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Cástor González Álvarez, las fotos de un artista avilesino en el frente vasco (1937)

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Cuando a finales de los años 80 del pasado siglo se presentó en la librería Cástor de Avilés un hombre que frisaba los setenta años y el ánimo de dejar en depósito unos libros que había escrito con una serie de artículos de opinión de marcado interés político (1), el dueño de aquel negocio, también en la setentena, declinó cortésmente el ofrecimiento, pues la librería, que había conocido mejores tiempos, iba a cerrar definitivamente. Pero mientras tomaba uno de aquellos libros para ojearlo la sorpresa dio paso de inmediato a la incredulidad, ya que el nombre del autor, Avelino Roces, le era totalmente familiar, por lo que se dirigió a aquel desconocido para preguntarle si lo había escrito él, a lo que le respondió afirmativamente, iniciándose un diálogo que hizo que aflorasen a borbotones, atropellándose incluso, los recuerdos y las emociones de un tiempo, allá por la primavera de 1937, en que ambos habían coincidido en el País Vasco durante la cruenta Guerra Civil, pues habían sido camaradas de armas. —¿Pero tú eres Avelino Roces? —Él, sorprendido, le contestó que sí, a lo que el librero le preguntó si no le conocía, y Avelino, con cara de extrañeza, le dijo que no.

No espere el lector ver el trabajo de un Seymour, de un Capa o de una Taro, sino unas instantáneas bien encuadradas tomadas por un hombre realmente vinculado a aquellos lugares y personas que sin duda retrató con el ánimo de preservarlos del olvido

Entonces Cástor, pues así se llamaba aquel hombre por si no lo han adivinado ya, le miró y le dijo —espera, que ahora me vas a conocer —y se dirigió a la trastienda, de donde regresó con unas fotografías que mostró a su sorprendido interlocutor, preguntándole si no las conocía. Avelino las tomó, las miró detenidamente y comenzó a nombrarlos a todos. —Este es el capitán Coll, este el comandante Garsaball y este… ¡Soy yo! —Luego detuvo su mirada en otra y dijo —este era el teniente informador del batallón. ¡Cástor se llamaba! —En ese momento el librero le miró fijamente y le dijo que era él. Avelino se quedó blanco y a continuación ambos se abrazaron llorando emotivamente. Más tarde, Avelino contaría que cuando Cástor se metió en la trastienda solamente pensaba en qué le habría hecho a esa persona, e incluso llegó a temer por su vida creyendo que saldría con una pistola para matarle.

La historia es verídica y la contaba Cástor González Ovies, hijo de nuestro protagonista, a Guillermo Tabernilla, uno de los autores de este blog, durante la entrevista que se le hizo para este artículo que dedicamos al polifacético artista avilesino, que llegó a Bizkaia tras una sólida formación que abarcaba la música, la pintura y el dibujo y una curiosidad que transmitió en una serie de fotografías (y también caricaturas) con enorme interés documental, no solo por la falta de materiales que tenemos de la llegada de las primeras brigadas expedicionarias de Asturias a Euskadi, sino por los lugares y personas que recoge y el contraste que nos ofrece un paisaje vizcaíno que estaba cambiando con el paso de la guerra y que ya nunca volvería a ser igual. Un periplo que intentó ilustrar con una cámara Kodak de fuelle a la que había modificado para tirar el doble de fotos y cuyo resultado son las 55 imágenes que se han conservado, de las que se ha hecho una pequeña selección de las más significativas para ilustrar estas líneas dedicadas a glosar su trayectoria y figura, con especial interés en el devenir de su unidad: la 1ª Brigada expedicionaria de Asturias, bajo el mando de Ramón Garsaball, en su primer mes de estancia en los frentes vascos allá por abril de 1937.

No espere el lector ver el trabajo de un Seymour, de un Capa o de una Taro, cuyas imágenes de verdadero fotoperiodismo carecen en cambio —y no por demérito de los citados fotógrafos, sino por otras circunstancias de las que ya hemos hablado (2)- de los descriptores onomásticos y geográficos necesarios para que alcancen todo su valor como documento, sino unas instantáneas bien encuadradas tomadas por un hombre que estaba realmente vinculado a aquellos lugares y personas que sin duda retrató con el ánimo de preservarlos del olvido, una afortunada resiliencia que nos ha permitido retomar materiales ya investigados sobre los asturianos hace 20 años y darles un nuevo enfoque. Por otra parte, el paso del tiempo no ha sido clemente con los negativos, que están sucios, una delicada tarea que ha quedado para Cástor hijo, quien está haciendo un gran esfuerzo para que todo este fondo adquiera el valor que se merece. Hemos tratado de mejorar las fotografías sirviéndonos de avanzados programas informáticos para compartirlas del mejor modo posible con nuestros lectores, prevaleciendo, sobre cualquier otro, su interés documental. No en vano, a nosotros nos interesa la microhistoria.

Como dice su biógrafo Ramón Rodríguez, Cástor González Álvarez nació en Avilés en 1913 en el seno de una familia acomodada y muy enraizada en la vida cultural de la villa asturiana, comenzando sus estudios de violín a los 9 años, a los que dedicó toda su juventud hasta la finalización de estos en el Conservatorio de Oviedo. Muy pronto comenzó a ganarse la vida como violinista, ya fuese acompañando las proyecciones de cine mudo del Teatro Iris o amenizando los bailes de salón de la alta sociedad asturiana con la Orquesta Camuesco (3). Paralelamente, empezó una temprana afición al dibujo desde la aulas de la Escuela de Artes y Oficios, donde se vio atraído por el naturalismo, lo que le dio el bagaje suficiente como para abordar —desde cierto desencanto por los sueños rotos de muchos jóvenes y talentosos dibujantes avilesinos que, como él, habían visto, frustradas sus opciones de exponer debido a la grave epidemia de tifus y la consecuente suspensión de la exposición del verano de 1928- la acusada atracción que sentía por la caricatura, que coexistía por aquel entonces con cualquier otra de sus manifestaciones como artista, incluyendo la pintura, que también practicó en su juventud, como el óleo. De este modo, en un momento en que profundizaba en sus estudios de piano, nacía un ágil y satírico dibujante que, paradójicamente, vería en la guerra el momento de manifestarse con toda naturalidad. Para entonces, ya estaba afiliado a la Unión General de Trabajadores (UGT), sin duda influenciado por su padre, que era socialista.

La rebelión militar de julio de 1936 y la consiguiente Guerra Civil llevó consigo la movilización de la quinta del joven artista avilesino por las fuerzas republicanas apenas cuatro meses después del comienzo de las hostilidades, pasando a engrosar las filas del batallón comunista “Somoza”, así conocido por el nombre de su jefe, el mayor de milicias José Rodríguez Somoza. Sus primeros combates los libraría en “los frentes de Trubia, El Escamplero y Brañes” (4). El comienzo de las operaciones que con gran alarde de medios habían comenzado los rebeldes en los frentes vascos el 31 de marzo de 1937 requirió el envío de dos brigadas asturianas a Bizkaia, bajo el mando de Ramón Garsaball y Mateo Antoñanzas. La segunda en llegar al teatro de operaciones, a pesar de tratarse de la primera, sería la de Garsaball, que estaba formada por los batallones de Asturias n.º 23 (antiguo “Juanelo de Laviana”, mayor Fermín López Naves, socialista), n.º 28 (antiguo “Mateotti”, mayor José Torre Antuña, socialista) y el n.º 34, que era el ya citado “Somoza”. Para entonces, y debido a sus conocimientos de dibujo y a la posibilidad de interpretar planos, Cástor había pasado de simple miliciano a teniente informador, grado con el que llegaría a la localidad vizcaína de Zeanuri, donde toda la brigada se preparaba para las operaciones de combate, que tendrían lugar para los hombres del “Somoza” durante la madrugada del 11 de abril. La de Antoñanzas ya lo había hecho cuatro días antes, participando en el primer ataque sobre la porfiada cumbre del Saibigain (5).

En ese momento, la situación del frente que defendía el Ejército vasco, que había agotado gran parte de sus reservas, era muy delicada, pues las tropas del general Mola habían llegado, tras una semana de terribles combates, a la divisoria de los puertos de Barazar, Zumelza (Dima) y Urkiola. El Gorbea, el mítico monte bocinero, se mantenía en manos vascas, pero los rebeldes ocupaban, en sus estribaciones, Oketa, las cotas 729 y 781, Arralde, Abarokorta, Abaro y se proyectaban hasta el Altun. Ante una situación de pérdida continua de terreno, el mando había dado orden de que el repliegue se hiciese sobre posiciones dominantes y se activase un contraataque “con toda energía” cuando llegase la noche o un tiempo que impidiese la presencia de la aviación contraria, siempre omnipresente. Al amanecer del 11 de abril se produjo la primera operación de los gubernamentales sobre las posiciones de Arralde, Altun y Saibigain. A los milicianos del Somoza les correspondió —subiendo a Arimekorta desde Ipiñaburu en una marcha nocturna en la que invirtieron diez horas- atacar Arralde, que estaba defendida por un destacamento del Sicilia, al que derrotaron. Pero tras solicitar infructuosamente el refuerzo del batallón Rebelión de la Sal, que debía relevarles, se tuvieron que retirar por un contraataque rebelde y sufrieron un grave quebranto, siendo las bajas totales 27 muertos y 43 heridos (6). Al día siguiente, durante la gran operación de rectificación de la línea del Ejército vasco, las tropas asturianas lideraron los ataques en todo este frente. Mientras los de Antoñanzas tomaban el Saibigain, el “Juanelo” y el “Mateotti” atacaban las posiciones de Altungana y Altun respectivamente. El primero conseguiría su objetivo, pero se tuvo que retirar ante la rápida reacción de los rebeldes, que les causaron 15 bajas, mientras que el segundo se acercaría hasta un pinar situado a 400 m del enemigo entre Altun y Barazar, teniendo que retirarse igualmente.

Tras unos días manteniendo sus posiciones en el frente, los hombres de la brigada de Garsaball fueron retirados a descansar a la cercana localidad de Areatza (Villaro), pero dejemos que sea el propio comandante del “Juanelo”, Fermín López Naves, quien nos relate aquellas primeras experiencias de los batallones asturianos en los frentes vascos: “El frente está roto y no hay línea. Establecida esta y tomado contacto con el enemigo, se proyecta nuestra primera operación en tierras bilbaínas. Desde las crestas de los montes […] y Gorbea se domina perfectamente con la vista el campo de aviación de Vitoria y esta capital. En la operación no obtenemos más ventaja que la de castigar fuertemente al enemigo. Al día siguiente, la aviación enemiga nos hace una primera visita con gran número de aparatos. Hasta el 22 estamos en este frente sin más actuación que la de fortificar y en esta fecha fuimos relevados para descansar en el pueblecito de Villaro” (7).

Las fotografías de Cástor recogen todo ese periodo; en tres de ellas puede verse a milicianos del Somoza en el refugio de Aguiñalde, en las campas de Arimekorta, mientras que el resto recoge escenas relajadas en Areatza, donde se fotografían con algunas muchachas que han acudido a visitarles, destacando las tomadas en el chalé que les sirve de alojamiento. Lógicamente, Cástor es el protagonista de varias, ya sea sentado en una moto de la Ertzain Igiletua (Motorizada), en las escaleras del chalé, en el muro de la entrada, en la terraza —donde aprovecha para fotografiar a compañeros y paisanos- y también aparecen mandos de la brigada como Garsaball, Coll o el propio Roces en su calidad de comisario inspector. También recogen visitas a Bilbao y Portugalete, además de una curiosa foto del humilladero de Morga, donde también estuvieron desplegados durante las operaciones. En mayo Garsaball dejó el mando de la brigada para pasar a hacerse cargo de todas las fuerzas expedicionarias de Asturias, siendo sustituido por José Rodríguez el Caleyu. Durante todo este tiempo, Cástor aprovechó para hacer algunas interesantes caricaturas sobre las personas con las que trataba, denotando un espíritu crítico que le acompañaría toda su vida.

El recorrido de la brigada en los frentes vascos los llevó a Rigoitia a finales de abril de 1937, luego a Bizkargi, Peña Lemona, Galdakao, Artxanda, Bilbao, Muskiz y Castro Urdiales, regresando finalmente a Asturias cuando comienza el verano de 1937. Terminada la guerra en el norte, Cástor fue hecho prisionero y trasladado a La Cadellada (Oviedo) y como último destino al campo de San Marcos (León), donde fue sometido a consejo de guerra, pues pesaban sobre él varios informes desfavorables, y tras diversos avatares fue condenado a tres años de internamiento. Durante su estancia en San Marcos aprovechó para organizar una suerte de comunidad en la que puso a trabajar a “dibujantes, orfebres y artesanos varios, encargándose de los trabajos de restauración del antiguo hospital” (8). También tocaba el armonio y creó a su “alter ego”, el personaje de “Marquitos”, que bajo la apariencia de un pícaro querubín simbolizaba su ansia de libertad y le permitía transmitir los anhelos y necesidades que sentía. A principios de 1940, al finalizar su periplo carcelario, ya se encontraba de vuelta en Avilés. Ingresó en la escuela provincial de cámara como primer viola y también regresó a la pintura y al dibujo con el ánimo de prosperar, pero la realidad de una dura posguerra era terca y el artista que se declaraba a sí mismo como autodidacta, a pesar de su proyección y buenas críticas, se veía asimismo constreñido a su Avilés natal, sin que eso supusiese demérito alguno, pues anhelaba, por puro retraimiento y timidez, llevar una vida normal tanto como poder presentarse ante sus convecinos con todo su talento, llegando a su cenit con motivo de la exposición de acuarelas de agosto de 1946. Fue el punto de partida de una gran aventura personal que le llevaría a exponer en Gijón, León y otras partes. Finalmente, el artista se vería realizado en la acuarela, aunque ese empuje, forzado por la realidad, acabaría finalmente extinguiéndose, ya que vivir de la pintura era una utopía (9).

En 1955 solicitó un empleo como delineante en la fábrica de Arnao de la Real Compañía Asturiana de Minas, pero el artista seguía creando, ya fuese realizando carteles, decorando armarios en la residencia familiar o los murales del acceso a los laboratorios de la propia fábrica. Viajó a París acompañado de sus libretas, que llenó de dibujos, y poco después de su regreso, en 1956, se casó con Josefina Ovies. El viaje de novios los llevaría a Nueva York y a Cuba, y a la vuelta cumpliría su sueño de abrir una librería, un lugar privativo y propio donde su mente inquieta pudiese ser más libre, conformando un espacio diferente que también pudiese servir a la creatividad de otros, a la cultura, por el que pasaron, a decir de su hijo, “personajes de toda índole”. En 1970 expuso en Avilés sus tan preciadas caricaturas a través de una antología que comenzaba nada menos que en 1928. Un nuevo éxito entre los suyos, para romper aquel tópico de que nadie es profeta en su tierra. Pero la vida es evolución constante y comenzó a transitar por un mundo personal donde la fantasía llegaba hasta sus trazos, demostrando que el niño que dibujaba influenciado por el naturalismo había echado a volar la imaginación. Fue el tiempo en que dibujaba figuras fantasmales y alegóricas, de imposibles formas. En 1987 echó el cierre a la librería, pero su mente, la de un artista polifacético e integral, no lo hizo nunca, al menos no con su consentimiento. Falleció en 2001. El paso de Cástor por Bizkaia durante aquella primavera de 1937 se puede considerar poco más que una anécdota entre las miles de vidas arrojadas a la hoguera de la guerra, pero su mirada y creatividad también sirven a los fines de la microhistoria, como hemos demostrado aquí, porque los materiales, si son buenos y se les trabaja, como ha hecho su hijo, son para siempre.

(1) Avelino Fernández Roces. (1985). Hombres y cosas. Entre sorbo y sorbo y crónicas viajeras. Selección de artículos periodísticos publicados durante el exilio. Barcelona: César Viguera Editor.

(2) Guillermo Tabernilla. Bizkaia enero de 1937. Las fotos de Chim de la “Maleta Mexicana”. Historia de unos materiales de cultura vasca. (23 de diciembre de 2016).

(3) Ramón Rodríguez. (2014). Cástor (Cástor González Álvarez) 1913-2001. Avilés: Ediciones Nieva. P. 16.

(4) Ibídem. P. 24.

(5) Guillermo Tabernilla y Julen Lezamiz. (2002). Saibigain, el monte de la sangre. Bilbao: Asociación Sancho de Beurko. Pp. 45-46.

(6) Ibídem. P. 71. Esta información está recogida de los propios partes de operaciones de la brigada de Garsaball (CDMH, PS Gijón, L. 83, Expte 2). Sin embargo, Beldarrain, reproduciendo la opinión de los mandos del batallón nacionalista vasco Rebelión de la Sal, afirma que el Somoza fue repelido con grandes bajas sin llegar a tomar Arralde (Larralde dice él), al avanzar hasta allí desde Atxuri confiadamente, sin hacer caso de la maniobra que procedía para copar al enemigo, que ya debía estar avisado (Pablo Beldarrain. [1991]. Historia crítica de la guerra en Euskadi. Bilbao: Edición del autor. P. 130). En cualquier caso, nada de esto, de ser así, sería achacable a los asturianos, que eran recién llegados al sector y no conocían la zona, moviéndose por todas partes con guías. También habla de desmanes cometidos en la retaguardia y otras cosas, que sin negar la posibilidad de que hayan sucedido puntualmente, se han convertido ya en un tópico para hablar de la presencia de las milicias asturianas en Bizkaia.

(7) Carlos Rojo Pérez (ed). (2011). Memorias de Fermín López Naves. Oviedo: Fundación José Barreiro. P. 42.

(8) Ramón Rodríguez. Op. Cit. P. 26.

(9) Ibídem. P. 82.

Cuando a finales de los años 80 del pasado siglo se presentó en la librería Cástor de Avilés un hombre que frisaba los setenta años y el ánimo de dejar en depósito unos libros que había escrito con una serie de artículos de opinión de marcado interés político (1), el dueño de aquel negocio, también en la setentena, declinó cortésmente el ofrecimiento, pues la librería, que había conocido mejores tiempos, iba a cerrar definitivamente. Pero mientras tomaba uno de aquellos libros para ojearlo la sorpresa dio paso de inmediato a la incredulidad, ya que el nombre del autor, Avelino Roces, le era totalmente familiar, por lo que se dirigió a aquel desconocido para preguntarle si lo había escrito él, a lo que le respondió afirmativamente, iniciándose un diálogo que hizo que aflorasen a borbotones, atropellándose incluso, los recuerdos y las emociones de un tiempo, allá por la primavera de 1937, en que ambos habían coincidido en el País Vasco durante la cruenta Guerra Civil, pues habían sido camaradas de armas. —¿Pero tú eres Avelino Roces? —Él, sorprendido, le contestó que sí, a lo que el librero le preguntó si no le conocía, y Avelino, con cara de extrañeza, le dijo que no.