Theranos: cómo una joven emprendedora engañó a decenas de ricos con su “iPhone de la sangre”

Elizabeth Holmes idolatra a Steve Jobs. Cuando su empresa aún no llenaba portadas de prensa, en el armario de esta joven emprendedora ya había 150 jerséis negros de cuello vuelto que le permitían no pensar demasiado en qué ponerse cada día y centrar todos sus esfuerzos en trabajar. Para mantenerse despierta comía granos de café recubiertos de chocolate; para parecer más seria y adulta en un mundillo dominado por hombres, agravaba su voz.

Holmes tenía solo 19 años cuando fundó Theranos y 20 cuando abandonó la Universidad, porque empezó ingeniería química en Standford pero nunca la terminó. Con 34, tras catorce años liderando una compañía que llegó a tener 800 empleados y a recaudar 1.400 millones de dólares de inversión, viajó hasta la madre de todas las fiestas: el festival Burning Man, en el desierto de Nevada. Era la última semana de agosto de 2018 y allí estaba Holmes de juerga, mientras a 600 kilómetros, en California, Theranos terminaba de desmantelarse, despedía a los pocos trabajadores que quedaban y echaba el cierre.

Por aquel entonces, la joven ya había sido acusada por el regulador estadounidense (la SEC) de fraude masivo, multada con medio millón de euros y excluida de dirigir cualquier empresa cotizada durante los siguientes diez años. Su expareja y expresidente de la compañía, el pakistaní Ramesh “Sunny” Balwani, también. Theranos se había vendido durante años como la revolución de los análisis de sangre: las agujas de extracción, decía, eran una auténtica “tortura medieval”, así que proponía una tecnología basada en recoger unas gotas con un pequeño pinchazo en el dedo y analizarlo en el momento en una máquina ad-hoc.

La primera versión de esa máquina se llamó Edison; la segunda, miniLab. Internamente, el miniLab también era conocido como el “4S” — igual que uno de los iPhones de Jobs.

Theranos llegó a estar valorada en 9.000 millones de dólares, pero se vino abajo rápido cuando se descubrió que todo era un engaño. Una serie de acontecimientos llevaron al periodista de The Wall Street Journal John Carreyrou a indagar sobre la realidad de Theranos, que se resumía en tres actos ocurridos tras el telón: a) la mayoría de muestras se analizaban en máquinas tradicionales, disponibles en el mercado, de empresas como Siemens; b) no era posible hacerlos con “unas gotas” de sangre y había que diluirla, y c) los análisis con sangre diluida tenían una alta probabilidad de error.

Algunos doctores desconfiaban. Una antigua empleada escribió a las autoridades sanitarias estadounidenses para denunciarlo. El primer artículo de Carreyrou, una demoledora investigación publicada bajo el discreto titular “Las dificultades de una empresa respetada” fue el comienzo de la bola de nieve que llevó a las acusaciones de fraude, al fin de la fiesta, a la actual investigación de un juzgado de California y a varios productos culturales sobre el caso llegados en los últimos meses a España.

Carreyrou publica ahora con Capitán Swing la versión en español de su libro, Mala sangre: secretos y mentiras de una startup en Silicon Valley, y HBO estrenó en marzo La inventora, un documental menos detallado y excesivamente centrado en la personalidad y figura de Holmes. Mientras tanto, Jennifer Lawrence prepara una película (Bad Blood). También hay un podcast: The Dropout, en inglés.

Los que picaron

¿Fue Theranos una anomalía en Silicon Valley o solo un ejemplo extremo de su imperante cultura 'startup', basada en glorificar a jóvenes que dejan sus estudios para montar empresas (Mark Zuckerberg de Facebook, Evan Spiegel de Snapchat o Jack Dorsey de Twitter) y practican el “finge hasta que lo consigas” hasta que o bien lo consiguen o bien se pegan un batacazo? Hay un poco de las dos.

Por un lado, escribe Carreyrou, “me resultaba difícil de creer que una persona que había abandonado la universidad, con solo dos semestres de cursos de ingeniería química en su haber, pudiera ser una pionera en ciencia avanzada. Claro, Mark Zuckerberg había aprendido a programar en el ordenador de su padre cuando tenía diez años, pero la medicina era diferente: no es algo que se pueda aprender por tu cuenta en el sótano de tu casa. Se necesitan años de instrucción formal y décadas de investigación para añadir valor. Por eso es por lo que muchos premios Nobel de Medicina tienen más de sesenta años cuando se reconocen sus logros”.

Theranos entraba en un terreno más delicado que el de una simple app —aunque con el tiempo se haya demostrado que los efectos de Facebook o Twitter, que fomentan el discurso del odio y son un nido de información falsa, también pueden ser perversos— ofreciendo diagnósticos de salud a pacientes. Pero por otro lado, el ascenso de su fundadora está plagado de los elementos clásicos que rodean al 90% de las startups.

Empecemos por los inversores, los primeros que arriesgaron su dinero y creyeron en Holmes. “Para recaudar el dinero que necesitaba”, escribe el periodista en su libro, “Elizabeth aprovechó sus conexiones familiares. Convenció a Tim Draper, padre de su amiga de la infancia y antigua vecina, Jese Draper, para que invirtiera un millón de dólares. El nombre de Draper tenía mucho peso y ayudó a darle cierta credibilidad a Elizabeth: el abuelo de Tim había fundado la primera firma de capital riesgo a finales de los años cincuenta y la propia empresa de Tim, DFJ, era conocida por sus lucrativas inversiones en compañías como Hotmail. Otra conexión de la familia que aprovechó fue Victor Palmieri, viejo amigo de su padre. Los dos se conocieron a finales de los setenta cuando Chris Holmes trabajaba en el Departamento de Estado y Palmieri ejercía como embajador general para asuntos de los refugiados”.

Punto uno: Holmes pudo poner en marcha su empresa porque amigos de su familia le dieron dinero. Porque venía bien conectada de casa, como tantos emprendedores. Aunque hubo fondos que ya entonces desconfiaron y no invirtieron —la firma de tecnología médica MedVenture Associates— la joven levantó seis millones de dólares al año de empezar. De algún modo, el respaldo de Tim Draper (hijo a su vez de inversores y altos cargos gubernamentales), un señor que no solo había invertido en Hotmail, sino también en grandes éxitos como Skype o Baidu, aumentaba su caché.

La ristra de ricos que metieron dinero es alargada: la secretaria de educación Betsy DeVos puso cien millones, los fundadores de Walmart otros 150 millones, el magnate de los medios Rupert Murdoch 125 más y el multimillonario mexicano Carlos Slim, 30. En sus quince años de vida, Theranos recaudó financiación de 16 fondos diferentes.

No era la única, claro: hacia 2010 las valoraciones de Twitter, Facebook y otras compañías del Valle estaban ya por las nubes y todos los inversores querían descubrir al “próximo Google”. En el caso de Theranos, todos perdieron su dinero.

A estos inversores se unieron más tarde grandes compañías “antiguas y establecidas, que buscaban sacar partido a la innovación del Valle para rejuvenecer empresas golpeadas por la recesión”. Entre estas, se encontraba un miembro del equipo de innovación de Walgreens, la segunda cadena farmacéutica más grande de Estados Unidos, con tiendas por todo el país. Walgreens llegó a un acuerdo con Theranos para instalar sus dispositivos en tiendas y sacar sangre a los clientes. Uno de los encargados de supervisar el acuerdo tenía serias dudas sobre la fiabilidad de las máquinas de Theranos. Y lo hizo saber. Pero los responsables de Walgreens expresaron su miedo: un miedo que tiene nombre propio, se llama FOMO (fear of missing out = miedo a perderse algo) y es el que tiene la gente cuando ve en redes fotos de fiestas a las que no ha sido invitado o el que tienen los inversores cuando creen que si no firman con una startup se quedan atrás.

Como dijo uno de los jefes de Walgreens: “no podemos arriesgarnos a la posibilidad de que CVS [la competencia] firme un acuerdo con Theranos en seis meses y termine siendo real”.

Punto dos: la compañía se aprovechó del FOMO de los que manejaban la pasta, como hacen muchas startups.

Las portadas de Fortune y Forbes

Theranos permaneció fuera del radar de la prensa hasta 2014, cuando desde su despacho de abogados le vendieron la historia a un periodista de la revista Fortune, que se la tragó.

“Era como escribir sobre Apple o Google en sus primeros tiempos, antes de que se convirtieran en iconos de Silicon Valley y entraran en la conciencia colectiva”, cuenta el libro. Al periodista, Holmes le pareció “inteligente y atractiva”. Le dio la exclusiva de todo el dinero que llevaba recaudado hasta la fecha (400 millones). Le permitió entrevistar a otros miembros de la junta, en los que confió como fuentes científicas de peso. Dejó que le hicieran fotos. Cuando el artículo se publicó en portada, Elizabeth se convirtió en una estrella. Salió en Forbes, la revista Time la nombró como una de las personas más influyentes del mundo, Obama la hizo embajadora de los Estados Unidos para el emprendimiento global y la Facultad de Medicina de Harvard la invitó a unirse a su consejo de miembros.

Este salto a la fama también hay que entenderlo en su contexto. Como recuerda Carreyrou, “la repentina fama de Elizabeth no era del todo suya. Su aparición se aprovechó del hambre del público por ver a una empresaria en un mundo tecnológico dominado por hombres. Mujeres como Marissa Mayer, de Yahoo, y Sheryl Sandberg, de Facebook, habían alcanzado cierto reconocimiento en Silicon Valley, pero no habían creado sus propias empresas desde cero. En Elizabeth Holmes, el Valle tuvo su primera mujer multimillonaria fundadora en el ámbito tecnológico”.

Punto tres: Theranos pasó por el mismo reloj mediático que muchas startups, con la novedad de que su fundadora era mujer. Al principio no le importaba a nadie, más tarde se convirtió en la compañía 'más caliente' del Valle y finalmente una investigación periodística sacó sus trapos sucios (con la diferencia de que esta vez la fundadora va a pagar por sus mentiras, mientras que otros como Zuckerberg siguen ahí).

El propio Carreyrou tuvo alguna duda, puesto que mientras investigaba a la empresa se dio cuenta de que su periódico la había encumbrado previamente en la sección de opinión. Holmes también trató de aprovecharse de que el dueño del Wall Street Journal era Murdoch, uno de sus inversores, e impedir que saliera el artículo. Pero Murdoch dijo que confiaba en el criterio de los periodistas y no lo paró.

Los que cantaron

Otra que se subió al carro de Theranos fue la revista New Yorker, que publicó un largo perfil de Holmes. “En muchos sentidos, era solo una versión más larga de la historia de Fortune que le había hecho saltar a la fama seis meses atrás. La diferencia es que esta vez lo leyó alguien con conocimientos acerca de las analíticas e inmediatamente dudó”, cuenta Carreyrou.

Ese alguien era el patólogo y bloguero Adam Clapper, al que le saltaron las alarmas cuando vio citado un estudio de una revista médica poco prestigiosa. Clapper escribió un post que más tarde encontró Richard Fuisz, un registrador profesional de patentes contra el que Theranos llevaba años litigando. Además de estar agotado por las agresivas y cuestionables técnicas que empleaban los abogados de la empresa, Fuisz sospechaba de su tecnología. No solo contactó con el bloguero: también con el antiguo director de laboratorio de Theranos, Alan Beam. Beam le confirmó sus sospechas —“Theranos está poniendo a la gente en peligro”— y Fuisz se encargó de conectarle con Clapper, que a su vez contactó al periodista del Wall Street Journal. Así empezó la investigación.

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En ella fueron clave dos personas, dos antiguos empleados de Theranos que se sintieron en la obligación moral de colaborar: Erika Cheung, que fue la que denunció las prácticas de Theranos ante las autoridades sanitarias, y Tyler Schultz. Ambos, jóvenes científicos, pasaron información a Carreyrou.

El serial del Wall Street Journal se extendió varios meses. Para el libro, publicado meses después, el periodista habló con 150 personas, incluidos 60 empleados de Theranos. Juntos, sus testimonios montan un relato cabal sobre la paranoica cultura que había dentro de la empresa, donde la seguridad era extrema (Holmes y el presidente, Sunny, estaban obsesionados con que algo de lo que hacían pudiera salir al exterior y llegar a la competencia), la rotación de empleados constante (o los despedían o se largaban porque no aguantaban más) y el “trabajo duro” una máxima. Holmes y Sunny se cabreaban si alguien no hacía más horas de las que le correspondían. Al mismo tiempo, hacían creer a sus empleados que trabajar en Theranos era poco menos que formar parte de una religión. Muestras de todo esto son:

A) Las citas inspiradoras que Elizabeth ponía por la oficina, primero en marcos y más tarde pintadas en negro sobre las paredes blancas. “De lejos, el mejor premio que la vida tiene que ofrecer es la oportunidad de trabajar duro en un trabajo que vale la pena” (Roosvelt). “Hazlo o no lo hagas. Pero no lo intentes” (Yoda).

B) La reacción de ambos cuando una de las químicas dimitió porque no le parecía ético poner en todas las tiendas de Walgreens un dispositivo que aún daban fallos.

“Al día siguiente [de su dimisión], Elizabeth y Sunny convocaron al personal para mantener una reunión con todo el equipo en la cafetería. Se colocaron en cada silla copias de El Alquimista, la famosa novela de Paulo Coelho sobre un pastor andaluz que encuentra su destino en un viaje a Egipto. Todavía visiblemente enfadada, Elizabeth les dijo a los empleados allí reunidos que estaba creando una religión. Si alguno de ellos no creía en ella, debía irse. Sunny lo expresó sin rodeos: cualquier persona que no estuviese preparada para mostrar una total devoción y una absoluta lealtad a la empresa debía 'irse a la mierda'”.

C) El control sobre las críticas que los empleados hacían en Glassdoor, una especie de Tripadvisor de empresas útil para quienes quieren cambiar de trabajo. Como no era inusual que aparecieran comentarios negativos sobre trabajar en Theranos —uno decía “cómo ganar dinero aquí: mentir a los inversores, mentir a los médicos, pacientes, FDA, gobierno. Cometer actos poco éticos, inmorales y posiblemente ilegales”—, Sunny se encargaba de compensarlos ordenando a recursos humanos que escribiera otros positivos.

Todas estas anécdotas, no son únicas de Theranos, sino que se extienden —cada una con sus matices— a la cultura startup, ya sea en el Valle, en Londres o en cualquier 'hub'. Tal es su nivel de escalada que los 'whistleblowers' originales montaron al salir una fundación de “ética en el emprendimiento” para prevenir “nuevos Theranos”. Entre sus cursos, hay uno sobre tecnología y salud (¿qué riesgos tiene aplicar la metodología 'muévete rápido y rompe cosas' a industrias tan reguladas y con aversión al riesgo?) y otro para pequeños inversores (¿cómo pueden los inversores protegerse de proyectos fraudulentos? ¿Qué signos de peligro deben identificar?).

Una gran bola de humo

“El término vaporware se acuñó a principios de los ochenta para describir el nuevo software o hardware de ordenador que se anunciaba a bombo y platilo y que tardaría años en materializarse, si es que alguna vez lo hacía (...) Esas promesas excesivas se convirtieron en una de las características que definían a Silicon Valley. Al posicionar a Theranos como una empresa tecnológica, Holmes canalizó esa cultura de 'fingirlo hasta lograrlo' e hizo todo lo posible por ocultar la farsa”, concluye Carreyrou en su libro.

En otras palabras: la emprendedora se vino muy arriba con su idea y cuando se dio cuenta de que era inviable era ya tarde. Otro pasaje de la historia describe a la perfección cómo esto de vender humo (o métricas exageradas) a inversores es una tónica habitual en el mundo startup. “Elizabeth le había pedido a Mosley [director financiero] que preparara algunas proyecciones para que ella pudiera mostrar a inversores. El primer conjunto de números no había sido del agrado de la joven, por lo que él los había revisado al alza. Estaba un poco incómodo con las cifras revisadas, pero pensó que se hallaban en el ámbito de lo plausible si la empresa cumplía óptimamente. Además, los capitalistas de riesgo a los que las startups cortejaban para buscar financiación sabían que los fundadores de estas empresas exageraban dichas previsiones. Era parte del juego”.

“Holmes sabía exactamente lo que estaba haciendo y se hallaba decididamente al mando (...) Dejaré a los psicólogos decidir si encaja con el perfil clínico de sociópata, pero no hay duda de que su brújula moral estaba torcida. Estoy bastante seguro de que inicialmente no se propuso defraudar a los inversores y poner en peligro a los pacientes. Pero en su arduo afán por ser el segundo advenimiento de Steve Jobs en medio de la fiebre del oro del boom de los 'unicornios', llegó un momento en que dejó de escuchar buenos consejos y comenzó a coger atajos. Su ambición era voraz y no admitía ninguna interferencia”.

De ser declarados culpables, Holmes y Sunny se enfrentan a penas de prisión de hasta veinte años. Inversores como Tim Draper han defendido una y otra vez que volverían a invertir en Theranos, que ella es una magnífica emprendedora y que el ataque hacia la empresa es similar al que hacen los taxistas contra Uber o los banqueros contra el bitcoin: un ataque hecho por quienes quieren mantener el status quo y están en contra de la innovación. ¡Acabáramos!

Según las últimas informaciones, Holmes se encuentra en su casa con ganas de escribir un libro y colaborar en un documental para contar “su parte de la historia”. Siempre sostuvo que la investigación de Carreyrou fue un ataque despiadado y desinformado contra su persona.