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La blasfemia no debe ser delito

El 1 de marzo de 2006 a las nueve y media de la noche, un hombre colocó un explosivo en un palco del teatro Alfil: una bomba casera con metralla y pólvora, unida a una botella con gasolina. Dejó la mecha encendida para que explotase una hora después, con la sala llena, durante la representación de La revelación, una obra de teatro de Leo Bassi crítica con la religión que había recibido cientos de amenazas por parte de ultras católicos. El atentado falló de pura casualidad: un controlador de la sala vio al hombre escapar y pudo apagar la mecha a tiempo.

Anoche hablé con Leo Bassi sobre aquella bomba. “Es aterrador caminar por una ciudad donde sabes que hay alguien que te quiere matar”, me contó.

El terrorista nunca fue detenido ni tuvo que responder ante la justicia. Leo Bassi, sí. Unos años después, en 2011, el cómico fue imputado por disfrazarse del papa Juan Pablo II y repartir condones en el paraninfo de la Universidad de Valladolid. ¿Su delito? Lean el artículo 525 del Código Penal.

Tras varios meses de proceso judicial, su caso fue archivado. El juez y la Fiscalía consideraron que la libertad de expresión de Leo Bassi estaba por encima de la supuesta ofensa religiosa. “La imitación del Papa de la Iglesia católica no deja de ser una parodia pero sin llegar a contener elementos denigrantes o humillantes por representarlo con un andar escasamente ágil o como una persona de avanzada edad”. “El hecho de no creer en los dogmas de una determinada religión o pensar que no son ciertos y manifestarlo públicamente, entra dentro de la libertad ideológica y de la libertad de expresión, por lo que en sí mismo no entraña ningún comportamiento censurable penalmente”, dice una sentencia que hoy conviene repasar.

Tanto Leo Bassi como Javier Krahe –otro artista procesado por “ofender los sentimientos religiosos”– se libraron de la condena porque triunfó el sentido común. Hace años que apenas se aplica, pero el anacrónico artículo 525 sigue en el Código Penal español, como una herencia del viejo delito de blasfemia. Sigue siendo una espada de Damocles sobre la libertad de expresión que en cualquier momento se podría volver a activar. Es una innecesaria sobreprotección para la religión, sobradamente amparada por el artículo 510 del mismo Código Penal y que ya castiga los discursos de odio y la incitación a la violencia por motivos étnicos, religiosos o por la orientación sexual.

Hoy, cuando toda Europa –hasta el ministro de Interior– defiende que la libertad de expresión es el “corazón de la democracia”, ¿a qué espera el Gobierno para abolir este delito medieval de nuestra legislación? ¿O es que la libertad de expresión solo es sagrada cuando la religión blasfemada no es la nuestra?

El 1 de marzo de 2006 a las nueve y media de la noche, un hombre colocó un explosivo en un palco del teatro Alfil: una bomba casera con metralla y pólvora, unida a una botella con gasolina. Dejó la mecha encendida para que explotase una hora después, con la sala llena, durante la representación de La revelación, una obra de teatro de Leo Bassi crítica con la religión que había recibido cientos de amenazas por parte de ultras católicos. El atentado falló de pura casualidad: un controlador de la sala vio al hombre escapar y pudo apagar la mecha a tiempo.

Anoche hablé con Leo Bassi sobre aquella bomba. “Es aterrador caminar por una ciudad donde sabes que hay alguien que te quiere matar”, me contó.