Érase una vez un país donde alquitranar con chapapote 2.000 kilómetros de costa sale gratis, pero lanzar una tarta a un político en el cargo puede costar nueve años de cárcel. Érase una vez una Fiscalía General del Estado capaz de adivinar el futuro -y ver en la bola de cristal que la infanta Cristina no cometió delito alguno en el caso Nóos incluso antes de que testifique o lleguen los informes periciales-, pero que también pide duras condenas de cárcel por un tartazo. Érase una vez un ordenamiento jurídico demencial y anquilosado, donde un desastre medioambiental tan grave como el del Prestige se dirime en un pequeño juzgado de un pueblecito de A Coruña, en Corcubión, mientras que embadurnar de merengue a un político es materia de la Audiencia Nacional, el tribunal más excepcional y con más medios de España.
Este lunes comienza un juicio que, como país, debería avergonzarnos. Se sientan en el banquillo cuatro de los miembros del peligroso comando tartalari, cuatro acusados a los que la presidenta de Navarra pide en total 27 años de cárcel por los tartazos que recibió en Toulouse en el 2011. Yolanda Barcina exige la máxima pena posible por el delito de atentado contra la autoridad; se acoge al artículo 552 del Código Penal que agrava las condenas cuando la agresión a «la autoridad» (casposo concepto jurídico) es con «armas u otro medio peligroso». ¿Es una tarta un arma peligrosa? Parece que sí. En su declaración, Barcina argumentó que le dolió mucho «por la especial dureza del merengue francés».
Duro o blando, el merengue es muy usado para estas cosas en Francia. Allí, como en otros países, lanzar una tarta como protesta es algo relativamente habitual. Nicolas Sarkozy, Bill Gates, Jacques Delors o Rupert Murdoch, entre otros, lo han sufrido. Es discutible este método. Pasa igual con otros actos de desobediencia civil, donde quien protesta asume que incumple la ley y que recibirá un castigo. Lo que no es tan discutible es la pena. En Francia, o en Reino Unido, los tartazos acaban en multas o en pocas semanas de arresto. No con años de condena.
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Érase una vez un país donde alquitranar con chapapote 2.000 kilómetros de costa sale gratis, pero lanzar una tarta a un político en el cargo puede costar nueve años de cárcel. Érase una vez una Fiscalía General del Estado capaz de adivinar el futuro -y ver en la bola de cristal que la infanta Cristina no cometió delito alguno en el caso Nóos incluso antes de que testifique o lleguen los informes periciales-, pero que también pide duras condenas de cárcel por un tartazo. Érase una vez un ordenamiento jurídico demencial y anquilosado, donde un desastre medioambiental tan grave como el del Prestige se dirime en un pequeño juzgado de un pueblecito de A Coruña, en Corcubión, mientras que embadurnar de merengue a un político es materia de la Audiencia Nacional, el tribunal más excepcional y con más medios de España.
Este lunes comienza un juicio que, como país, debería avergonzarnos. Se sientan en el banquillo cuatro de los miembros del peligroso comando tartalari, cuatro acusados a los que la presidenta de Navarra pide en total 27 años de cárcel por los tartazos que recibió en Toulouse en el 2011. Yolanda Barcina exige la máxima pena posible por el delito de atentado contra la autoridad; se acoge al artículo 552 del Código Penal que agrava las condenas cuando la agresión a «la autoridad» (casposo concepto jurídico) es con «armas u otro medio peligroso». ¿Es una tarta un arma peligrosa? Parece que sí. En su declaración, Barcina argumentó que le dolió mucho «por la especial dureza del merengue francés».