasa de intereÌs de un 1% por encima de lo que el banco central estaba cobrando, los bancos se quedaban con la diferencia.
La combinacioÌn de estos dos factores significaba que los emisores de CDO teniÌan buenas razones para:
a) emitir tantas como les fuese fiÌsicamente posible;
b) pedir prestado tanto dinero como fuera posible para comprar las CDO de otros emisores; y
c) mantener enormes cantidades de este tipo de activos de papel en sus libros. (10)
¡Ay, era una invitacioÌn para que imprimieran su propio dinero! No es de extranÌar que Warren Buffet echara un vistazo a las legendarias CDO y las describiera como armas de destruccioÌn masiva. Los incentivos eran incendiarios: cuanto maÌs se endeudaban las instituciones financieras para comprar las CDO calificadas como triple A, maÌs dinero haciÌan. El suenÌo de tener un cajero automaÌtico en el saloÌn de casa se habiÌa hecho realidad, al menos para las instituciones financieras privadas y la gente que las dirigiÌa.
Con estos datos ante nuestros ojos, no es difiÌcil llegar a la conclusioÌn de que el crash de 2008 fue el inevitable resultado de otorgar a los cazadores furtivos el papel de guardabosques. Su poder era impuÌdico y su imagen de brujos posmodernos que sacaban de la nada nueva riqueza y nuevos paradigmas resultaba incontestable. Los banqueros pagaban a las agencias de calificacioÌn de riesgos para que extendieran el estatus de triple A a las CDO que ellos emitiÌan; las autoridades reguladoras (incluido el banco central) aceptaban esas calificaciones como legiÌtimas; y las joÌvenes promesas que se habiÌan hecho con un empleo mal pagado en una de las autoridades reguladoras enseguida comenzaron a plantearse avanzar en sus carreras pasaÌndose a Lehman Brothers o Moody's. SupervisaÌndolos a todos ellos habiÌa una hueste de secretarios del tesoro y ministros de Finanzas que, o bien ya habiÌan prestado anÌos de servicio en Goldman Sachs, Bear Stearns, etc., o bien esperaban unirse a aquel ciÌrculo maÌgico tras dejar la poliÌtica.
En un ambiente en el que reverberaban los corchos de las botellas de champaÌn y los motores revolucionados de brillantes Porsches y Ferraris; en un paisaje en el que torrentes de primas bancarias inundaban aÌreas ya adineradas (estimulando auÌn maÌs el boom inmobiliario y creando nuevas burbujas desde Long Island y el East End de Londres a las afueras de Sydney y los bloques de apartamentos de Shanghai); en ese entorno en el que en apariencia la riqueza de papel se autopropagaba, se habriÌa necesitado una disposicioÌn heroica, temeraria, para dar la alarma, hacer las preguntas incoÌmodas, poner en duda la pretensioÌn de que las CDO calificadas con triple A suponiÌan un riesgo cero. Incluso si alguna reguladora, corredora de bolsa o ejecutiva bancaria incurablemente romaÌntica pretendiese dar la voz de alarma, seriÌa barrida del mapa y acabariÌa como una traÌgica figura arrojada al arroyo de la historia.
Los hermanos Grimm tienen un relato con una olla maÌgica que encarna los suenÌos tempranos de la industrializacioÌn, con cornucopias automaÌticas que cumplen todos nuestros deseos, sin freno. Era tambieÌn un relato crudo y moralizante que demostraba coÌmo aquellos suenÌos industriales podiÌan convertirse en pesadilla. Pues, hacia el final del relato, la maravillosa olla enloquece y termina inundando el pueblo de gachas. La tecnologiÌa se rebeloÌ, de la misma manera que la propia creacioÌn del ingenioso doctor Frankenstein de Mary Shelley se volvioÌ encarnizadamente contra eÌl. De una manera similar, los cajeros automaÌticos virtuales materializados por Wall Street, las agencias de calificacioÌn de riesgos y los organismos reguladores en connivencia con ellos inundaron el sistema financiero con unas gachas de nuestro tiempo que ter- minaron ahogando a todo el planeta. Y cuando, en otonÌo de 2008, los cajeros automaÌticos dejaron de funcionar, un mundo adicto a las gachas sinteÌticas se detuvo en seco con un chirrido.
3. Codicia irreprimible
«Es la naturaleza de la bestia», dice la tercera explicacioÌn. Los humanos son criaturas codiciosas que soÌlo simulan civismo. A la maÌs miÌnima oportunidad, robaraÌn, saquearaÌn y abusaraÌn de los demaÌs. Esta loÌbrega visioÌn de la humanidad deja poco espacio para una pizca de esperanza de que los inteligentes abusones acepten reglas que prohiÌban los abusos. Porque, aunque acepten, ¿quieÌn va a hacer que se cumplan? Para mantener a los abusones a raya seriÌa necesario un LeviataÌn dotado de un poder extraordinario. Pero, entonces, ¿quieÌn le pondraÌ el cascabel al LeviataÌn?
AsiÌ es como funciona la mente neoliberal, llegando a la conclusioÌn de que quizaÌ las crisis sean males necesarios; de que ninguÌn modelo humano puede impedir las debacles econoÌmicas. Durante unas deÌcadas, comenzando con los intentos posteriores a 1932 del presidente Roosevelt para regular los bancos, la solucioÌn del LeviataÌn fue ampliamente aceptada: el Estado podiÌa y debiÌa jugar su papel hobbesiano regulando la codicia y equilibraÌndola con la decencia. La Ley Glass-Steagall de 1933 es posiblemente el ejemplo maÌs citado de ese esfuerzo regulador. (11)
Sin embargo, los anÌos setenta vieron un firme alejamiento de este marco regulatorio y un avance en direccioÌn al reestablecimiento de la perspectiva fatalista de que la naturaleza humana siempre encontraraÌ caminos para frustrar sus mejores intenciones.
Esta «retirada hacia el fatalismo» coincidioÌ con el periÌodo en que el neoliberalismo y la financiarizacioÌn comenzaban a asomar sus feas caras. Esto significoÌ una nueva versioÌn del viejo fatalismo: el abrumador poder del LeviataÌn, si bien era necesario para mantener a los abusones en su sitio, estaba ahogando el crecimiento, constrinÌendo la innovacioÌn, poniendo freno a las finanzas creativas y, en consecuencia, manteniendo el mundo al ralentiÌ justo cuando las innovaciones tecnoloÌgicas ofreciÌan el potencial de empujarnos hacia planos maÌs elevados de desarrollo y prosperidad.
En 1987, el presidente Reagan decidioÌ sustituir a Paul Volcker (nombrado por la AdministracioÌn Carter) como presidente de la Reserva Federal. Su eleccioÌn fue Alan Greenspan. Meses maÌs tarde, los mercados monetarios experimentaban el peor diÌa de su existencia, el infame episodio del «Lunes Negro». El haÌbil manejo de sus consecuencias por parte de Greenspan le valioÌ la reputacioÌn de haber arreglado las cosas eficientemente despueÌs de un colapso del mercado monetario. (12) HariÌa el mismo «milagro» una y otra vez hasta su jubilacioÌn en 2006. (13)
Greenspan habiÌa sido escogido por los aceÌrrimos neoliberales de Reagan no a pesar de, sino a causa de su creencia profundamente arraigada de que los meÌritos y capacidades de la regulacioÌn estaban sobrevalorados. Greenspan dudaba verdaderamente de que cualquier institucioÌn estatal, incluida la Reserva Federal, pudiese poner freno a la naturaleza humana y contener la codicia de manera efectiva sin, al mismo tiempo, matar la creatividad, la innovacioÌn y, en uÌltima instancia, el crecimiento. Su creencia le llevoÌ a adoptar una receta simple, que dio forma al mundo durante sus buenos diecinueve anÌos: puesto que nada disciplina la codicia humana como los implacables amos de la oferta y la demanda, dejemos que los mercados funcionen como quieran, pero que el Estado se mantenga alerta y dispuesto a intervenir para arreglar los destrozos cuando llegue el inevitable desastre. Como un padre liberal que permite a sus hijos meterse en todo tipo de liÌos, esperaba los problemas pero pensaba que era mejor hacerse a un lado, preparado siempre para entrar, limpiar despueÌs de la escandalosa fiesta o curar las heridas y los huesos rotos.
Greenspan se cinÌoÌ a su receta, y a ese modelo subyacente del mundo, en todas y cada una de las eÌpocas difiÌciles que se produjeron durante su presidencia. Durante las eÌpocas buenas, se quedaba sentado, sin hacer casi nada, aparte de soltar alguna que otra arenga sibilina. DespueÌs, cuando estallaba alguna burbuja, se interveniÌa agresivamente, bajaba los tipos de intereÌs en picado, inundaba los mercados con dinero y por lo general haciÌa cual- quier cosa necesaria para reflotar el barco que se hundiÌa. La receta pareciÌa funcionar bien, por lo menos hasta 2008, anÌo y medio despueÌs de su retiro dorado. DespueÌs dejoÌ de funcionar.
En su favor, Greenspan confesoÌ haber malinterpretado el capitalismo. Aunque soÌlo sea por este mea culpa, la historia deberiÌa tratarlo con benevolencia, pues hay muy pocos ejemplos de hombres poderosos dispuestos a y capaces de sincerarse, en especial cuando quienes soliÌan ser sus amigotes siguen negarse a admitir sus errores. De hecho, el modelo del mundo de Greenspan, al que eÌl mismo renuncioÌ, auÌn sigue vivo, sano y volviendo a imponerse.
Apoyado e incitado por un renaciente Wall Street empenÌado en hacer descarrilar cualquier intento serio, posterior a 2008, de regular su comportamiento, la perspectiva de que la naturaleza humana no puede ser contenida sin comprometer simultaÌneamente nuestra libertad y nuestra prosperidad a largo plazo ha vuelto. Como un doctor que hubiese cometido una negligencia criminal y cuyo paciente hubiese sobrevivido por suerte, el establishment anterior a 2008 sigue insistiendo en ser absuelto amparaÌndose en que el capi- talismo, despueÌs de todo, sobrevive. Y si algunas de nosotras seguimos insistiendo en asignar las culpas del crash de 2008, ¿por queÌ no censurar la naturaleza humana? Seguramente una introspeccioÌn honesta nos revelariÌa a todas y cada una de nosotras un lado oscuro culpable. El uÌnico pecado que confesoÌ Wall Street es haber proyectado ese lado oscuro sobre una pantalla maÌs grande.
4. OriÌgenes culturales
En septiembre de 2008, los europeos miraban con condescendencia hacia el otro lado del charco, sacudiendo la cabeza con la interesada conviccioÌn de que los anglo-celtas, finalmente, estaban recibiendo su merecido. Tras anÌos y anÌos de sermones sobre la superioridad del modelo anglo-ceÌltico, sobre las ventajas de los mercados laborales flexibles, sobre lo idiota que era pensar que Europa podriÌa mantener una generosa red de bienestar social en la era de la globalizacioÌn, sobre las maravillas de una cultura emprendedora agresivamente atomizada, sobre la brujeriÌa de Wall Street y sobre la brillantez de la City de Londres posterior al Big-Bang, las noticias del crash, sus senÌales y avisos mientras se transmitiÌan por todo el mundo, llenaron el corazoÌn europeo de una mezcla de Schadenfreude (14) y temor.
Desde luego, no pasoÌ mucho tiempo antes de que la crisis migrara a Europa, metamorfoseaÌndose en el proceso en algo mucho peor y maÌs amenazante de lo que los europeos podiÌan haber llegado a anticipar. No obstante, la mayoriÌa de los europeos siguen convencidos de las raiÌces culturales anglo-ceÌlticas del crash. Culpan a la fascinacioÌn que sienten los pueblos angloparlantes por la nocioÌn de la propiedad de la vivienda a toda cosa. Tienen dificultades para introducir en sus mentes un modelo econoÌmico que genera ridiÌculos precios inmobiliarios al estigmatizar a quienes alquilan vivienda en lugar de comprar (por estar subyugados a sus caseros) mientras enaltecen a los falsos propietarios (que estaÌn auÌn maÌs endeudados con los banqueros).
Europa y Asia por igual vieron el obsceno tamanÌo relativo del sector financiero anglo-ceÌltico, que habiÌa estado creciendo durante deÌcadas a expensas de la industria, y se convencieron de que el capitalismo global estaba en poder de lunaÌticos. AsiÌ que cuando la debacle empezoÌ precisamente en esos lugares (EEUU, Gran BretanÌa, Irlanda, el mercado inmobiliario y Wall Street), no pudieron evitar sentirse reafirmadas. Mientras el sentido europeo de reafirmacioÌn recibioÌ el salvaje golpe de la consiguiente crisis del euro, Asia auÌn puede permitirse una gran dosis de condescendencia. De hecho, en gran parte de Asia se alude al crash de 2008 y sus secuelas como «la Crisis del AtlaÌntico Norte».
5. La teoriÌa toÌxica
En 1997, Robert Merton y Myron Scholes recibieron el premio Nobel de EconomiÌa por desarrollar «una foÌrmula pionera para la tasacioÌn de opciones financieras». «Su metodologiÌa», pregonaba la nota de prensa del comiteÌ del premio, «ha abierto el camino para las tasaciones econoÌmicas en muchas aÌreas. TambieÌn ha generado nuevos tipos de instrumentos financieros y ha facilitado una gestioÌn de riesgos maÌs eficiente en la sociedad.» Ay, si el desafortunado comiteÌ del Nobel hubiese sabido que, en un par de breves meses, la muy alabada «foÌrmula pionera» causariÌa una espectacular debacle de cientos de miles de millones de doÌlares, el colapso de un importante fondo de inversioÌn libre (el infame LTCM, en el que Merton y Scholes habiÌan invertido todo su prestigio) y, naturalmente, un rescate por parte de las siempre serviciales contribuyentes estadounidenses.
La auteÌntica causa de la quiebra de LTCM, que fue un mero ensayo de la debacle mayor que supondriÌa el crash de 2008, fue bastante simple: inmensas inversiones se apoyaban en la indemostrable premisa de que se puede calcular la probabilidad de las acontecimientos que el propio modelo desestima no soÌlo como improbables, sino, de hecho, como inteorizables. Adoptar una premisa loÌgicamente incoherente en las teoriÌas propias ya es bastante malo. Pero jugarse la fortuna del capitalismo mundial basaÌndose en semejante premisa bordea lo criminal. En- tonces, ¿coÌmo lograron los economistas que colase? ¿CoÌmo convencieron al mundo y al comiteÌ del Nobel de que podiÌan calcular la probabilidad de acontecimientos (tales como una sucesioÌn de impagos) que su propio modelo presumiÌa que eran incalculables?
La respuesta reside maÌs en el campo de la psicologiÌa de masas que en la propia economiÌa: los economistas pusieron una nueva etiqueta a la ignorancia y la comercializaron como una forma de conocimiento provisional. DespueÌs los financieros construyeron nuevas formas de deuda sobre esa ignorancia reetiquetada y levantaron piraÌmides sobre la premisa de que el riesgo se habiÌa eliminado. Cuantos maÌs inversores eran convencidos, maÌs dinero haciÌan todos los implicados y mejor era la posicioÌn de los economistas para acallar a cualquiera que se atreviese a poner en duda sus premisas subyacentes. De esta manera, las finanzas toÌxicas y la teorizacioÌn econoÌmica toÌxica se convirtieron en procesos que se reforzaban mutuamente.
Mientras los Mertons del mundo financiero se dedicaban a recoger premios Nobel y acumular fabulosos beneficios al mismo tiempo, aquellos de sus colegas que permaneciÌan en los grandes departamentos de economiÌa estaban cambiando el «paradigma» de la teoriÌa econoÌmica. Si un tiempo atraÌs, los economistas destacados se dedicaban al asunto de dar explicaciones, la nueva tendencia era reetiquetar. Copiando la estrategia de los financieros de disfrazar la ignorancia como conocimiento provisional y la incertidumbre como riesgo sin riesgo, los economistas renombraron el desempleo inexplicado (por ejemplo, una tasa observada del 5% que se resistiÌa a cambiar) como la tasa natural de desempleo. Lo bueno de la nueva etiqueta era que, de repente, el desempleo pareciÌa natural y, por tanto, ya no necesitaba explicacioÌn.
En este punto, merece la pena ahondar un poco maÌs en el elaborado timo de los economistas: cada vez que eran incapaces de explicar las desviaciones observadas en la conducta humana a partir de sus predicciones, a) etiquetaban tal comportamiento como «desequilibrio» y despueÌs, b) presuponiÌan que eÌste era aleatorio y lo incluiÌan en su modelo como tal. En tanto las «desviaciones» fuesen acalladas, los modelos funcionaban y los financieros conseguiÌan beneficios. Pero cuando cundioÌ la desazoÌn y comenzoÌ el paÌnico en el sistema financiero, quedoÌ demostrado que las «desviaciones» eran de todo menos aleatorias. Naturalmente, los modelos se vinieron abajo, junto con los mercados que habiÌan ayudado a crear.
Cualquiera que investigue sin prejuicios estos episodios debe, dicen, concluir que las teoriÌas econoÌmicas que dominaron el pensamiento de personas influyentes (en el sector bancario, los fondos de cobertura, la Reserva Federal, el Banco Central Europeo... en todas partes) no eran maÌs que formas levemente veladas de fraude intelectual, que proporcionaban las hojas de parra «cientiÌficas» tras las cuales Wall Street intentaba esconder la verdad acerca de sus «innovaciones financieras». Se presentaban con nombres impresionantes, como HipoÌtesis del Mercado Eficiente (HME), TeoriÌa de las Expectativas Racionales (TER) y TeoriÌa del Ciclo EconoÌmico Real (TCER). En realidad, no eran maÌs que teoriÌas muy bien empaquetadas cuya complejidad matemaÌtica logroÌ ocultar su debilidad durante demasiado tiempo.
Tres teoriÌas toÌxicas que apuntalaron el pensamiento del establishment hasta 2008
HME: Nadie puede hacer dinero sistemaÌticamente dudando del mercado. ¿Por queÌ? Porque los mercados financieros se las ingenian para asegurarse de que los precios actuales revelen toda la informacioÌn privada que hay. Algunos agentes de los mercados reaccionan exageradamente ante la nueva informacioÌn, otros reaccionan con pasividad. Por lo tanto, incluso cuando todos se equivocan, el mercado acierta. ¡Pura teoriÌa panglossiana! (15)
TER: Nadie deberiÌa esperar que ninguna teoriÌa sobre las acciones humanas haga predicciones acertadas a largo plazo si la teoriÌa presupone que los humanos la malinterpretan por sistema o la ignoran totalmente. Por ejemplo, imaginemos que una brillante matemaÌtica desarrollase una teoriÌa para farolear en el poÌquer y nos instruyera en su uso. La uÌnica forma de que funcionase para nosotras seriÌa si nuestras oponentes no tuviesen acceso a la teoriÌa o la malinterpretaran. Porque si nuestras oponentes tambieÌn conociesen la teoriÌa, todas podriÌan usarla para averiguar cuaÌndo vamos de farol, frustrando asiÌ el propoÌsito del farol. Al final, la abandonariÌamos y ellas hariÌan lo mismo. La TER da por sentado que tales teoriÌas no pueden predecir bien el comportamiento porque la gente se daraÌ cuenta y, con el tiempo, infringiraÌ sus mandatos y predicciones.
No cabe duda de que esto suena radicalmente antipaternalista. Presupone que la sociedad no puede recibir muchas aclaraciones de teoÌricos que creen conocer sus comportamientos mejor que Fulano y Mengano. Pero la puntilla viene al final: para que la TER se sostenga, tiene que ser cierto que los errores de la gente (cuando predice alguna variable econoÌmica, como la inflacioÌn, los precios del trigo, el precio de un derivado financiero o de una accioÌn) siempre tienen que ser aleatorios, es decir, sin un patroÌn, sin correlacioÌn, sin teorizacioÌn posible. SoÌlo se necesita reflexionar un momento para ver que la adhesioÌn a la TER, especialmente cuando se asocia con la HME, es equivalente a no esperar nunca recesiones, por no mencionar las crisis. AsiÌ que, ¿coÌmo responde un creyente de la HME y la TER cuando sus ojos y oiÌdos le gritan a su cerebro: «¡recesioÌn, quiebra, colapso!»? La respuesta es dirigieÌndose a la TCER en busca de una explicacioÌn reconfortante.
TCRN: Tomando la HEM y la TER como punto de partida, esta teoriÌa describe el capitalismo como una Gaia perfectamente ajustada. Sin interferencias, permaneceraÌ en equilibrio y nunca sufriraÌ una contraccioÌn (como la de 2008). Sin embargo, bien podriÌa ser «atacada» por alguÌn shock «exoÌgeno» (proveniente de alguÌn Estado entrometido, una caprichosa Reserva Federal, los abyectos sindicatos, productores de petroÌleo aÌrabes, extranjeros, etc.), a la que debe responder y adaptarse. Como una benevolente Gaia que reaccionase al impacto de un inmenso meteorito, el capitalismo responde con eficiencia a las sacudidas exoÌgenas. QuizaÌ le lleve un tiempo absorber el golpe, y puede que haya muchas viÌctimas en el proceso, pero, con todo, la mejor manera de gestionar las crisis es dejar que el capitalismo lidie con ellas sin ser sometido a maÌs choques administrados por las egoiÌstas autoridades estatales y sus companÌeras de viaje (que fingen defender el bien comuÌn para promover sus propios intereses).
En resumen, los derivados financieros toÌxicos fueron apuntalados por la teoriÌa economiÌa toÌxica, que, a su vez, no eran maÌs que delirios interesados en busca de una justificacioÌn teoÌrica; tratados fundamentalistas que soÌlo reconociÌan los hechos cuando eÌstos acomodaban las demandas de la fe lucrativa. A pesar de sus altisonantes etiquetas y su apariencia teÌcnica, los modelos econoÌmicos eran simples versiones matemaÌticas de la enternecedora supersticioÌn de que los mercados saben queÌ es mejor, tanto en tiempos de tranquilidad, como en periÌodos tumultuosos.
6. Fallo sisteÌmico
¿Y si no se pudiese culpar del crash ni a la naturaleza humana ni a la teoriÌa econoÌmica? ¿Y si resulta que se debioÌ a que los banqueros fuesen codiciosos (aunque la mayoriÌa lo sean) o a que hicieran uso de teoriÌas toÌxicas (aunque sin duda lo hicieron), sino a que el capitalismo fue presa de una trampa creada por eÌl mismo? ¿Y si el capitalismo no es un sistema «natural» sino, maÌs bien, un sistema particular propenso al fallo sisteÌmico?
La izquierda, con Marx como su profeta original, siempre ha advertido que, como sistema, el capitalismo se esfuerza por convertirnos en autoÌmatas y por convertir nuestra sociedad de mercado en una distopiÌa al estilo de Matrix. Pero cuanto maÌs se acerca a alcanzar su objetivo, maÌs se aproxima al momento de su propia ruina, de forma muy parecida al miÌtico IÌcaro. DespueÌs, tras el crash (y a diferencia de IÌcaro), se levanta del suelo, se sacude el polvo y vuelve a embarcarse en la misma ruta una y otra vez.
En esta explicacioÌn final de mi lista, parece como si nuestras sociedades capitalistas hubiesen sido disenÌadas para generar crisis perioÌdicas, que empeoran cada vez maÌs cuanto maÌs alejan el trabajo humano del proceso de produccioÌn y el pensamiento criÌtico del debate puÌblico. A quienes culpan a la avaricia, la codicia y el egoiÌsmo humanos, Marx les replicaba que estaÌn siguiendo un buen instinto, pero estaÌn mirando en el lugar equivocado; que el secreto del capitalismo es su tendencia a la contradiccioÌn, su capacidad para producir al tiempo riqueza masiva y pobreza insoportable, magniÌficas nuevas libertades y las peores formas de esclavitud, resplandecientes esclavos mecaÌnicos y trabajo humano depravado.
La voluntad humana, en esta lectura, puede resultar oscura y misteriosa; pero, en la Edad del Capital, se ha convertido maÌs en un derivado que en una fuerza motriz. Pues es el capital el que ha usurpado el papel de la fuerza primaria que da forma a nuestro mundo, incluida nuestra voluntad. El impulso autorreferencial del capital se burla de la voluntad humana, del empresariado y de la clase trabajadora por igual. Pese a ser inanimado e inconsciente, el capital –abreviatura de maÌquinas, dinero, derivados titularizados y toda forma de riqueza cristalizada– evoluciona raÌpidamente como si funcionase por siÌ mismo, usando agentes humanos (banqueros, jefes y mano de obra en igual medida) como peones de su propio juego.
De manera similar a nuestro subconsciente, el capital tambieÌn implanta ilusiones en nuestras mentes, por encima de todas, la ilusioÌn de que, al servirle, nos hacemos valiosas, excepcionales, potentes. Nos enorgullecemos de nuestra relacioÌn con eÌl (ya sea como financieros que «crean» millones en un solo diÌa, ya como empresarias de las que dependen multitud de familias trabajadoras, o como trabajadoras que disfrutan de un acceso privilegiado a una brillante maquinaria o a ridiÌculos servicios fuera del alcance de emigrantes ilegales), cerrando los ojos al traÌgico hecho de que es el capital el que, en efecto, es duenÌo de todas nosotras, y que somos nosotras quienes lo servimos a eÌl.
El filoÌsofo alemaÌn Schopenhauer nos reprendioÌ a nosotras, las humanas modernas, por enganÌarnos creyendo que nuestras creencias y acciones estaÌn sometidas a nuestra conciencia. Nietzsche coincidioÌ con eÌl al sugerir que todas las cosas en las que creemos, en cualquier momento dado, no reflejan maÌs verdad que la del poder de otro sobre nosotras. Marx metioÌ a la economiÌa en la estampa, reprendieÌndonos por ignorar la realidad de que nuestros pensamientos han sido secuestrados por el capital y su ansia acumuladora. Por supuesto, aunque sigue su propia y feÌrrea loÌgica, el capital evoluciona inconscientemente. Nadie disenÌoÌ el capitalismo y nadie puede civilizarlo ahora que va a toda maÌquina.
Tras evolucionar sencillamente, sin consentimiento de nadie, nos liberoÌ raÌpidamente de formas maÌs primitivas de organizacioÌn social y econoÌmica. GeneroÌ maÌquinas e instrumentos (materiales y financieros) que nos permitieron apoderarnos del planeta. Nos permitioÌ imaginar un futuro sin pobreza, donde nuestras vidas ya no estaÌn a merced de una naturaleza hostil. Pero, al mismo tiempo, al igual que la naturaleza produjo a Mozart y al sida usando el mismo mecanismo indiscriminado, tambieÌn el capital produjo fuerzas catastroÌficas con tendencia a provocar discordia, desigualdad, guerra a escala industrial, degradacioÌn ambiental y, por supuesto, crisis financieras. De un tiroÌn, generaba –sin ton ni son– riqueza y crisis, desarrollo y privacioÌn, progreso y atraso.
¿PodriÌa ser entonces que el crash de 2008 no fuese maÌs que nuestra oportunidad perioÌdica para darnos cuenta de hasta doÌnde hemos permitido que nuestra voluntad esteÌ subyugada al capital? ¿Acaso fue una sacudida que debiÌa despertarnos a la realidad de que el capital se ha convertido en una «fuerza a la que debemos someternos», en un poder que desarrolla «una energiÌa cosmopolita, universal que quiebra cualquier liÌmite y cualquier viÌnculo y se presenta como la uÌnica poliÌtica, la uÌnica universalidad, el uÌnico liÌmite y el uÌnico viÌnculo»? (16)