Iker Armentia es periodista. Desde 1998 contando historias en la Cadena Ser. Especializado en mirar bajo las alfombras, destapó el escándalo de las 'preferentes vascas' y ha investigado sobre el fracking. Ha colaborado con El País y realizado reportajes en Bolivia, Argentina y el Sahara, entre otros lugares del mundo. En la actualidad trabaja en los servicios informativos de la Cadena Ser en Euskadi. Es adicto a Twitter. En este blog publica una columna de opinión los sábados.
Las salas de cine para niños: una derrota más en la guerra de la atención
No es una sala de cine al uso. En uno de los costados hay un gran tobogán entubado que desciende desde la última fila de butacas hasta los pies de la pantalla. Las crías salen disparadas hacia allá en cuanto entras en la sala. Tú te sientas a distraerte con el móvil mientras de reojo vigilas que no se abran la cabeza o se la abran a alguien (si hay que elegir, prefiero lo segundo). Algunas de las butacas tradicionales han sido sustituidas por una especie de pufs para que veas la peli como si estuvieras en una reunión de trabajo de Google. La cadena de cines aclara que “para preservar el ambiente familiar, no se permite el acceso a los adultos sin la compañía de un menor”. Es una forma de decir que los curas no pueden pasar. Toda prevención es poca.
El mecanismo de esta sala de cine consiste en que la chavalería tiene dos momentos para desatar su ira contra el mundo en el supertobogán: antes de empezar la película -bueno, vale, bien-, y… ¡en plena proyección de la película! Está Ralph rompiendo internet y de repente se rompe la propia película. Se para todo como si Santiago Abascal acabara de tomar la Moncloa a caballo y fueran a poner marchas militares.
Un aviso en la pantalla explica que llega el segundo ratico para que la muchachada se lance a destrozarse las rodillas en el tobogán antes de reanudar la película. Va para allá la avalancha y tú te quedas con cierto gesto aturdido preguntándote qué narices ha pasado para que corten la película si en la sala los niños estaban disfrutándola sin subvertir la Constitución. Qué necesidad.
Así más o menos funcionan las salas “adaptadas” para niños que han proliferado en los últimos años en España. Salas que no dejarían de ser una estrategia de marketing más para atraer a la gente al cine -como dar de cenar en las butacas y quién sabe si un día podremos ver las pelis mientras no las vemos, todo un avance distópico-, si no fuera porque son una señal más del retroceso en la batalla por mantener a salvo nuestra capacidad de atención y concentración.
Vivimos en la era de los hiperestímulos y la multiactividad. Los algoritmos trabajan para que no pasemos demasiado tiempo inmersos en una sola tarea. Saltan las notificaciones whataspp mientras sigue engordándose la lista de mails pendientes. Escuchamos titulares-tuits de los políticos al tiempo que Facebook nos dice a dónde mirar. Hemos aprendido a ver la televisión con el mando en una mano y las redes sociales en la otra. Estamos sometidos a manipuladores de la psicología de masas que, como escribía Javi Salas, saben lo que engancha y siguen el ejemplo de las máquinas tragaperras. Quieren nuestro tiempo y nuestra atención. Es el reverso de la Fuerza de eso tan edificante que iba a ser el internet jedi.
Hiperconectados y sin un descanso mental adecuado, nos hemos acostumbrado al estrés cognitivo de ver las cosas a pedazos y dejar casi todo a medias, a no profundizar demasiado y nadar en la superficie. Todo lo que no consiga captar nuestra atención en el primer golpe es desechado. Siempre habrá algo más atractivo (o chillón) llamando a la puerta. Ha ganado la fragmentación de los contenidos y, por extensión, de nuestros hábitos.
Y, llegados a este punto, a los críos en los cines han decidido interrumpirles ese trance maravilloso que es adentrarse en una historia de ficción. La experiencia mágica de ver una película en una gran pantalla a oscuras se ha rebajado a la cotidianidad digital de darle al pause en un vídeo de youtube. Una derrota más en lo que parece ya una causa pérdida.
No es una sala de cine al uso. En uno de los costados hay un gran tobogán entubado que desciende desde la última fila de butacas hasta los pies de la pantalla. Las crías salen disparadas hacia allá en cuanto entras en la sala. Tú te sientas a distraerte con el móvil mientras de reojo vigilas que no se abran la cabeza o se la abran a alguien (si hay que elegir, prefiero lo segundo). Algunas de las butacas tradicionales han sido sustituidas por una especie de pufs para que veas la peli como si estuvieras en una reunión de trabajo de Google. La cadena de cines aclara que “para preservar el ambiente familiar, no se permite el acceso a los adultos sin la compañía de un menor”. Es una forma de decir que los curas no pueden pasar. Toda prevención es poca.
El mecanismo de esta sala de cine consiste en que la chavalería tiene dos momentos para desatar su ira contra el mundo en el supertobogán: antes de empezar la película -bueno, vale, bien-, y… ¡en plena proyección de la película! Está Ralph rompiendo internet y de repente se rompe la propia película. Se para todo como si Santiago Abascal acabara de tomar la Moncloa a caballo y fueran a poner marchas militares.