Espacio para la reflexión y el análisis a cargo de parlamentarios europeos españoles.
Negocios y ética. Otra organización empresarial es posible y necesaria
Hay una palabra que no acaba de salir en la prensa estos días, pero que todos creemos que debe imponerse en el mundo de la organización empresarial cuando la crisis sanitaria de la COVID-19 acabe de una vez: la ética. Es urgente una economía moral en la que los agentes económicos sean responsables de asegurar el bienestar colectivo, tal como en 1979 la definió E.P. Thompson en su análisis de los motines de subsistencia en Europa durante el siglo XVIII, que se opusieron a la liberalización de los precios de los productos esenciales. Los amotinados en los que centró su estudio E.P. Thompson defendían que, más allá del interés individual y de los deseos de la élite gobernante, debía protegerse el acceso a un precio justo de los bienes considerados básicos para la subsistencia. En el siglo XVIII, esos bienes eran los alimentos. En nuestros días, lo son también la salud, la educación, la vivienda y el acceso a un trabajo y un salario dignos, así como la conexión a internet, que estos días más que nunca permite que nos mantengamos en contacto con nuestros familiares, nuestros trabajos, la administración pública, los bancos o el colegio de nuestros hijos.
La gestión de la crisis del coronavirus está golpeando duramente a nuestras empresas, grandes y pequeñas, y a nuestros autónomos. Ese golpe está derivando con enorme velocidad en un incremento del desempleo y una contención del gasto (excepto el público), la inversión y el consumo. Frente a estos hechos, se dibujan frentes de intereses aparentemente contrapuestos que una política consensuada, de verdad, con los distintos agentes económicos debe tratar de armonizar. Por una parte, están las instituciones, que intentan frenar el desequilibrio macroeconómico sin sobrecalentar hipotecando a las generaciones presentes y futuras por el aumento de la deuda y el déficit. Por otra parte, tenemos a las grandes empresas, que pueden aumentar los despidos para compensar la rápida caída de valor y ventas. Junto a ellas, las pymes y los autónomos, que están viéndose forzados a contraer el gasto y a aumentar la búsqueda de redes de apoyo solidario, con una pérdida evidente de liquidez y dramáticas situaciones de impago de gastos fijos (incluyendo impuestos). El tercer sector, tan necesario para compensar los déficits del sector público en la asistencia a los más vulnerables, también está reduciendo su liquidez e ingresos.
Ante este panorama de crisis, existe el riesgo de que la respuesta de las organizaciones empresariales se centre en el individualismo y la búsqueda de protección, aumentando con ello el castigo al empleo y al consumo. Las crisis y los motines del pasado han de servirnos de lección para evitar tensiones sociales que puedan descontrolarse.
Hace ya varias décadas que sabemos que hay otras formas de organización empresarial y otra manera de hacer negocios. Una manera que intenta acentuar la sostenibilidad, la solidaridad, la colaboración; un tipo de empresa que busca, además del beneficio individual, el retorno social. La crisis del coronavirus y el confinamiento nos deben hacer reflexionar sobre la necesidad de apoyar más decididamente estas formas alternativas de hacer negocios y medir el éxito, así como otras, nuevas, de generar empleo y estimular el consumo y la actividad cuando, pasada la crisis sanitaria, podamos retomarla.
Las empresas que han podido mantener su actividad, aunque sea de manera parcial, han tenido que adaptarse a las nuevas circunstancias. Algunas parece que nacieron para estos tiempos de confinamiento: son las más digitalizadas o las especializadas en envíos de productos a domicilio, encabezadas por Amazon, cuyo modelo de negocio está saliendo claramente favorecido en las actuales circunstancias. Otras se adaptan como pueden, fomentando el teletrabajo y culturas laborales más colaborativas y menos presentistas. Otras, al haberse roto algunas cadenas de suministro globales, cambian sus redes de aprovisionamiento, siempre que aún exista esa posibilidad en el mercado interior. Otras ensayan métodos cooperativos, no sólo entre ellas, sino también con sus proveedores y consumidores. Y todas vuelven la mirada y exigen a los poderes públicos que las ayuden financieramente a transitar las consecuencias del confinamiento. Todas buscan esos fondos públicos a los que algunas llevan años intentando contribuir lo menos posible, presionando para imponer una fiscalidad baja para la actividad empresarial que, en el caso de algunas grandes empresas, pasa por la creación o utilización de sociedades opacas en paraísos fiscales a través del dumping fiscal, que tanto debilita a los estados y las arcas y servicios públicos, incluida la sanidad que todos los días aplaudimos. Por eso indigna leer estos días hemos leído en la prensa económica cómo algunas entidades bancarias españolas están abriendo nuevas oficinas en Luxemburgo para ayudar a instalarse a compañías españolas que tratan de trasladar allí sus fondos. Una respuesta individualista y proteccionista a la crisis que no satisface a la multitud, la cual asiste impasible a la caída del empleo y los ingresos, opción que además, no es accesible para pymes o autónomos.
Aún no sabemos cómo saldremos de esta crisis, qué cambios y transformaciones acabarán produciéndose. Pero sí conocemos las tendencias que se están imponiendo para salir en mejores condiciones de la crisis, y los caminos que deberíamos transitar para que la salida tenga lugar de la manera más sostenible y justa. Igualmente sabemos cómo hemos salido de otras crisis en el pasado, crisis más o menos graves que ésta. Porque no olvidemos que existen evidencias históricas suficientes que demuestran que no siempre salimos de las crisis en positivo y que éstas, lejos de implicar transformaciones radicales y necesarias, pueden incidir en cambios perversos que nos abocarán inevitablemente a nuevas crisis, inestabilidad y sufrimiento.
Con ese tipo de comportamientos y una regulación que lo permite, no es de extrañar que la alianza entre capitalismo y democracias liberales está en crisis desde hace cinco décadas. Y la COVID-19 ha añadido un nuevo elemento de insostenibilidad a la actividad económica mundial. Quedó claro en la década de 1970, y desde comienzos del siglo XXI es innegable, que la energía barata y segura se acabó, que el flujo abundante de mano de obra barata se ha extinguido, que existe un techo al consumo ilimitado, y ahora, además, sabemos que mantener la circulación veloz de personas entre continentes sin enormes costes operativos va a ser imposible. Los estados, el capitalismo especulativo, la clase media, la clase rentista y los herederos empresariales de un modelo de crecimiento basado en la industria fabril pero insertado en la hiperglobalización financiera, así como los gigantes de la digitalización, intentan reforzar este capitalismo desbridado que se impuso con el triunfo del orden neoliberal, pero las fuerzas en contra son cada vez más poderosas. Tanto las colaborativas como las que buscan salir de este modelo mediante el autoritarismo y la supresión de las libertades individuales.
Las fuerzas económicas y sociales que nos dan esperanza para seguir sosteniendo nuestras vidas de manera colectiva, sin dejar atrás a desempleados, jóvenes desencantados y amplias capas de población vulnerable, existen. Las vemos cada día aplaudiendo a las 8 de la tarde, anunciando en las redes sociales sus esfuerzos y sus ideas para salir de esta situación, publicitando donaciones e iniciativas solidarias en la prensa y la televisión. Investigando en los laboratorios, escribiendo, quedándose en casa. Son fuerzas creativas, solidarias, colaborativas, que buscan su espacio. Fuerzas que revelan su potencial a través de las movilizaciones y las redes sociales. Son signos de esa economía que lleva ya unas décadas creciendo en paralelo a la economía de los mercados financieros, una economía colaborativa que coordina personas y recursos a menudo a muy pequeña escala, y que reclama la atención de las instituciones. Una economía sin líderes (todavía), pero con ideas visionarias. Las instituciones que regulan las normas de la vida social y económica temen a las organizaciones sin líderes, que no son responsables individualmente ante la ley y que pueden volverse por ello incontrolables e ingobernables. Pero lo cierto es que, desde hace siglos, desde tiempos anteriores al Imperio romano, existe la economía de lo común, de lo colectivo, paralela a la economía del interés privado individual.
La economista Elinor Ostrom, Nobel de Economía en 2009, aportó ideas fundamentales sobre la importancia de la coexistencia de formas de organización colectiva de la actividad económica, que aseguren el bien común, junto a formas de organización privada. Ostrom elaboró una teoría del gobierno de los bienes comunes a partir de su estudio de varias comunidades en Suiza, Kenia y Estados Unidos. Y demostró cómo la actividad y la propiedad privada de bienes por parte de algunos agentes económicos es compatible con el cuidado por parte de otros agentes de la gestión colectiva de bienes comunes que afectan a amplios grupos sociales, con normas consensuadas que benefician a todos en el largo plazo y la imposición de castigos para los abusos individuales. Edith Penrose, otra destacada economista, señaló en su obra The Theory of the Growth of the Firm, publicada en 1959, que la clave para el crecimiento de las empresas es llegar a disponer de recursos estratégicos valiosos, difíciles de duplicar, y que algunos de esos recursos tienen que ver con un código propio de valores creadores con reputación positiva en el mercado.
La actual pandemia ha puesto en evidencia la insostenibilidad y la ineficiencia de valores y organizaciones que apuestan exclusivamente por el éxito y la acumulación individual. Esta crisis demuestra que, obviamente, necesitamos una industria textil, una industria química, energética, de la construcción, pero también y de manera esencial necesitamos disponer de bienes comunes, empezando por alimentos frescos producidos cerca de los grandes puntos de consumo del país. Y necesitamos también, más que nunca, agilizar los procesos administrativos para la producción local de innovaciones técnicas sencillas y de innovación social que mejoren nuestra salud y nuestro bienestar.
La crisis de la COVID-19 agudiza la necesidad de replantear los problemas y la utilidad colectiva de los distintos tipos de organización empresarial que conocemos. Necesitamos reorganizar la formación de los trabajadores, pues se requiere mayor formación para realizar actividades no presenciales en prácticamente todos los sectores que pueden funcionar con internet. Necesitamos reconvertir grandes espacios habilitados para actividades masivas presenciales, y transformarlos en núcleos donde se concentren recursos esenciales para el bien de los barrios, los pueblos, las ciudades. Necesitamos más espacios verdes, más vivienda social de tamaño digno, más centros de formación digital subvencionados para becar a jóvenes y mayores que deseen desarrollar un trabajo virtual, más empresas que sigan la estela de las pioneras que en estos días han apostado por este tipo de trabajo.
Necesitamos más empresas que diseñen planes para reeducar en lo virtual a sus trabajadores y planteen aportar nuevos servicios y productos útiles para la empresa, sus clientes, y también la sociedad. Necesitamos una logística de transporte más sostenible y mejor organizada que conecte mejor las estaciones de tren y autobuses y las autopistas, para crear una red densa de redistribución de productos en cada barrio o población. Necesitamos una mejor colaboración entre la red de atención primaria, las clínicas y las consultas privadas de médicos, y los hospitales. Necesitamos aumentar el personal que en cada barrio de cada ciudad y cada pueblo atiende la salud de las personas. Necesitamos una organización empresarial atenta a los servicios, a los productos esenciales, a la reducción de la movilidad de cientos de miles de empleados que pueden trabajar en casa, liberando los espacios de transporte para el traslado de los productos que todos necesitamos, dentro de una red de transporte cada vez más ecológica, que use cada vez menos energías contaminantes. Necesitamos una organización empresarial que prime los resultados en lugar del presentismo y las redes de poder, que tan bien han sabido tejer y aprovechar los hombres al disponer de mayor tiempo y movilidad que las mujeres, atadas siempre a los cuidados.
Necesitamos una corresponsabilidad en la fiscalidad que permita una buena organización de lo común. Necesitamos otra idea de cómo medir el éxito empresarial. Los indicadores desarrollados por la economía del bien común van en la línea correcta, ya que no se trata tanto de que las empresas desarrollen la responsabilidad social corporativa como de que creen valor social. De hecho, es muy difícil que la alianza entre capitalismo y democracia liberal se mantenga o mejore si las empresas no son capaces de generar valor compartido a través de una mayor integración de los trabajadores, la protección del medio ambiente, la creación de empleo de calidad, o la limitación a las diferencias de salario dentro de las empresas, que en los últimos años han llevado a los directivos de algunas grandes empresas a cobrar hasta 400 veces más que lo que cobra el trabajador medio.
Son tendencias perversas que vienen produciéndose en las últimas décadas, vinculadas con la especulación financiera, la falta de inversión en las empresas, el incremento de la desigualdad y el capitalismo de la vigilancia, que si no estamos atentos pueden agravarse con la crisis actual. La expansión de las empresas con responsabilidad limitada a mediados del siglo XIX supuso un avance importante para el crecimiento económico y la innovación, como también lo supuso el capitalismo gerencial mientras existieron fuerzas compensatorias como una mayor regulación por parte de los gobiernos o un mayor poder y participación sindical. Esto fue así hasta que, a partir de los años ochenta del siglo XX, se consolidó el principio de maximización del valor del accionista, por el que la remuneración de los directivos se unió al valor que eran capaces de generar los accionistas. Como bien explica Ha Jong Chang, esta unión entre accionistas y gerentes para explotar las empresas se llevó a cabo explotando también a otras partes de éstas, como los trabajadores, con recortes de plantilla y salariales, y limitando la inversión y por tanto la competitividad y la viabilidad de las empresas en el largo plazo. De hecho, en aquellos países donde la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas como Alemania o Japón ha sido más palpable, las empresas tienen estrategias de inversión más pensadas para el largo plazo.
De hecho, el modelo de gestión de maximización de valor para el accionista a base de explotar a otras partes de la empresa, no ha sido beneficioso ni para las propias empresas ni para la economía, al haber disminuido la inversión. Lo que ha generado son procesos de redistribución hacia las rentas más altas, que han acabado alimentando la hipertrofia financiera y la economía de casino, al tiempo que esa nueva clase gerencial iba acumulando renta, capacidad para manipular las fuerzas que determinan sus propios salarios, poder político a través de las puertas giratorias, e influencia para imponer como de sentido común ideas que sólo benefician a unos pocos y, obviamente, a ese capitalismo depredador y desbridado. Concentrar los ingresos en manos de un supuesto inversor, ya sea el capitalista o la autoridad central planificada, ha demostrado que no genera crecimiento si la inversión no aumenta.
Tampoco benefician a nadie otras tendencias que solemos ver como positivas pero que, a falta de una correcta regulación, pueden generar resultados muy perversos. Pondremos sólo tres ejemplos. En primer lugar, el de las empresas más digitalizadas, que son las que se llevarán el gato al agua en esta crisis, pero que en muchos casos están desarrollando lo que conocemos como “capitalismo de supervisión” y tienen las plantillas menos equilibradas del mercado laboral desde el punto de vista de género. En segundo lugar, el de la normalización del trabajo a distancia, que puede ser bueno para reducir nuestra huella ecológica, aumentar la productividad, mejorar la organización de nuestros trabajos y por tanto la conciliación, pero que también puede suponer la deslocalización de puestos de trabajo de cuello blanco a países con salarios más bajos, presionando así a la baja los salarios y las condiciones de trabajo. Sin contar con el impacto que el trabajo a distancia también puede tener en la salud física y psicológica de los trabajadores, que pueden llegar a ser graves para los trabajadores por causa del sedentarismo y la soledad, y la falta de límites entre lo laboral y lo personal. Modalidad laboral que afecta a las relaciones sociales, que evidentemente se están viendo transformadas y que pueden llevar a una des-corporeización o a menores posibilidades de lucha colectiva. Finalmente, esta crisis puede acelerar la automatización de muchos trabajos, generando mucho paro mientras la economía no tenga capacidad para sustituir los empleos perdidos por otros nuevos. Hemos de tener en cuenta, además, que los empleos que más difícilmente pueden ser asumidos por robots son, en muchos casos, los que implican cercanía, algo que el distanciamiento social impuesto por la crisis de la COVID-19 no va a propiciar, con lo que las tasas de empleo caerán y esto, a su vez, presionará los salarios y las condiciones de trabajo también a la baja.
Volviendo a la tesis de Elinor Ostrom, hemos de dotarnos de nuevas normas, consensuadas, que garanticen mejor la realización de la actividad privada dentro de la protección del bien común, y cuya transgresión sea penalizada. Esas normas serán más eficientes a escala local, y la clave de su eficiencia radicará también en que las organizaciones regionales, estatales e internacionales logren integrar y respetar las normas locales en un marco común más amplio. En su obra The age of information, Manuel Castells explicó cómo en la era de internet surgirían redes de distinto signo e interés, y señaló que el principal desafío residiría en evitar la confrontación entre ellas o la posibilidad de que una red dañara a las demás por ser más fuerte, estar mejor cohesionada, o disponer de más recursos estratégicos. Mucho antes, Aldous Huxley describió también cómo los intentos unificadores por controlar a los individuos y las redes en un mundo feliz pueden resultar peligrosos y desembocar en totalitarismos. Al final, la eficiencia de las organizaciones para adaptarse a la crisis del capitalismo y las democracias liberales ha de pasar por la integración en formas de organización política que reconozcan la necesidad del consenso, del valor estratégico de proteger el bien común, incluso desde la discrepancia.
Hay una palabra que no acaba de salir en la prensa estos días, pero que todos creemos que debe imponerse en el mundo de la organización empresarial cuando la crisis sanitaria de la COVID-19 acabe de una vez: la ética. Es urgente una economía moral en la que los agentes económicos sean responsables de asegurar el bienestar colectivo, tal como en 1979 la definió E.P. Thompson en su análisis de los motines de subsistencia en Europa durante el siglo XVIII, que se opusieron a la liberalización de los precios de los productos esenciales. Los amotinados en los que centró su estudio E.P. Thompson defendían que, más allá del interés individual y de los deseos de la élite gobernante, debía protegerse el acceso a un precio justo de los bienes considerados básicos para la subsistencia. En el siglo XVIII, esos bienes eran los alimentos. En nuestros días, lo son también la salud, la educación, la vivienda y el acceso a un trabajo y un salario dignos, así como la conexión a internet, que estos días más que nunca permite que nos mantengamos en contacto con nuestros familiares, nuestros trabajos, la administración pública, los bancos o el colegio de nuestros hijos.
La gestión de la crisis del coronavirus está golpeando duramente a nuestras empresas, grandes y pequeñas, y a nuestros autónomos. Ese golpe está derivando con enorme velocidad en un incremento del desempleo y una contención del gasto (excepto el público), la inversión y el consumo. Frente a estos hechos, se dibujan frentes de intereses aparentemente contrapuestos que una política consensuada, de verdad, con los distintos agentes económicos debe tratar de armonizar. Por una parte, están las instituciones, que intentan frenar el desequilibrio macroeconómico sin sobrecalentar hipotecando a las generaciones presentes y futuras por el aumento de la deuda y el déficit. Por otra parte, tenemos a las grandes empresas, que pueden aumentar los despidos para compensar la rápida caída de valor y ventas. Junto a ellas, las pymes y los autónomos, que están viéndose forzados a contraer el gasto y a aumentar la búsqueda de redes de apoyo solidario, con una pérdida evidente de liquidez y dramáticas situaciones de impago de gastos fijos (incluyendo impuestos). El tercer sector, tan necesario para compensar los déficits del sector público en la asistencia a los más vulnerables, también está reduciendo su liquidez e ingresos.