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El cambio climático lo cambia todo, empezando por la política

El cambio climático es el mejor relato contra el capitalismo desregulado. El modelo social, económico y político actual lleva décadas llevándose por delante las leyes y los derechos de la gente, a nivel social, laboral y fiscal. Pero por primera vez se está encontrando con otras leyes, las de los ecosistemas, que están probando de manera definitiva su inviabilidad. El cambio climático recuerda a aquella previsión, vaticinada por Marx, de que el capitalismo se dirige hacia su propia extinción. Pero la diferencia con aquel entonces es que, finalmente, la necesidad de combatir esta amenaza está pasando a ser parte del propio sentido común.

Combatir el cambio climático ya es una narrativa que ocupa la totalidad del espectro político; incluso entre quienes no quieren que el sistema económico cambie. El Acuerdo sobre el clima de París ha jugado un papel fundamental en alcanzar esta hegemonía, consiguiendo que todos los actores políticos, sociales y empresariales (incluyendo multinacionales y fondos de inversión) reconozcan la necesidad de reajustar, en mayor o menor medida, nuestro modelo de producción y de consumo para poner límite al calentamiento global. Unos lo hacen porque quieren vivir una vida mejor y más justa; otros, porque son conscientes de los costes millonarios que conllevaría reaccionar demasiado tarde. Sea por lo que sea, el cambio climático se ha convertido en una nueva normalidad que ya marca la agenda política, social y económica. Y esto es una gran oportunidad.

Porque, como dice Naomi Klein, el cambio climático lo cambia todo. Nos concede la posibilidad de crear un nuevo proyecto de sociedad, transversal e innovador, respondiendo a la vez a los problemas del presente y a los retos del futuro. Cambia la forma en que pensamos, vivimos, producimos, consumimos, gestionamos lo común y hacemos política. Y de la misma forma, muy pronto, empezará a cambiar la manera en que votamos.

Si fuéramos valientes y transformáramos nuestro modelo de desarrollo a otro donde la producción de energía limpia y su gestión de forma descentralizada fueran la piedra angular, resolveríamos simultáneamente varios problemas, además de la cuestión climática: reactivaríamos nuestra economía reemplazando austeridad por inversión verde, crearíamos millones de empleos dignos y sostenibles, volveríamos a poner en mano de la ciudadanía el control de la energía, rechazando tratados de comercio e inversiones como el TTIP o el CETA que ponen en riesgo nuestros derechos, ahorrando miles de millones de euros en importar del exterior energías sucias, al mismo tiempo que dejaríamos de meternos en guerras por el petróleo y de financiar a Estados responsables de la violación sistemática de derechos humanos, mientras actuamos contra la primera causa de migración en el mundo, la climática. El sol y el viento no son solamente dos de los recursos que poseemos con abundancia en nuestro país: además son parte de nuestra identidad, y nuestros mejores aliados para liderar una transición energética donde la solidaridad y la democracia sean la pieza central del presente y el futuro.

Tenemos que aprovechar esta oportunidad. Primero por razones de justicia social: El cambio climático golpea de manera desproporcionada a las personas más vulnerables y a las clases populares y medias. Sus consecuencias afectan intensamente a quienes dependen laboralmente de un clima estable, como en el sector de la agricultura o el turismo; a quienes no tienen dinero para encender la calefacción cuando bajan de forma extrema las temperaturas; a quienes pierden la vida en olas de calor por no tener a nadie que les cuida; a quienes emigran porque sus tierras se han convertido en un desierto; y a quienes, en definitiva, ven mermados sus derechos laborales, sociales y humanos, y sus legítimas perspectivas de futuro.

Pero también por otra razón: porque podemos tener una vida mejor. Combatir las causas del cambio climático significa comer y estar más sanos, respirar aire limpio en nuestras ciudades, tener empleos decentes y estables, movernos con libertad en vez de atrapados en atascos o tener acceso a una energía más barata, menos contaminante, gestionada local y cooperativamente por la ciudadanía. Significa ir más allá de las élites políticas tradicionales y los oligopolios que privatizan los beneficios y socializan las deudas, y diseñar un sistema político y económico cuyo motor sea la igualdad, la calidad de vida y la sostenibilidad. Cuesta imaginar quién podría estar en contra de todo esto.

El cambio climático es el mejor relato contra el capitalismo desregulado. El modelo social, económico y político actual lleva décadas llevándose por delante las leyes y los derechos de la gente, a nivel social, laboral y fiscal. Pero por primera vez se está encontrando con otras leyes, las de los ecosistemas, que están probando de manera definitiva su inviabilidad. El cambio climático recuerda a aquella previsión, vaticinada por Marx, de que el capitalismo se dirige hacia su propia extinción. Pero la diferencia con aquel entonces es que, finalmente, la necesidad de combatir esta amenaza está pasando a ser parte del propio sentido común.

Combatir el cambio climático ya es una narrativa que ocupa la totalidad del espectro político; incluso entre quienes no quieren que el sistema económico cambie. El Acuerdo sobre el clima de París ha jugado un papel fundamental en alcanzar esta hegemonía, consiguiendo que todos los actores políticos, sociales y empresariales (incluyendo multinacionales y fondos de inversión) reconozcan la necesidad de reajustar, en mayor o menor medida, nuestro modelo de producción y de consumo para poner límite al calentamiento global. Unos lo hacen porque quieren vivir una vida mejor y más justa; otros, porque son conscientes de los costes millonarios que conllevaría reaccionar demasiado tarde. Sea por lo que sea, el cambio climático se ha convertido en una nueva normalidad que ya marca la agenda política, social y económica. Y esto es una gran oportunidad.