Y el Bilbao BBK Live muta en una pista de baile indie pop electrónica
Había ganas de Bilbao BBK Live. Y de bailar. En tiempos de mentiras, campañas electorales y fakes continuos, parece que solo la liturgia del baile, la electrónica y las míticas bolas de espejos de las discotecas poseen fuerza y credibilidad. ¡Y vaya si hubo liturgia este jueves en las campas de Kobetamendi!, oficiada por una 'diosa' como Florence Welch. La líder del grupo británico Florence and The Machine (F + T M) conectó con su parroquia desde el minuto uno, feligreses dispuestos a cualquier cosa (incluso a guardar los móviles, por orden de la mismísima sacerdotisa del buen rollo y del amor y la camaradería cósmicas). Pero no adelantemos acontecimientos.
Desde la mañana la tribu de este festival se arremolinaba con total orden y concierto en las filas del estadio de San Mamés para colocarse las pulseras que daban acceso a las sagradas campas de Kobetamendi. Y por la tarde, la misma organización en la fila para acceder al autobús, que en hora punta nos colocó en unos 60 minutos en el recinto. De nuevo se ponía en marcha esa liturgia comunitaria que arrebuja por igual a seguidores y seguidoras del pop, del indie, de la electrónica, los sintetizadores y las luces de neón y del rock más atormentado, incisivo y afilado. Esto último cuando hay suerte y los grandes cruzan el charco y están de gira por Europa (este año su gran representante será este viernes Pavement)
La tarde se oscurecía por momentos e incluso parecía que la lluvia iba a hacer acto de presencia. Así fue, pasadas las 21:30, descargó una tormenta con unos gotones considerables pero de apenas 20 minutos, justo cuando el respetable se estaba desperezando para bailar al ritmo de una de las sorpresas de la noche, la banda M83. Los franceses desplegaron sus teclados omnipresentes, pero también un uso inteligente y contenido del violín y de diferentes saxos. Ese que sonó en la parte final del tema Midnight City, coreado con fuerza por sus seguidores.
Corriendo nos fuimos al escenario principal Nagusia donde nos esperaba un montaje de candelabros cubiertos por mantos de fina seda blanca. Era el altar para la sacerdotisa. La ceremonia arrancó con Heaven is Here y parecía realmente que el cielo estaba allí, con la reina de corazones en el escenario. “I am no mother, I am no bride. I am King / No soy una madre, no soy una novia, Soy un Rey”. ¡Pues si eso no es toda una declaración de intenciones ustedes me dirán qué demonios es! Sonó King, la canción facturada gracias al productor y demiurgo Jack Antonnof.
El tema Ship to Wreck -del enorme trabajo How Big, How Blue, How, How Beatiful (2015)- nos devolvió por un momento al Florence + The Machine más clásico, más popero, con esos coros contagiosos y, por encima de todo, esa poderosa garganta, ese prodigio de las cuerdas vocales que es cuando quiere la buena de Welch (Y eso que llevó su tiempo ajustar el sonido de este bolo). Porque antes de que Billie Eilish llegara a este mundo, algunas mujeres totalmente empoderadas ya surcaban el firmamento con una pose y una actitud de primera división. Eran apuestas ganadoras, como la Welch. Sus correrías por el escenario, ataviada para la ocasión con un elegante vestido rosa de mangas amplísimas, fueron continuas.
Feligreses maquillados en éxtasis
Pero la gente estaba ávida de bailar. De dejarse contagiar por la fiebre del contorsionismo de cuerpos en movimiento pegados a la música. No en vano el último trabajo de Florence (F + T M) lleva por título Dance Fever. Y estaba deseosa de conectar con Welch, que para la sexta canción Dream Girl Evil ya había descendido de las alturas para fundirse con sus feligreses, algunos disfrazados, muchos maquillados, todos ellos hechizados. En éxtasis. Se dejó tocar la diosa y no paró en todo el concierto de animar al público para que compartiera el amor y la camaradería.
Free abrió la pista de baile para que el público botara a un trote que ya no abandonaría prácticamente a lo largo de toda la actuación de Florence y los suyos. En entera libertad, sin tener que dar explicaciones de nada, de por qué ese sonido, del que tanta culpa tienen las visitas a Nueva York para dejarse seducir por el don del Rey Jack Antonoff, amplifica el arte de Florence. Y, a la vez, anima a corear sus estribillos. Como el Dogs Days are Over, enfilando la recta final del concierto.
Y cuando la parroquia estaba ya completamente entregada, desde un púlpito construido solo para dirigirse a agnósticos, a ateas sin remedio, a gente de mal vivir, la gran Florence Welch atacó un himno de misal para la liturgia comunitaria que bebe del gospel y del pop a partes iguales, como Never Let Me Go, de su Lp Ceremonials (2011). El acabose. Bueno, todavía tocarían algún bis más.
Hasta ocho temas se marcó F + T M de su último trabajo. ¿Quién dijo que en estos días de sequía y secarrales creativos solo Bob Dylan se atreve a reivindicar en directo en su gira de 2023 su última creación? Y mira que a este grupo le sobra material de calidad para endosar al respetable. Ahí están Big God y Hunger, por poner un ejemplo, del High as a Hope (2018), algunas sonaron celestiales y del tirón. F + T M funcionó divinamente y los últimos aspavientos de Florence en Rabbit Heart (Raised it Up), al filo de la medianoche, con los arpegios finales del arpa, dieron paso a una gigantesca pista de baile.
Danzad con la electrónica, malditos
Y entonces llegaron los ‘hermanos’ de Manchester. Y bajo el brazo traían la película de Sidney Pollack Danzad, danzad, malditos’. Pero en versión electrónica del siglo XXI.
The Chemical Brothers arrancaron con Go y con su habitual parafernalia de imágenes, sonidos electrónicos hipnóticos, láser de discoteca y cañones de luz. Fueron cayendo temas viejos y nuevos: Do it Again / Get Yourself High, MAH, hasta llegar al novedoso No Reason “No tenemos razón alguna para vivir, Cuando nos matarán a todos”, se escucha, mientras la imagen de un soldado con vestimenta roja, morada y verde redoblando el tambor se une a todo un ejército circense. A la gente, el tenebrismo de esa letra de los Chemical le dio igual. Como sus momias desfiguradas en trapecios imaginarios, las caretas del teatro griego, esos seres de otro mundo que se proyectan en las pantallas. Sin olvidar el luchador de sumo salido de la ópera china, la cabeza parlante de la momia, la mujer nadadora de carne y hueso, los espadachines, los jugadores de tenis con sus raquetas justo antes de que atrone, con un sonido límpido y apabullante, Be Yourself y decenas de enormes globos amarillos y verdes boten entre las manos extendidas de la multitud.
Tom Rolands y Ed Simons llevan desde los 90 en el mismo barco, surcando diferentes mares, pero siempre con la electrónica como bandera de conveniencia en el palo mayor. Desde su Exit Plannet Dust (1995) hasta nuestros días. No engañan a nadie, un show hipnótico, trepidante, sin interrupciones en la primera hora, sin solución de continuidad, sin gaps, sin descanso, reiterativo hasta el paroxismo. Hay que ir puesto a la pista de baile… o haber bebido solo agua. Todo es posible, nada es real. La música y las proyecciones funcionan en un equilibrio que se mantiene durante toda la actuación, mientras los brazos del público se estiran hacia el cielo una y otra vez y los cuerpos se doblan sin interrupción. Hasta las 3:14 de la madrugada.
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