Espacio para la reflexión y el análisis a cargo de parlamentarios europeos españoles.
Combatir la pobreza infantil más allá de la caridad navideña
La Navidad es el tiempo de la infancia. Los espectáculos, las tiendas, las leyendas o las historias sagradas… todo gira en torno a ella. Es también cuando los adultos volvemos a mirar el mundo a través de los ojos de esa niña o niño que aún llevamos dentro. Recordamos los sabores de nuestros primeros años, los regalos que más nos ilusionaron, llevamos a nuestras criaturas a ver la cabalgata de Reyes a la que nuestros padres nos llevaban antes a nosotros... Todo ello nos conmueve, nos ablanda y nos vuelve más caritativos de lo que somos el resto del año, aunque nunca lo suficiente, porque nunca puede ni debe ser suficiente.
Ayer mismo, en una carnicería, una chica muy joven nos pedía a los clientes que esperábamos turno que por favor le compráramos comida. Para convencernos de que era una madre necesitada, nos enseñaba las fotos de su bebé e incluso vídeos en el móvil con su marido y su hijo jugando en la cama. Nos quería convencer de que era verdad que tenía un hijo pequeño, pero como no se comportó como se espera que haga una persona pobre, ni su apariencia se asemejaba al estereotipo de una persona pobre, no obtuvo la caridad que podría haber recibido si su aspecto hubiera sido otro, si hubiera actuado de manera distinta o nos hubiera mostrado un móvil de otro modelo o ninguno en absoluto. Ese es el problema de la caridad, que puede ser arbitraria, caprichosa y prejuiciosa.
La caridad es una virtud que nunca debemos dejar de ejercer ni de inculcar a nuestros hijos. Pero nunca es ni será suficiente para erradicar la pobreza, la desigualdad o las injusticias, ni puede ser sustituta de las políticas públicas, porque no se basa en derechos, sino en la voluntad de quien tiene de ayudar a quien no tiene.
Lo más seguro es que esa mujer y su bebé necesitaran de verdad una ayuda, porque el día a día, y también las Navidades, son muy distintos en cada familia. Y no me refiero a las tradiciones y particularidades de cada hogar, ni siquiera a la infelicidad de cada casa que, como diría Tolstoi, cada familia vive a su manera. Me refiero a las condiciones materiales de cada hogar, al diferente acceso a los recursos, a la falta de capacidades, que se retroalimentan y que multiplican exponencialmente las privaciones, sobre todo las de la infancia, provocando que desemboquen en una absoluta falta de oportunidades reales en la vida adulta. El lugar de nacimiento, los ingresos familiares, el género o el hecho de tener una discapacidad condicionan en gran medida el bienestar actual y los logros posteriores de esos niños y niñas en la vida adulta, que dependen asimismo de la coyuntura económica, las políticas públicas, la extensión de los estados de bienestar e incluso las normas sociales y las relaciones de género imperantes.
El patrimonio, la renta, el acceso a servicios básicos como la educación y la sanidad y a los recursos productivos son tremendamente desiguales entre familias, y esa desigualdad arroja a millones de personas a la pobreza y la exclusión social. Los datos son contundentes. En la Unión Europea, que no solo es una de las zonas de mayor renta del planeta, sino la que tiene los servicios sociales y los estados de bienestar más desarrollados, el 24,3% de los niños y niñas estaba, con datos de 2018, en riesgo de pobreza y exclusión social. Uno de cada cuatro vive en hogares que sufren falta de ingresos o de acceso a servicios básicos como comida, vivienda, educación o sanidad. Y once millones sufren de privación material. Normalmente, esas privaciones están interrelacionadas, ya que la pobreza, además de ser una medida vinculada con los ingresos monetarios, tiene un carácter multidimensional, como también lo tiene el bienestar, y debemos asociarla no solo a los resultados obtenidos por las personas, sino a sus capacidades reales, a la auténtica libertad que aquellas poseen para ser y hacer.
La pérdida de capacidades durante la infancia no siempre es recuperable en la vida adulta y condiciona la vida futura de las personas a lo largo de su ciclo vital. Pero la pobreza y las desigualdades no son ni inevitables, ni la responsabilidad individual de cada persona. Se necesitan políticas públicas adecuadas, que sean integrales y coherentes, en particular las que afectan directamente a la infancia.
Uno de los objetivos que se ha fijado la nueva Comisión Europea es el programa de Garantía Infantil, precisamente para abordar las alarmantes cifras de pobreza infantil en una sociedad tan opulenta como la nuestra. La presidenta Ursula Von der Leyden anunció que este programa servirá para asistir a cada niño o niña que esté necesitado. De esa manera, la Garantía Infantil Europea recoge el guante lanzado por el Parlamento Europeo con el fin de asegurar que cada niño y niña en riesgo de pobreza y exclusión social en Europa tenga acceso a los servicios más básicos, como la sanidad y la educación.
Se trata de una iniciativa política esbozada en la etapa anterior, como consecuencia de la puesta en marcha del Pilar Europeo de los Derechos Sociales en 2017. Pero es una iniciativa que lleva dos años de retraso respecto al plan previsto y que deberá ser desarrollada durante la actual legislatura. Para ello se prevé dotarla con 5,9 billones del Fondo Social Europeo Plus (FSE+), que se sumarán al compromiso de los estados miembros de asignar a esta Garantía Infantil el 5% de la cantidad que reciba cada uno de dicho fondo.
La orientación que se le quiere dar a este programa, inspirado en la defensa de los derechos de la infancia y diseñado de manera transversal e integral, es correcta. Se espera que las acciones presten especial atención a la cobertura de las necesidades básicas, el acceso a los servicios públicos y la consecución de condiciones estables para que los progenitores puedan ejercer una maternidad y una paternidad responsables, que sin duda deberían incluir la disposición de tiempo para estar con sus hijas e hijos. Ahora bien, independientemente del mayor o menor alcance de su presupuesto, este programa no tendrá la capacidad transformadora que se espera de él si no se emprenden otros cambios de mayor calado.
La cobertura de las necesidades básicas o el logro de condiciones estables para los progenitores pasan por la existencia de empleos suficientes y de calidad para todas las personas, con horarios decentes que permitan a los progenitores conciliar el empleo con la crianza y a los padres corresponsabilizarse en ese proceso. Pero la realidad es que cada vez aumenta más la desigualdad primaria, al ocupar los salarios un menor porcentaje del PIB; que la legislación laboral cada vez es más laxa y va al remolque de las nuevas formas de trabajo, que dejan a millones de trabajadores desprotegidos y en riesgo de pobreza; que la nueva revolución tecnológica amenaza con hacer redundantes cientos de miles de puestos de trabajo sin que la mayor parte de la población posea las cualificaciones que se requerirán para los nuevos empleos que se generen; y que la igualdad de género en los hogares y en los mercados está muy lejos de conseguirse, algo que no es independiente de la sobrerrepresentación de los hogares monomarentales entre los que están en riesgo de pobreza y exclusión.
Del mismo modo, es difícil garantizar el acceso en igualdad a servicios básicos como la sanidad, la educación y los vinculados a la dependencia, si no se mejora la capacidad redistributiva de los estados y el funcionamiento de los estados de bienestar, condicionados por la existencia de una financiación adecuada que, por supuesto, depende a su vez de una fiscalidad justa y progresiva, cada vez más lejos de nuestro alcance dados los desequilibrios de poder que sufrimos y el triunfo de relatos contrarios a la justicia fiscal. Los riesgos a los que nos enfrentamos a lo largo de nuestro ciclo vital están, cada vez más, en estrecha relación con la manera en que nos incorporamos y somos, o no, capaces de mantenernos en los mercados de trabajo, así como con el patrimonio que tengamos para hacer frente a las contingencias de la vida. Pero todos esos ámbitos están preñados de desigualdad y las políticas económicas y fiscales no solo no están corrigiéndola, sino que la están exacerbando.
La Garantía Infantil Europea que prevé poner en marcha la Comisión Europea es una buena iniciativa, pero si no se avanza igualmente en justicia fiscal y mayor participación ciudadana, algo que necesariamente pasa por un cambio en las políticas económicas y en las ideas que les sirven de base, que han de permitir tener empleos y vidas dignos a los sustentadores de las familias en las que crecen los niños y las niñas, solo conseguiremos poner parches, tan necesarios e insuficientes como la caridad. Necesitamos abordar los desequilibrios de poder y las desigualdades que no paran de crecer con otras políticas económicas y fiscales, que promuevan el bienestar para la mayoría y no la indecente concentración de la riqueza en muy pocas manos, de cuya voluble y prejuiciosa voluntad dependa, tal y como ocurre en Navidad, el alivio pasajero de quienes más dificultades sufren.
La Navidad es el tiempo de la infancia. Los espectáculos, las tiendas, las leyendas o las historias sagradas… todo gira en torno a ella. Es también cuando los adultos volvemos a mirar el mundo a través de los ojos de esa niña o niño que aún llevamos dentro. Recordamos los sabores de nuestros primeros años, los regalos que más nos ilusionaron, llevamos a nuestras criaturas a ver la cabalgata de Reyes a la que nuestros padres nos llevaban antes a nosotros... Todo ello nos conmueve, nos ablanda y nos vuelve más caritativos de lo que somos el resto del año, aunque nunca lo suficiente, porque nunca puede ni debe ser suficiente.
Ayer mismo, en una carnicería, una chica muy joven nos pedía a los clientes que esperábamos turno que por favor le compráramos comida. Para convencernos de que era una madre necesitada, nos enseñaba las fotos de su bebé e incluso vídeos en el móvil con su marido y su hijo jugando en la cama. Nos quería convencer de que era verdad que tenía un hijo pequeño, pero como no se comportó como se espera que haga una persona pobre, ni su apariencia se asemejaba al estereotipo de una persona pobre, no obtuvo la caridad que podría haber recibido si su aspecto hubiera sido otro, si hubiera actuado de manera distinta o nos hubiera mostrado un móvil de otro modelo o ninguno en absoluto. Ese es el problema de la caridad, que puede ser arbitraria, caprichosa y prejuiciosa.