La volta a Girona en bicicleta: un día mar y al siguiente montaña
Hay oportunidad de pedalear por las estribaciones de los Pirineos, llegar hasta el Cap de Creus, rodar pegados a la costa, callejear por preciosos pueblos de origen medieval, dejarse caer por calas de postal, adentrarse por los 'corriols' y pistas de los bosques mágicos del Montseny o pasar una tarde admirando la obra del increíble Salvador Dalí
Tenemos suerte. Para quienes nos gusta pedalear, la Península Ibérica es un territorio que ofrece una fantástica variedad de alternativas. Disfrutamos de paisajes espectaculares en una costa diversa, contamos con paisaje montañoso, podemos rodar por rutas históricas o disfrutar de un patrimonio cultural de primer orden. En esta geografía algunos lugares, no obstante, se han sabido hacer un hueco aún más relevante, si cabe, para la comunidad cicloturista. Uno de ellos es Girona.
Ya desde hace años se congrega allí una buena lista de ciclistas profesionales. Como en tantas otras ocasiones, el clima juega mucho a su favor. Pero seguro que también tiene que ver con una apuesta institucional de promoción específica del territorio. Nosotros, que somos más de monte o de carreteras de cuarto orden, ya sabíamos, por tanto, que el ciclismo de carretera había fijado su mirada en Girona. Pero lo nuestro era otro tipo de ruta, más alejada del asfalto que piden las ruedas finas.
No era la primera ni la última vez que echábamos mano de Wikiloc. Aunque en la actualidad Strava o Komoot quizá se hayan hecho más populares, no hay que olvidar nunca lo que supuso —y sigue suponiendo— Wikiloc como plataforma para compartir rutas. Y ahí encontramos lo que buscábamos: una ruta de nueve días (nosotros la hicimos en ocho) y algo más de 600 kilómetros, con un desnivel acumulado de 10.000 metros.
Cuando hicimos esta ruta, mi doctorado estaba en plena efervescencia. Y como la tesis doctoral tuvo que ver con el sector de la bici de montaña, pensé que estaba más que justificado este 'trabajo de campo'. Escribí un post en el blog que tenía abierto específicamente para el doctorado y con semejante autoengaño dejamos tranquila la conciencia. Pies a los pedales y tira millas.
Desde el principio supimos que la ruta iba a ser variada. Es de lo que más agradezco. Prefiero este tipo de rutas en las que un día tienes el mar enfrente, otro disfrutas de las callejuelas de un pueblecito olvidado del mundo y al siguiente afrontas una subida por un bosque mágico hasta hacer cumbre. En su momento escribía: “Hay oportunidad de pedalear por las estribaciones de los Pirineos, llegar hasta el Cap de Creus, rodar pegados a la costa, callejear por preciosos pueblos de origen medieval, dejarse caer por calas de postal, adentrarse por los 'corriols' y pistas de los bosques mágicos del Montseny o pasar una tarde admirando la obra del increíble Salvador Dalí”.
Diseñamos nuestra ruta para comenzar y terminar en Viladrau. Sí, donde el agua envasada. Sí, donde la infanta Cristina y el joven Urdangarín se citaban en sus días mozos con el beneplácito y el pacto de silencio de la gente del pueblo, según se decía. Ah, qué tiempos. Hoy todo es cese temporal de la convivencia y trapicheos varios para llenar los bolsillos. En fin, que allí aterrizamos, en Viladrau, para comenzar a pedalear en una primera etapa que nos condujo por el imponente macizo de las Guilleries, previo paso por el pantano de Sau. Aviso: Rupit, a pesar del excesivo turisteo que proyectaba, y Tavertet son pueblos con mucho encanto.
Nuestra primera etapa nos dejó en Cantonigròs, lugar en el que sí o sí hay que bajarse hasta la Foradada, que para eso luce una cascada de las de postal. Esa bajada (a pie) implica luego el regreso, que puntúa para el premio de la montaña. No está mal el caminito. En fin, los setenta kilómetros en cinco horas y 1.400 metros de desnivel acumulado fueron un buen aperitivo. No lo he dicho: pedaleábamos en 2017; había esteladas al viento, todas y más.
Tras una noche de fútbol y gritos —la típica tranquilidad de un bucólico pueblo de montaña—, retomamos la ruta. Hoy nos toca atravesar los bosques encantados de La Garrotxa, camino de Olot. El terreno es entretenido. Antes de llegar a Olot, nos acercamos al macizo de Aiats y, más adelante, desde la iglesia de San Pere de Falgars, aparecen a lo lejos las cumbres nevadas de los Pirineos. Luego llega la baja al 'pla' y allí, en un bar frecuentado por ciclistas, en Hostalets de Bas, descansamos un poco de la fatiga acumulada. La etapa termina, tras otro repecho, en Castellfolit de la Roca. Tiene un paredón de los buenos este pueblo.
El tercer día de ruta me trae recuerdos de la Transpirenaica. Eso sí, esta vez el pedaleo es en sentido contrario al de mi recorrido de antaño. La subida de la jornada nos deja en la ermita de Sant Andreu de Guitarriu y de nuevo aparecen los Pirineos nevados en el horizonte. Desde allá arriba comienza el progresivo acercamiento a la costa. El fin de etapa nos deja en Figueres, con visita obligada al museo de Salvador Dalí. Salvo que sea lunes, que es el caso. O sea, que otra vez será. De todas formas, Dalí nos va a seguir acompañando, porque al día siguiente…
La ruta iba a ser variada, lo que más agradezco. Prefiero este tipo de rutas en las que un día tienes el mar enfrente, otro disfrutas de las callejuelas de un pueblecito olvidado y al siguiente afrontas una subida por un bosque mágico hasta hacer cumbre
Toca dejarse acompañar por el mar Mediterráneo. Esto no quiere decir que no haya que afrontar sus buenas cuestas. Esta etapa, que nos lleva hasta un hotelito frente al mar en Roses, se ha ido hasta los 1.400 metros de desnivel acumulado. Vamos, lo que viene a ser 'normal'. Podríamos hablar de pistas y caminos, de senderos y cuestas imposibles; incluso podríamos hablar de ese sitio con magia, el Cap de Creus, o de Port Lligat. Pero va a ser que no. El recuerdo que me viene a la cabeza es la comilona en Cadaqués: un atún exquisito y unas anchoas finísimas, además de las coquinas, gambas y calamares. La culpa la tuvo un amigo de Alberto, mi compañero de pedaleo, que regentaba un restaurante allí en Cadaqués. Es dura, muy dura, la vida del ciclista.
El día siguiente nos obsequia, por fin, con la etapa 'Verano Azul' que toda ruta digna de serlo debe incluir: apenas 200 metros de desnivel acumulado en 80 kilómetros. Atravesamos el Parc Natural dels Aiguamolls de l'Empordà y eso implica encontrarse a gentes con sus trípodes a cuestas en busca de la fotografía de su vida a un pájaro de los que habitan por la zona. Nosotros nos topamos con otro pájaro, pero este era humano y de cuidado. Por error llegamos a una granja y quisimos atravesarla para cruzar al otro lado, donde podríamos retomar nuestro 'track'. Pues ahí nos apareció el dueño, dispuesto a cargarse a los invasores. Si hubiéramos estado en los Estados Unidos de América, no habríamos salido vivos de semejante defensa a ultranza de la propiedad privada. Pues nada, que tenga usted buen día, que se le está agriando el carácter y a esa edad lo mismo le da un disgusto el día menos pensado.
Menos mal que Peratallada nos esperaba como fin de etapa. Un alojamiento encantador, con un pareja encargada realmente amable que nos facilita manguear las bicis y nos informa de que estrenamos habitación.
Peratallada es de esos pueblos con encanto que corren el riesgo de perecer de la idolatría al turista. Callejuelas empedradas, casonas, replacetas, un castillo o lo que queda de él, todo arremolinado en un espacio reducido donde el tiempo sucede a ritmo lento. Pero hay otra cara de la moneda: la pérdida de la vida original para dar paso a otra hasta cierto punto postiza, obligada por lo que el visitante espera. Y así, en la típica tienda de artesanía, convive el original con la copia y lo auténtico con lo descaradamente vulgar. Es lo que hay.
Peratallada, Pals y Monells son tres pueblos a los que uno enseguida hace hueco en la memoria. Claro que este último añade otro recurso para la nemotecnia. Allí rodaron 'Ocho apellidos catalanes', la secuela de los vascos, con mi admirado Berto Romero de por medio. En fin, otra etapa con una menor exigencia física. Esta vez, sobre todo, por el kilometraje. Llegábamos a Girona y pensamos que mejor lo hacíamos en una etapa más corta de lo habitual, para disfrutar de la ciudad.
El disfrute quizá quedó condicionado por los millones y millones de turistas que estaban metidos allá dentro. Y no es lo mismo, por supuesto. 'Ozú, cómo estaba la plaza; abarrotá'. Ríete tú del Dúo Sacapuntas. Ya quería yo haber visto al caballo de Jaime Lannister en la sexta temporada de 'Juego de Tronos' subir por las escaleras de la catedral. Imposible no, lo siguiente. En cualquier caso, nos dio tiempo a callejear por Girona y disfrutar de un documental sobre el sonido Sabadell y la música de baile de los ochenta, presentado por Ángel Casas. Buen material para gente de nuestra edad, ¿no?
Volviendo a la ruta, esta Volta a Girona incluía una pequeña trampa. La penúltima etapa la terminábamos en Calella, provincia de Barcelona. Por poco, pero al César lo que es del César. Desde Girona capital, el camino nos condujo de nuevo a la costa en Lloret de Mar. Allí habíamos quedado con un buen amigo que nos actualizó, entre otras, sobre las cifras del turismo. En torno a las 200.000 almas se juntan allí en verano.
Calella significó otro baño de multitudes. Viernes Santo es Viernes Santo. Sobrevivimos como pudimos y nos sometimos a una abundante ingesta de proteínas en un restaurante argentino, para terminar con dignidad la última y más exigente etapa de las ocho que pedaleamos, la que nos devolvía al lugar del que salimos, a Viladrau.
Para ello hay que adentrarse en el Parc del Montnegre i el Corredor hasta llegar a Hostalric. El pueblo estaba de festejo medieval y hubo que tomar algo extramuros, porque dentro era imposible. Ya solo quedaba subir hasta el Coll de Ravell y luego caer finalmente a Viladrau. Y fue llegar al mismo hotel del que partimos, ducharse y al de poco ver cómo se desplomaba el cielo sobre el pueblo. Cayó una tormenta de las buenas. Ocho días de pedaleo al sol con este final. Tuvimos suerte, ¿verdad?
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