Entrevista

“Ahora fantaseamos con ser funcionarios”: el descontento de una generación que ha desacralizado el trabajo

Marisa se levanta cada mañana para ir a trabajar porque no le queda más remedio. Detesta su trabajo como mando intermedio en una agencia de publicidad. Uno de esos con un enrevesado título en inglés que queda bien en LinkedIn pero cuyo sentido y quehaceres no están del todo claros. A sus 32 años, la protagonista de El descontento (Temas de Hoy) ha conseguido llegar hasta ahí poniendo en práctica (y bordando) lo que denomina como el “juego de las oficinas”. Un dominio de la teatralidad y de los códigos que garantizan la supervivencia en el medio con trucos como fingir que se está muy ocupada siempre o usar extranjerismos para sofisticar tareas simples. Odia su trabajo, pero tiene que pagar facturas y le gustan las cosas bonitas e irse de vacaciones de vez en cuando, así que sigue en la rueda.

El hastío que Beatriz Serrano (Madrid, 1989) vuelca en Marisa es el de una generación que también es la suya. Un descontento laboral que atraviesa a los millennials quemados, golpeados por la doble crisis económica (la de 2008 y la de la pandemia por covid-19) y que, con sueldos más bajos y dificultad para acceder a una vivienda y emanciparse, hace ya tiempo que han dejado de tragarse el discurso meritocrático. No solo se asume que más estudios o más esfuerzo no garantizan el éxito, sino que esa idea de éxito ha cambiado: para muchos, la hiperocupación y el trabajo con amplias responsabilidades ya no son signos de estatus ni algo a lo que aspirar. Triunfar ahora tiene más que ver con un trabajo que termine realmente a la hora que indica el contrato, con jornadas laborales más cortas que dejen tiempo libre para hacer tus cosas y que permita pagar el alquiler sin tener que hacer grandes renuncias para ello. Un trabajo que permita sostener la vida y que no la absorba.

“El trabajo pasó a convertirse en una queja constante, en una conversación central en mi grupo de amigos”, cuenta la autora sobre el germen del libro. “Siempre lo habíamos visto como algo aspiracional y que de hecho nos motivaba. Algo de lo que, en cierta medida, nos sentíamos orgullosos aunque nos pagaran una mierda”. Sentada en un bar madrileño después de una doble jornada ejerciendo primero como redactora en El País y después como podcaster (copresenta Arsénico Caviar, Premio Ondas ex aequo a Mejor pódcast conversacional), Serrano explica la paradoja: “No sabíamos cómo gestionar el hecho de pasar ocho horas –en el mejor de los casos– en un espacio hostil, con gente que a veces es mejor y a veces es peor, y que ese trabajo te quite tantísimo tiempo haciendo algo que luego no te da las herramientas económicas para poder vivir”.

El punto álgido, piensa la periodista, llegó con la pandemia: “Metimos el trabajo en nuestras casas, hasta en la cocina de nuestros hogares y, en muchísimos casos, a horas intempestivas. No se veía tanto esa línea, esa interrupción entre tu vida laboral y tu vida personal. Ahí empecé a pensar en cómo el trabajo nos está drenando cada vez más, cada vez está ocupando más tiempo en nuestras vidas, incluso en esferas donde creemos que no lo ocupa, como pueden ser las esferas digitales, en las que nos sentimos más libres, pero donde también estamos creando una imagen”.

En la novela, Marisa aparece casi únicamente en dos escenarios: la oficina y su casa. Es el juego con el que Serrano aborda una de las tesis que han inspirado su ficción, la del sociólogo estadounidense Erving Goffman, “que en los años 60 lanzó una teoría sobre la socialización humana basada en el teatro”. Lo que decía, explica, “es que nosotros, siempre que salimos de casa, siempre que estamos en círculos sociales, ya sea en el trabajo, con la familia, con nuestros amigos, estamos actuando. Y que solo en nuestra intimidad o solos, en nuestra casa o con nuestra gente mucho más íntima es cuando podemos decir que estamos entre bambalinas”.

Pero con el trabajo “siendo una conversación central, presente en redes sociales y metiéndose en nuestra casa, ¿dónde quedan las bambalinas? ¿Cuándo estamos realmente siendo nosotros mismos si siempre estamos actuando? Y ¿qué sucede cuando esa máscara que nos hemos creado se empieza a romper? Te la quitas y empiezas a decir: qué cojones estoy haciendo, para qué sirve todo esto”.

Siempre habíamos visto el trabajo como algo aspiracional y que de hecho nos motivaba. Algo de lo que, en cierta medida, nos sentíamos orgullosos aunque nos pagaran una mierda

En el libro todo salta por los aires cuando a Marisa, que mantiene a raya su ansiedad con un poco recomendable cóctel a base de orfidales autodosificados, vino y vídeos de animalitos en YouTube, la máscara se le comienza a resquebrajar en un team building organizado por su empresa. Una de esas actividades trampa con las que estas extienden sus tentáculos invitando a socializar a sus trabajadores a base de convivencia forzada fuera del ámbito laboral. “Hacen un batiburrillo para que la gente no sepa si está trabajando o está jugando”.

Además de este idioma propio del trabajo de oficina que Serrano retrata en El descontento, plagado de términos en inglés usados muchas veces como eufemismos para maquillar realidades más duras –aquí no hay despido, sino offboarding, la autora reflexiona sobre cómo esto ha ido más allá. “Hemos adoptado muy rápidamente toda esta filosofía startupera, todos sus códigos, sus formas de comportarse, sus métodos de trabajo y dinámicas dentro de la empresa, como lo de quitar las paredes y que todo sea una oficina. Lo hemos hecho sin darnos cuenta de que Estados Unidos es el país del Uber, del capitalismo, donde no existen las buenas condiciones y el estado de bienestar que puede existir en Europa. Estamos adoptando ideas del mal, muy pro empresa y muy poco en favor de los trabajadores”.

Cómo gestionar el hecho de que el trabajo te quite tantísimo tiempo haciendo algo que luego no te da las herramientas económicas para poder vivir

Un discurso que entre las generaciones más jóvenes dentro del mercado laboral cada vez se adopta menos, a pesar de que en los perfiles de redes conviven las biografías en las que se indica la profesión sacando pecho con stories compartidos de camino al curro mientras suena Abajo el trabajo, de Eddi Circa. Donde se reivindica la no productividad publicando imágenes de la fotogénica portada del ensayo Cómo no hacer nada (Ariel), de Jenny Odell, y se comparten memes que dicen “la ciencia ha demostrado que no vas a heredar la empresa”. Y donde los vídeos de las nuevas influencers de la precariedad laboral, como Carmen Merina (Rayo McQueer) o Clara López, que se ganan el aplauso y los compartidos haciendo gala de cómo no se casan con sus empresas, se acaban monetizando: “¿Que te quedas en la cafetería sin consumir? Me da igual, yo voy a seguir cobrando 5 euros la hora”. 

“Estamos viviendo un poco en esa dicotomía de la identificación [con el trabajo] pero al mismo tiempo entrando en una etapa bastante reflexiva sobre hacia dónde vamos”, dice Beatriz Serrano. “El parón de la pandemia nos obligó a pensar qué queremos hacer con nuestra vida, en qué queremos que no se convierta. En elDiario.es salió un artículo con un titular buenísimo: No tienes 'síndrome de la cabaña', es que no quieres volver a la vida de mierda. Si ya no te da para vivir dignamente, si te compras una botella de aceite y vale 12€, si tienes que compartir piso hasta los 40 años... ¿Qué me importa quedarme en esta empresa o irme a otra? Ya no lo siento como una gran humillación ni como una gran pérdida, que es lo que nos hubiese pasado hace cinco años. Fantaseamos con trabajos de cumplir un horario, salir y no tener que pensar. No fantaseamos con eso de quiero ser periodista de guerra, quiero ser periodista de moda o quiero ser una gran creativa, ahora fantaseamos con ser funcionarios”.