Por primera vez en la historia democrática española, el Tribunal Constitucional ha paralizado una reforma legal del Parlamento español. Lo ha hecho por la mínima. Seis votos contra cinco. Gracias a la decisión de dos magistrados con el mandato caducado y afectados directamente por este cambio legal, que estaba diseñado para desbloquear un órgano constitucional que la derecha ha usurpado, incumpliendo el mandato de las urnas.
Es algo gravísimo. Y que sitúa a la democracia española fuera de los raíles institucionales por los que ha discurrido hasta hoy.
Pero no ha sido solo un atropello democrático. En realidad han sido tres.
El primero, por la abstención. O más bien por la ausencia de ella.
La ley es bastante clara y el presidente del Tribunal Constitucional, Pedro Gonzalez Trevijano, la debería conocer. Artículo 219 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Una de las razones por las que un juez se debe abstener es por tener “interés directo o indirecto” en la causa sobre la que debe decidir.
Y la primera trampa de la derecha en una jornada negra para la democracia española ha estado ahí: que dos de los magistrados que debían haberse apartado por su propio pie de esta decisión se han negado a hacerlo.
Tanto Pedro González Trevijano como Antonio Narváez estaban obligados a abstenerse. Porque lo que este lunes debatía el Tribunal Constitucional era un asunto que les afecta de forma directa y personal. Tan directa como que se jugaban el puesto y el sueldo.
Dato importante: Trevijano cobra 13.300 euros brutos mensuales como presidente del Constitucional. Narváez, 11.973 euros brutos al mes.
Gracias a la votación de hoy, Trevijano y Narváez seguirán cobrando por más tiempo del Tribunal Constitucional –hasta que los insumisos del CGPJ tengan a bien cumplir con su obligación legal, que probablemente ya no tengan tanta prisa como la semana anterior–. Y si la decisión del Constitucional hubiera sido otra, este mismo viernes, Trevijano y Narváez habrían perdido su puesto y su sueldo. Y los asistentes. Y el coche oficial.
No dudo que ambos magistrados, en su fuero interno, crean que este salario y estas prerrogativas no les afectan en lo más mínimo en su decisión. No dudo incluso de que realmente sea así. Mal iríamos si el precio de un juez del Constitucional español fuera tan bajo. Pero el problema es otro: su apariencia de imparcialidad. Un requisito fundamental que es la razón por la que existen los motivos de abstención: porque no basta con que las decisiones sean justas, también tienen que parecerlo.
El precedente es terrible. A partir de este lunes, según el Tribunal Constitucional, ser juez y parte no es un motivo de abstención.
El segundo atropello democrático fue por la recusación. Por la forma en que se rechazó de plano.
Una explicación previa que roza la más absoluta obviedad: ningún juez se puede juzgar a sí mismo.
Por eso, cuando un afectado presenta una recusación –porque cree que el juez que le toca no es imparcial y está afectado por algunas de las causas legales que le obligan a abstenerse– quien tiene que decidir sobre ella nunca es el juez recusado. Son otros.
En la justicia ordinaria, suele ser el órgano superior. ¿Y en el Tribunal Constitucional? Pues como no existe ningún superior, es el resto del tribunal.
Así se hizo, por ejemplo, con la recusación en 2007 de Pablo Pérez Tremps. Que decidieron los otros magistrados del tribunal. Y donde Pérez Tremps, obviamente, no pudo votar.
Pérez Tremps fue apartado de la sentencia del Estatuto por seis votos contra cinco. Si él hubiera podido decidir sobre su propia recusación el resultado habría sido seis contra seis, y el voto de calidad de la entonces presidenta del tribunal, la progresista María Emilia Casas, habría desempatado la situación a su favor.
Recusar a Pérez Tremps fue clave para que la derecha pudiera tumbar el Estatut catalán. Y eso que en aquella recusación había argumentos muchísimo más débiles que los que hoy afectan a Narváez y Trevijano. Pero entonces a nadie se le ocurrió defender que Pérez Tremps pudiera votar sobre su propia recusación.
Es de cajón. Porque un juez no puede juzgarse a sí mismo.
La trampa que ha utilizado la derecha para saltarse todos los precedentes y que Trevijano y Narváez pudieran votar sobre su propia recusación la adelanté en mi artículo de este domingo. Fue votar otra cosa: no la recusación en sí, sino si esa recusación se debía tramitar.
Para los magistrados conspirados con el PP, tramitar la recusación era perder este pulso. Porque si se aceptaba a trámite, el mero trámite ya podía alargar por varias semanas el resto de las decisiones, y este mismo viernes Trevijano y Narváez iban a ser sustituidos. Y porque si se aceptaba como válida, perdían la mayoría en el tribunal para tumbar los planes del Parlamento, como era su principal intención.
Así que decidieron argumentar otra cuestión: que ni el grupo socialista ni el grupo de Unidas Podemos en el Congreso ni tampoco el presidente de la comisión de Justicia, Felipe Sicilia, (hubo tres recusaciones) tenían legitimación para recusar. Porque, según la peculiar visión de los magistrados conservadores, aunque son parte de este asunto –se permite su personación– no se les considera legitimados para recusar hasta que no responda el demandado: que es el Congreso como institución, y no sus diputados o grupos.
Hasta entonces, o hasta que lo pida el Congreso, la recusación ni se tramita. ¿Y si lo piden? Pues ya inventarán otra excusa. Como si fuera un asunto menor garantizar que estamos ante un tribunal imparcial.
Considerar que los mismos diputados cuyos derechos se cercenan son perjudicados pero no demandados por lo que hoy ha decidido el Tribunal Constitucional y que por tanto no pueden denunciar que dos de los jueces no tienen la necesaria apariencia de imparcialidad es una interpretación jurídica surrealista, por no decir algo peor. Es un absoluto disparate, por mucho que se vista de fina filigrana judicial.
El tercer atropello, el más grave, es amordazar al Parlamento español.
Ningún poder es absoluto en democracia. Tampoco el del Parlamento, por mucho que sea el único poder del Estado que eligen directamente los españoles con su voto.
Los legisladores –los diputados y senadores– están igualmente sometidos a un sistema de contrapesos. Y uno de ellos, tal vez el más importante por su poder, es el del Tribunal Constitucional. Que decide si las leyes que aprueban las Cortes caben en la Constitución.
No es exactamente parte del Poder Judicial. Es una cámara política que actúa como un órgano de garantías por medio de otro sistema de contrapesos: por su sistema de elección, por tres quintos en el Congreso y Senado, y porque sus mayorías cambian a un ritmo más lento (cada nueve años, cuando le toca nombrar al Gobierno de turno) que lo que lo hacen las mayorías parlamentarias.
No es un poder menor. El Tribunal Constitucional tiene la capacidad de anular o recortar leyes ya en vigor. O incluso reformas legales –como el Estatut catalán– que fueron aprobadas por Las Cortes españolas, por el Parlament catalán y por los catalanes en referéndum.
Sus sentencias suelen ser lentas. La del aborto, por ejemplo, ya acumula 11 años de retraso. Muchas veces el Constitucional se pronuncia cuando ya no tiene ningún impacto ni interés su decisión. Lo que nunca han hecho, hasta hoy, es paralizar una reforma legal en plena tramitación; antes incluso de que entrase en vigor. Lo han hecho contra el criterio del letrado más importante del tribunal, cuyo informe han rechazado. Y también contra el criterio del fiscal.
Algún día tal vez sepamos también cómo acabó este recurso en manos de Enrique Arnaldo: el magistrado preferido por el PP y la FAES. Y si fue realmente una cuestión de azar.
La forma en la que ha actuado la derecha en el Constitucional, saltándose todas las barreras por el camino, demuestra a las claras cuál era la intención: hacer todo lo que fuera necesario a la velocidad que fuera necesaria para usurpar el poder en un tribunal donde la derecha mantiene su mayoría de manera ilegítima; fuera de su mandato legal.
Y lo de menos es lo que hoy argumenta el tribunal: que se aceptan las cautelarísimas que ha pedido el PP y se paraliza la votación en el Senado porque se haya utilizado un atajo legal –lo expliqué en otro artículo– para tramitar esta reforma con más rapidez de lo normal. Es el mismo atajo que se ha usado decenas de veces en el Congreso para reformas pequeñas, medianas o grandes. Es el mismo método que, por ejemplo, usó la derecha para aprobar el aforamiento del emérito.
Porque aquí hablamos de otra cosa. No de procedimientos o de atajos –¿hay atajo mayor que el que ha utilizado el Tribunal Constitucional para librarse de las recusaciones?–. Hablamos de una conspiración de la derecha, que lleva más de cuatro años ocupando los órganos constitucionales con su mandato democrático fuera de plazo. De ahí, del incumplimiento sistemático y flagrante de la Constitución por parte del Partido Popular, nace todo el conflicto posterior.
El Parlamento no habría tenido que reformar a toda prisa ninguna ley si el PP cumpliera en tiempo y forma con la Constitución. O si cumplieran con la ley los vocales del CGPJ que llevan cuatro años con el mandato caducado y ahora bloquean la renovación del Constitucional desde septiembre, con la nada oculta intención de retrasar el asunto hasta después de las próximas elecciones generales, a ver si para entonces ya ganan los suyos.
No es siquiera un problema del liderazgo en la derecha. Porque absolutamente todos los líderes de la derecha desde que existe el Partido Popular –José María Aznar, Mariano Rajoy, Pablo Casado y Alberto Núñez Feijóo– han incumplido los plazos constitucionales para la renovación del Poder Judicial. Todos han bloqueado, sin excepción. Todos con la misma intención: controlar la Justicia. Son los mismos que se dan golpes en el pecho con la Constitución, mientras la pisotean en sus compromisos democráticos más básicos.
Mientras la derecha se salta la Constitución, es la izquierda quien debe evitar que el tren democrático descarrile en su totalidad. Este lunes por la noche, la presidenta del Congreso, el presidente del Senado y el ministro de Presidencia han salido a dejar claro que acatarán la decisión, a pesar de criticarla duramente. ¡Qué remedio! Porque no hacerlo sería condenar a este país a un desastre aún mayor. Siempre es la izquierda –también por la correlación de fuerzas en la Justicia; ellos no se librarían de una condena– quien tiene que evitar el choque frontal y velar por el interés general. Mientras tanto, la derecha chapotea de forma permanente, irresponsable e impune en la desobediencia ante la ley. Se han convertido en un partido antisistema, sin asumir ninguna consecuencia por la gravedad de sus actos.
Todos los líderes de la derecha han bloqueado la renovación del Poder Judicial a su favor, para alargar su poder sobre los jueces. Todos. Pero nunca antes esa técnica antidemocrática había alcanzado esta extensión. El actual Poder Judicial, si nada cambia (que no parece), cumplirá cinco años en funciones. ¡Un mandato íntegro! Y mientras todo se pudre por esta decisión del PP, Feijóo presume de que “la democracia sale fortalecida”. Es de un cinismo difícil de superar. Porque sin el filibusterismo sistemático de la derecha para atrincherarse en el Poder Judicial y en el Tribunal Constitucional nada de esto estaría ocurriendo hoy.
¿Qué entiende Feijóo por democracia? ¿Es democrático que un órgano político con el mandato caducado se imponga al parlamento votado por los españoles? ¿De verdad?
Tampoco se puede responsabilizar al Parlamento de este choque de legitimidades. Porque si el trámite parlamentario hubiera sido otro –sin el famoso atajo–, el bloqueo de la derecha habría sido diferente, pero el resultado habría sido igual. Porque están haciendo todo lo posible para atrincherarse en un poder que perdieron en las urnas: de forma sistemática y desde hace años. Porque consideran que todo vale contra el Gobierno de coalición. Porque creen que el Estado es de su propiedad. Porque confunden su interés personal con la Constitución. “Este Gobierno o España”, resume Feijóo. Porque en su España solo caben ellos, y nadie más.
Este lunes, un Tribunal Constitucional con el mandato caducado ha amordazado al Parlamento español. Los daños de este gravísimo ataque a los cimientos democráticos aún están por calcular.
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