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El futuro de Europa será negro o verde

El futuro era esto. La revolución tecnológica y digital ha traído un mundo extremadamente interconectado, abriendo oportunidades democráticas y retos económicos hasta ahora impensables. Al extenderse la globalización, las interdependencias y nuevas formas de gobernanza transnacional, la idea de Estado-nación está dejando paso a nuevas formas de entender los derechos civiles, la participación política y el sentimiento de pertenencia a una comunidad. La acumulación de la riqueza en pocas manos se ha intensificado y el poder de algunas corporaciones multinacionales ha alcanzado niveles obscenos. Por su parte, el modelo de desarrollo basado en la industrialización, el crecimiento infinito y el consumismo desenfrenado ha tocado techo a medida que las reservas fósiles en las que se cimentaba se comenzaron a agotar. El calentamiento global ya es una realidad a contener y, con él, la desestabilización climática y sus efectos en forma de desastres naturales, migraciones masivas y pérdidas económicas. La contaminación del aire, el suelo y la pérdida de biodiversidad, así como la alimentación 'low cost', empiezan a tener impactos serios en nuestras ciudades y campos, en nuestra salud y en el bienestar animal. ¿Y ahora qué?

La magnitud y urgencia de estos retos globales exigen altas dosis de realismo, responsabilidad y visión política, desde el nivel local hasta el europeo. Las recetas de ayer son inútiles para seguir asegurando la prosperidad económica y la calidad de vida de las personas en el mundo de hoy y mañana. La ciudadanía está lista para un cambio de rumbo, pero hay una política fósil en Europa que se resiste, una opción inmovilista que cree que su modelo obsoleto solo necesita un cambio estético, un poco de simbolismo y una pincelada verde. Lo hemos visto en el gobierno de Emmanuel Macron. La reciente dimisión de su ministro de “Transición Ecológica”, Nicolás Hulot, demuestra que lobbies como las eléctricas, la agroindustria o la caza son quienes llevan las riendas del ejecutivo francés. Pero también en el Gobierno de España, mientras la transformación ecológica no sea asumida como prioritaria y transversal en todas las políticas, y mientras medidas simbólicas como la recepción del Aquarius tengan las devoluciones en caliente y los CIE como la otra cara de la misma moneda. ¿El resultado? La frustración: el combustible del populismo reaccionario.

Ante el agotamiento cada vez más patente de la política fósil e inmovilista, Europa se encuentra en una encrucijada para encontrar la salida. Tiene que escoger entre la Europa xenófoba del “refugees go home” y la Europa acogedora del “refugees welcome”. Entre la Europa del sálvese quien pueda y la Europa que salva vidas.

Una es la Europa reaccionaria, la del repliegue de los Estados nacionales y el conflicto permanente de todos contra todos. Es la opción destructiva que solo sabe decir no, al tiempo que aviva los fantasmas totalitarios y amenazan con acabar con los logros de 70 años de paz en el continente. La representan Matteo Salvini en Italia, Marine Le Pen en Francia y Viktor Orban en Hungría, quienes se alimentan del odio y la frustración creciente en nuestras sociedades y que tienen un nuevo aliado también en Suecia. Es la opción xenófoba y cobarde, la que saca tajada de los problemas sin ponerles solución, la de los gobiernos nacionales que bloquean la acogida de refugiados que piden las ciudades refugio y el Parlamento Europeo. Una alternativa corta de miras, como el Brexit: sin visión política ni memoria histórica.

Pero hay también una Europa del cambio. La conforman por un lado una red de ciudades que salvan vidas, las que abren sus puertos, sus casas y sus brazos para acoger a los refugiados que huyen de la barbarie, sin olvidar que no hace tanto nosotros también fuimos refugiados. Es también la Europa con los estándares medioambientales más altos del mundo, la de los actores del cambio que día tras día ponen en marcha un nuevo sistema energético, alimentario y económico, así como la de las opciones políticas que desde los ayuntamientos hasta el Parlamento Europeo ponen la solidaridad, la ecología y la democracia por delante de los intereses económicos, corporativos e identitarios. Es la Europa realista y valiente, que afronta los problemas alimentada por la esperanza, al tiempo que defiende sus valores fundacionales.

En este camino, la Europa del cambio y las ciudades del cambio van de la mano porque tienen objetivos comunes. El creciente movimiento verde está aportando ejemplos pioneros de cómo podemos liderar nuestras ciudades europeas para construir una Europa acogedora y transformadora que no deje a nadie atrás. Además, las principales ciudades españolas como Madrid, Barcelona, Valencia o Zaragoza, son el vivo ejemplo de cómo la cooperación política, la transparencia y la honestidad son la manera de materializarlo y hacerlo posible. En escándalos como el Dieselgate, donde Estados y lobbies automovilísticos se cubrieron las espaldas, las ciudades fueron las mejores aliadas de quienes en el Parlamento Europeo luchamos por proteger los derechos de los consumidores y del aire que respiramos. Y ante la actitud vergonzosa y cínica respecto al Aquarius y siguientes barcos, los esfuerzos conjuntos de los ayuntamientos y el Parlamento Europeo han mostrado el camino de las sinergias necesarias para dar una respuesta digna y legal a este drama humanitario.

No hay duda. El futuro de Europa será negro o verde. Ante el inmovilismo y el populismo reaccionario, activemos la pinza del cambio: liderar desde nuestras ciudades y desde Europa la respuesta ecológica, solidaria y democrática a los retos globales del siglo XXI.

El futuro era esto. La revolución tecnológica y digital ha traído un mundo extremadamente interconectado, abriendo oportunidades democráticas y retos económicos hasta ahora impensables. Al extenderse la globalización, las interdependencias y nuevas formas de gobernanza transnacional, la idea de Estado-nación está dejando paso a nuevas formas de entender los derechos civiles, la participación política y el sentimiento de pertenencia a una comunidad. La acumulación de la riqueza en pocas manos se ha intensificado y el poder de algunas corporaciones multinacionales ha alcanzado niveles obscenos. Por su parte, el modelo de desarrollo basado en la industrialización, el crecimiento infinito y el consumismo desenfrenado ha tocado techo a medida que las reservas fósiles en las que se cimentaba se comenzaron a agotar. El calentamiento global ya es una realidad a contener y, con él, la desestabilización climática y sus efectos en forma de desastres naturales, migraciones masivas y pérdidas económicas. La contaminación del aire, el suelo y la pérdida de biodiversidad, así como la alimentación 'low cost', empiezan a tener impactos serios en nuestras ciudades y campos, en nuestra salud y en el bienestar animal. ¿Y ahora qué?

La magnitud y urgencia de estos retos globales exigen altas dosis de realismo, responsabilidad y visión política, desde el nivel local hasta el europeo. Las recetas de ayer son inútiles para seguir asegurando la prosperidad económica y la calidad de vida de las personas en el mundo de hoy y mañana. La ciudadanía está lista para un cambio de rumbo, pero hay una política fósil en Europa que se resiste, una opción inmovilista que cree que su modelo obsoleto solo necesita un cambio estético, un poco de simbolismo y una pincelada verde. Lo hemos visto en el gobierno de Emmanuel Macron. La reciente dimisión de su ministro de “Transición Ecológica”, Nicolás Hulot, demuestra que lobbies como las eléctricas, la agroindustria o la caza son quienes llevan las riendas del ejecutivo francés. Pero también en el Gobierno de España, mientras la transformación ecológica no sea asumida como prioritaria y transversal en todas las políticas, y mientras medidas simbólicas como la recepción del Aquarius tengan las devoluciones en caliente y los CIE como la otra cara de la misma moneda. ¿El resultado? La frustración: el combustible del populismo reaccionario.