El Corte Inglés ha sido el retrato de una época de España. Aquella que salió rota de la Guerra Civil, que inauguró con sangre y fuego el régimen de Franco; una época en la que estos grandes almacenes evolucionaron mano a mano con la sociedad y las instituciones españolas.
Tras la muerte en 2014 de su presidente, Isidoro Álvarez, la compañía atraviesa una tormenta perfecta entre la guerra por el control del poder por parte de las familias herederas y el empuje de los gigantes tecnológicos que han volado las reglas del comercio tradicional.
Fue pequeño mientras España era minúscula, creció por el empuje de un indiano que ayudó a un primo suyo, también indiano, en una España en la que, ante la ausencia de institucionalidad asistencial, el colchón familiar era fundamental: igual que lo está siendo 80 años después por los efectos de la crisis.
Empezó a brillar en los sesenta, cuando el sol iluminaba la apertura al turismo, a ese desarrollismo de los expertos económicos del Opus de los que quiso rodearse Franco en el Gobierno, que pretendían una España de propietarios más de que proletarios y que prendieron la mecha de la burbuja inmobiliaria y de los 600 desfilando por las carreteras.
Eran tiempos en los que las rebajas, también llamadas saldos en aquellos días, eran un acontecimiento, y en los que Galerías Preciados –comercio que introdujo en el país el concepto de las rebajas– y El Corte Inglés representaban una España aspiracional: allí lo tenías todo y lo encontrabas todo al alcance de una letra para pagar a plazos.
España miraba por el retrovisor del 600, la autarquía y empezaba a entrar de lleno en el capitalismo familiar, con las Matildes de Telefónica bajo del brazo.
El Corte Inglés y Galerías Preciados revolucionaron el comercio en España, sobre todo a partir de los sesenta: además de las rebajas, invirtieron en publicidad –aprendida en Cuba, adonde habían viajado Pepín Fernández y Ramón Areces–; introdujeron las tarjetas de compra propias; el aire acondicionado; la estructura por departamentos repartidos en plantas; y el escaparatismo a gran escala. El Corte Inglés acabó devorando a su competencia –absorbió Galerías Preciados en 1995– y mató a la matriz de donde nació.
Para entonces, los grandes almacenes ya eran capaces de decretar las estaciones del año –ya es primavera en El Corte Inglés; ya es Navidad en El Corte Ingles–; y de convertir eslóganes publicitarios en lemas de un tiempo histórico: “Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero”.
El Corte Inglés sigue dando los buenos días cada día en las principales emisoras de radio de España; y cuando llega una huelga feminista como el 8M una de las voces que se echaron de menos fue la de Rosa Márquez, la mujer que pone voz a El Corte Inglés cada mañana en la Cadena SER.
Esa omnipresencia, que ha ido en retroceso desde la última década por la crisis económica y las posibilidades abiertas por las nuevas tecnologías y el comercio electrónico, ha sido también termómetro del éxito de la principal huelga desde la reinstauración democrática: la del 14D de 1988, al año siguiente de haber sufrido uno de los atentados más trágicos de ETA, el de Hipercor de Barcelona en 1987, con 21 muertos.
Entonces, el 14D, cerró todo; incluso algunos centros de El Corte Inglés. Y si fue así no ocurrió por la presión laboral de los sindicatos internos, más bien próximos a la dirección de la empresa.
El Corte Inglés, como buena empresa que ha crecido y se ha desarrollado bajo el franquismo, lo hizo a imagen y semejanza del régimen: paternalista, corporativo, familiar. Familiar, en su estructura de poder –de un tío, César Rodríguez, a un sobrino, Ramón Areces; y de ahí a otro sobrino, Isidoro Álvarez; quien cede el testigo a otro sobrino, Dimas Gimeno–; corporativo en su funcionamiento interno: quien trabaja en El Corte Inglés puede vivir perfectamente sin sacar el dinero de la casa, Isidoro Álvarez tenía fama de pasearse de incógnito por los centros para confirmar su correcto funcionamiento; y paternalista: ni Fetico ni Fasga se han caracterizado por una posición sindical de clase en El Corte Inglés, que supo transmitir que trabajar en sus centros estaba lleno de ventajas –descuentos y pluses– gracias, también, a que durante lustros ha sido el principal anunciante en los medios de comunicación.
Esa posición preponderante en los medios unido a la opacidad financiera de una empresa que no cotiza en Bolsa y a la benevolencia de los sindicatos internos logró que El Corte Inglés pareciera un oasis.
Hasta tal punto ha estado presente en las vidas de los españoles, que la periodista Maruja Torres suele decir que Adolfo Suárez, cuando fue elegido presidente del Gobierno, le recordaba a un “dependiente de El Corte Inglés”. Y se ha conservado mejor en la memoria de los españoles la actuación de la selección de fútbol en los anuncios de Emidio Tucci de El Corte Inglés de 1982 que en los partidos del Mundial de España.
Si a Maruja Torres el presidente Suárez le recordaba a un dependiente de El Corte Inglés de la época –un joven repeinado y trajeado–, El Corte Inglés cuando se ha mirado al espejo a menudo se ha visto como una suerte de UCD, como aquella generación que creció y medró al calor del franquismo y entró de lleno en la democracia arrastrando valores y elementos culturales del régimen –el uniforme de hombre y mujer; las publicidades heteronormativas, la preponderancia del paternalismo en las relaciones laborales; las listas de bodas, bautizos y comuniones–; como una institución preexistente con ambición de prevalecer.
Pero El Corte Inglés como un comercio omnicomprensivo, como una suerte de Amazon hecho realidad físicamente, se pega de bruces con una sociedad que también ha cambiado. Y que elige entre Mercadona, Ahorra Más, DIA, Carrefour y Lidl o el mercado del barrio, mientras que el Hipercor no le pilla a mano de casa ni del bolsillo; y que compra mucho por internet o en tiendas específicas o especializadas.
Una sociedad que incluso está perdiendo la costumbre de pasar por Cortylandia cada Navidad, como se hizo en una época en la que esa rutina estaba al nivel de los turrones, las uvas y la lotería.