(Bilbao, 1959). Ha sido guionista de radionovelas de humor, cómic (El Víbora, Cimoc...) y numerosas series de televisión (Farmacia de guardia, Turno de oficio...). Ha publicado los libros de relatos, novelas históricas juveniles. Su novela Voracidad fue Premio Euskadi de Literatura 2007. Ha sido traducido al francés, alemán, italiano, ruso, búlgaro, noruego y euskera. Es columnista de opinión en el diario El Correo y otros periódicos de Vocento. Dirige el festival La Risa de Bilbao, Semana Internacional de Literatura y Artes con Humor.
Sombrereros locos
Ella y su novio, ambos en la cincuentena, se pusieron de acuerdo en cometer el asesinato en un descanso de su cotidiano trote vespertino por el paseo de Abandoibarra. Lo hablaron haciendo estiramientos junto a las patas de la escultura de la inquietante araña de Louise Bourgeois, que compone con el arco rojo del puente de la Salve y el titanio del Guggenheim una estampa de película de serie B de ciencia ficción. Ella miró con anhelo la entrada del Nerua, el restaurante de lujo adosado al museo. Si el plan de matar a su tacaña madre salía bien, ella, como única heredera de la pingüe fortuna, escaparía por fin de una vida siempre escatimada y, antes de convertirse en una vieja, podría realizar el deseo de comer en ese y otros restaurantes exclusivos de Bilbao.
La hija vivía con su madre, una vivaz anciana de resistente mala salud, en un espacioso piso de la calle Buenos Aires. Todas las mañanas, la hija le compraba a la madre para el desayuno un bollo de mantequilla en la reputada pastelería y cafetería New York. Esa costumbre y un centenar de termómetros almacenados le dieron la idea de cómo ejecutar el parricidio.
La hija trabajaba por un bajo salario en una tienda de todo a un euro situada enfrente del reconstruido mercado de La Ribera. La venta de termómetros con barra de mercurio había sido prohibida, por la toxicidad del metal líquido, y una partida de termómetros de pared con barra roja âel mercurio es incoloro y precisa un colorante para poder verloâ permanecía olvidada en el almacén. La hija sabía que el mercurio es un veneno que mata poco a poco y apenas deja rastro. Así se lo contó a su novio, en voz baja, mientras tomaban unos vinos por el Casco Viejo.
El novio vivía en un modesto piso de Barrencalle. Bajo su casa estaba el Katu Zaharra, un veterano bar de copas y rock que era su última parada etílica antes de trepar por la angosta escalera del inmueble. Pero antes de tomar la espuela en el Katu, el novio, una vez que se libraba de ella, cruzaba la ría y ponía en práctica su doble vida en los servicios de locales nocturnos de ambiente homosexual.
Cada mañana, la hija abrió el bollo del desayuno de su madre y rompió con sumo cuidado la barra de un termómetro sobre la mantequilla. Las inaprensibles bolitas rojas quedaban atrapadas en la blanca capa, componiendo un extraño homenaje a los colores emblemáticos de Bilbao. Después, montaba el bollo de nuevo y se lo servía a la madre, que lo devoraba con apetito de anciana.
Pero al cabo de cuarenta días y cuarenta termómetros la vieja seguía viva y sin dar muestras de mayores problemas de salud que los habituales. El novio le explicó a su novia que se había informado de por qué la maquinación no funcionaba. Hacía falta mucha más cantidad de mercurio por dosis para que causara la muerte. El mercurio en pequeñas cantidades lo que vuelve es loco. La novia reconoció que su madre se mostraba últimamente aún más excéntrica. El novio recalcó que por eso se decía en el pasado, cuando las calles iban por gremios, que la de Sombrerería estaba llena de tenderos chalados. Los sombrereros usaban mercurio para tratar las badanas. Sin olvidar al sombrerero loco de 'Alicia en el país de las maravillas'.
Decidieron que había que duplicar la dosis. Todavía quedaban en el almacén de la tienda de La Ribera más de sesenta termómetros que nadie iba a echar en falta.
Mas la música del azar y sus sorprendentes compases encadenados hicieron que la lúgubre opereta matinal desafinara. Fue al poco tiempo del incremento de mercurio por bollo. La chica que venía a limpiar el piso de la calle Buenos Aires vio el bollo en el desayuno todavía intacto de la madre, que había ido al baño antes de dar cuenta del mismo. Como buena dominicana golosa cedió a la tentación de abrir el bollo y untar un dedo en la mantequilla. Y allí se encontró con el peculiar sembrado de bolitas rojas, que intentó en vano coger y no supo lo que eran. Cerró el bollo y no dijo nada a la señora ni a la hija, a la que detestaba porque era una estirada y una borde con ella. Pero la chica trabajaba también en el servicio de habitaciones del hotel Abando y tenía amistad con una camarera de la cafetería, a la que contó el hallazgo. La camarera, picada a su vez por la curiosidad, se lo comentó a su marido, que era policía, un ertzaina. El marido le dijo que se lo preguntaría a los de la científica.
La policía se personó en el piso de la madre a la hora del desayuno, que era siempre la misma. Tras las comprobaciones precisas, la hija fue interrogada a fondo y cantó pronto, pero mantuvo a su novio al margen. Fue detenida y el juez dictó auto de prisión preventiva. El novio no volvió a verla y desapareció de escena.
Y en su desenlace es donde el caso trasciende de ser una trama negra tan salpicada de caspa como de mercurio, a elevarse a la grandeza de los conflictos de la condición humana de las tragedias de Shakespeare. La hija quedó a un lado, entre rejas, y el protagonismo lo tomó la madre. La anciana se sintió hundida hasta la más profunda desolación al saber que su hija había querido asesinarla por dinero. Pero una madre hace cualquier cosa por una hija, más allá de cualquier extrema circunstancia. La madre se puso en contacto con el mejor abogado penalista de la ciudad. Le pidió que consiguiera que su hija pasara en la cárcel el menor tiempo posible. El dinero que fuera a costarle no le importaba.
El abogado prácticamente ganó el juicio, obteniendo una sentencia de pena mínima que la hija ya había cumplido casi en su totalidad.
Después, al final, madre e hija volvieron a vivir solas, juntas. Nunca hablaron del asunto; tejieron ambas una sordina mutua de silencio. La hija siguió viendo los restaurantes de lujo solo desde la entrada y comprando cada día un bollo de mantequilla a la madre en la vecina pastelería New York. La anciana, hasta su muerte, nunca miró si dentro del bollo la mantequilla volvía a ser roja, como la sangre.
Ella y su novio, ambos en la cincuentena, se pusieron de acuerdo en cometer el asesinato en un descanso de su cotidiano trote vespertino por el paseo de Abandoibarra. Lo hablaron haciendo estiramientos junto a las patas de la escultura de la inquietante araña de Louise Bourgeois, que compone con el arco rojo del puente de la Salve y el titanio del Guggenheim una estampa de película de serie B de ciencia ficción. Ella miró con anhelo la entrada del Nerua, el restaurante de lujo adosado al museo. Si el plan de matar a su tacaña madre salía bien, ella, como única heredera de la pingüe fortuna, escaparía por fin de una vida siempre escatimada y, antes de convertirse en una vieja, podría realizar el deseo de comer en ese y otros restaurantes exclusivos de Bilbao.
La hija vivía con su madre, una vivaz anciana de resistente mala salud, en un espacioso piso de la calle Buenos Aires. Todas las mañanas, la hija le compraba a la madre para el desayuno un bollo de mantequilla en la reputada pastelería y cafetería New York. Esa costumbre y un centenar de termómetros almacenados le dieron la idea de cómo ejecutar el parricidio.