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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Rodrigo Rato, ese milagro español

José María Aznar le definió como “el mejor ministro de Economía de la democracia”. Yo le definiría como un grandísimo caradura, como un enorme jeta y un presunto delincuente. Rodrigo Rato y su señorito Aznar presumían de ser los artífices del “milagro español”. El verdadero milagro es otro: que Rato aún no esté en prisión. Y también que un incompetente como él colase durante tanto tiempo como gran economista y mejor gestor.

El principal milagro económico de Rato como ministro de Economía consistió en cebar esa burbuja inmobiliaria que unos años después nos estalló. España entró en el euro haciendo trucos contables, como ese déficit de tarifa eléctrica con el que se camufló la inflación. Una vez dentro, el Gobierno aprovechó los tipos de interés baratos y la desregulación sobre el suelo para construir una economía basada en el ladrillo y la especulación. “No hay burbuja”, decía Rato en 2003. “Si la vivienda está cara es porque muchos españoles pueden pagar”, acompañaba a los coros Francisco Álvarez Cascos. La consecuencia de aquella fiesta –que después Zapatero no frenó– es esta terrible crisis que llevamos purgando cinco años. Un milagro. Una hazaña. Una excelente gestión.

Poco después de perder esas primarias del PP donde solo votaba José María Aznar, Rodrigo Rato fue nombrado director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI). Allí siguió aumentando su leyenda como 'excelente' gestor. A mitad de mandato, Rato abandonó uno de los mayores puestos de la gobernanza internacional, uno de esos escasos sillones del poder mundial que en contadas ocasiones consigue alcanzar un español.

Rato no llegó al FMI por su currículum: su nombramiento fue el resultado de un gran esfuerzo de la diplomacia española –entonces dirigida por el PSOE de Zapatero–, que se empleó a fondo en la labor. Dudo que vayamos a repetir la proeza, visto el resultado que dio. A los tres años, don Rodrigo decidió que se aburría en Washington D. C. y, por unos “motivos personales” que nunca explicó, abandonó el puesto que tanto había costado a España conseguir. Sin duda pasó a mejor vida: a ganar más dinero y a vivir mucho mejor. Todo un ejemplo de patriotismo, de voluntad de servicio público y de responsabilidad institucional.

Unos años después de su salida, el FMI publicó un durísimo informe interno sobre su nefasta gestión. Rato ha pasado a la historia del fondo como uno de sus peores directores. El FMI de Rato, según ese informe, “no anticipó la crisis, su ritmo ni su magnitud”. Era el FMI que ponía como ejemplo de economía “robusta” a Islandia (ese país que después quebró); el que elogiaba el sistema financiero estadounidense como “resistente y bien regulado” (como Lehman Brothers y el resto de la banca de inversión demostraron); el que aseguraba que “los mercados han mostrado que pueden autocorregirse y que de hecho lo hacen” (como vimos con las subprime).

Como premio por la tocata y fuga en el FMI, Mariano Rajoy le entregó otra bicoca: la presidencia de la cuarta entidad financiera del país, Caja Madrid. Hoy se recuerda poco, pero ni Miguel Blesa ni Rodrigo Rato llegaron al puesto por oposición. A Blesa le colocó su compañero de estudios, José María Aznar; no tenía más currículo para el cargo que la amistad personal del presidente. A Rato le puso también a dedo Mariano Rajoy, que vio en el nombramiento una doble oportunidad: quitarle la caja a su archienemiga Esperanza Aguirre –que quería entregar ese botín a Ignacio González– y apartar de la carrera política a un eterno aspirante a liderar el PP. Fue un puente de plata para Rato que pagamos entre todos los españoles a los que después arruinó.

Ni Aznar ni Rajoy han pedido siquiera disculpas por la fastuosa gestión de Caja Madrid que nos han dejado en herencia sus dos enchufados. La factura de la quiebra de las cajas del PP fusionadas en Bankia está entre los 22.000 y los 30.000 millones de euros y nos obligó a pedir el rescate financiero del país, una hipoteca que tardaremos muchos años en pagar.

Aznar sigue dando conferencias sobre la excelencia en la gestión de lo público y el gobierno meritocrático, mientras Mariano Rajoy no permite preguntas a la prensa ni por error, no vaya a ser que tenga que explicarnos qué opina de esas tarjetas 'black' (él es más de sobres). Desde el Gobierno presumen de que fue el FROB quien puso en conocimiento de la Fiscalía Anticorrupción el fraude de las tarjetas en negro, como si fuese una alternativa ocultar este desfalco, como si mereciesen una medalla al mérito por no proteger a unos presuntos delincuentes y cumplir con su obligación.

Después de apadrinar la burbuja. Después del rescate de Bankia. Después de su espantada del FMI. Después de que la Audiencia Nacional le imputase por los delitos de falsificación de cuentas, administración desleal, maquinación para alterar los precios y apropiación indebida, Rodrigo Rato ha seguido siendo militante del Partido Popular. Ha tenido que llegar el fraude de las 'black' para que el PP se haya empezado a plantear que tal vez, solo tal vez, el código ético del partido incompatible con la corrupción no permite militantes que se gasten el dinero de una caja pública en mariscadas, viajes, bolsos, fiestas, alcohol y clubs.

El miércoles se especuló con que lo mismo Rato era expulsado del PP esa misma tarde. Falsa alarma. Hoy sigue allí –y en varios puestos bien pagados en el Ibex 35–, dando ejemplo del verdadero milagro español: lo barato que resulta tomar el pelo a la población. Hoy nos indignamos mucho. Mañana, ya se nos pasará. Pasado, caraduras como Rato nos volverán a gobernar.

José María Aznar le definió como “el mejor ministro de Economía de la democracia”. Yo le definiría como un grandísimo caradura, como un enorme jeta y un presunto delincuente. Rodrigo Rato y su señorito Aznar presumían de ser los artífices del “milagro español”. El verdadero milagro es otro: que Rato aún no esté en prisión. Y también que un incompetente como él colase durante tanto tiempo como gran economista y mejor gestor.

El principal milagro económico de Rato como ministro de Economía consistió en cebar esa burbuja inmobiliaria que unos años después nos estalló. España entró en el euro haciendo trucos contables, como ese déficit de tarifa eléctrica con el que se camufló la inflación. Una vez dentro, el Gobierno aprovechó los tipos de interés baratos y la desregulación sobre el suelo para construir una economía basada en el ladrillo y la especulación. “No hay burbuja”, decía Rato en 2003. “Si la vivienda está cara es porque muchos españoles pueden pagar”, acompañaba a los coros Francisco Álvarez Cascos. La consecuencia de aquella fiesta –que después Zapatero no frenó– es esta terrible crisis que llevamos purgando cinco años. Un milagro. Una hazaña. Una excelente gestión.