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La pelea de Eusebio contra el amianto, el “asesino invisible”

Amianto

Nagore Tormes Pabola

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1 de junio de 2001. Eusebio Pabola se dirige con Antonia Ortiz, su mujer, al hospital de Santa Marina, pendiente de los resultados de unas pruebas que le realizaron días antes. Lleva el abrigo azul del Osasuna que le regalaron sus hijos para que le dé suerte. Mientras esperan al médico, suda, se le aceleran las pulsaciones y mira disimulando sus nervios a Antonia. No quiere preocuparla, pero sabe que le esperan malas noticias. Efectivamente. Asbestosis.

El doctor le explica que el amianto, una sustancia cancerígena, causa la mitad de las muertes por “cáncer ocupacional”, es decir, el vinculado con el trabajo realizado por el enfermo. Pero Eusebio sabe de sobra su letalidad. Pensativo, se le pasan por la cabeza los rostros de compañeros de trabajo en su mismo cargo a los que la vida se les apagaba lentamente por cargar aquellos “malditos sacos” de amianto.

Un nuevo proyecto

Eusebio trabajó durante 28 años (del 1971 al 1999) como calorifugador en Montero Kaefer de Arrigorriaga, una empresa de servicios industriales, en la que también fue delegado de CCOO en el comité de empresa. Sin saberlo, estuvo inhalando amianto jornada tras jornada. Vio cómo morían decenas de amigos suyos años después de dejar el trabajo por afecciones de pulmón, entre otras. Por ello, coincidiendo con cómo le recuerda J.U., de CCOO: “Fue un luchador incansable, no luchó sólo por él sino también por los que venían detrás”, optó por crear una asociación para las víctimas del amianto en Euskadi, a la que llamaron ‘ASVIAMIE’.

Esta organización, se define como personas afectadas y familiares cuya pretensión es el apoyo “social y psicológico”, la asistencia y el asesoramiento a las víctimas del amianto, así como la “defensa y promoción” de los intereses de las personas afectadas.

Mi intención era tirarme por el balcón porque no podía aguantar el dolor

Eusebio Pabola afectado por el amianto

Una asociación que va más allá de lo meramente jurídico centrándose en las personas, tal y como cuenta N.B., integrante de ASVIAMIE: “Vimos que había que crear una organización para dar a conocer a las personas afectadas, tanto enfermos como familiares, que no están solos y que tienen un respaldo detrás, que no son los únicos trabajadores que lo sufren y que cuanto más unidos estemos, más fuerza tendremos”.

Antonia Ortiz, sentada en el sofá de casa, con los ojos llorosos, su perro sin parar de darle lametones y un viejo álbum de fotos entre las manos, recuerda los años en los que Eusebio trabajó para la empresa en la que contrajo la enfermedad.

—Cargaba aislantes llenos de amianto durante todo el día, tanto él como sus compañeros almorzaban encima de los sacos, como quien come tranquilo sentado en un banco. Todo esto, por supuesto, sin ningún tipo de protección, solo con una mascarilla de papel. La empresa nunca les informó sobre la presencia de ese material cancerígeno.

—¿Qué fue lo primero que se le pasó por la cabeza al escuchar el diagnóstico del médico?

—En mis hijos. Mi marido traía el amianto a casa en el mono de trabajo y yo lo lavaba día tras día, así que, de manera indirecta, tanto mis hijos como yo inhalábamos amianto de su buzo. Quién sabe si alguno de nosotros lo respiramos lo suficiente como para caer enfermos en unos años…

Palabras con forma de cuchillo

Pabola, descontento con las sentencias que dictaban los juzgados a los afectados, decidió que era el principio del fin: “A todos los que vengan tras de mí, han de serles reconocida la enfermedad profesional”. Por ello, fue la cara visible de muchos trabajadores en documentales como “Asbestos”, en 2006 y “La plaza de la música”, en 2010. En el segundo de ellos, sentado en el sillón de su casa, conectado de por vida a una bomba de morfina que le implantaron bajo la piel y con el tic-tac del reloj que, paradójicamente anuncia que el tiempo se le acaba, dio testimonios desgarradores: “Estaba yo solo en el pueblo, llamé a mi mujer y le dije que mi intención era tirarme por el balcón porque no podía aguantar el dolor”. Su mujer recuerda ese momento con angustia:

—¿Qué sintió cuando le llamó hundido de dolor?

—Cogí el primer autobús que había dirección Puente la Reina, se me saltaron las lágrimas cuando me dijo que se quería matar.

Eusebio desconocía que, 5 años después de aquella llamada, su corazón dejaría de latir.

Haizea Riezu, nieta del afectado, muestra entrevistas que su aitite realizó a diversos medios como El País y Gara, entre otros:

—De las que tienes en la mano, ¿Cuál es la entrevista que más le ha marcado?

—No recuerdo en cuál era, pero hay una frase que dijo que cada vez que la leo retumba en mi cabeza: “los empresarios nos han matado en vida, es cruel”.

Eusebio dijo sentirse “completamente engañado” de cara a la empresa y a las instituciones, ya que después de tantos años dedicados a ella, los ‘mandamases’ nunca les advirtieron del peligro que corrían, burlándose hasta de las inspecciones sanitarias. Así lo cuenta B.Z., uno de los pocos compañeros de Pabola que siguen aún con vida:

—Cuando venían a inspeccionar el taller a ver cómo de limpio estaba, te avisaban el día anterior: “Mañana van a venir, hay que hacer limpieza”, o sea que la inspección que hacían era rutinaria, porque para cuando iban a mirar, ya estaba todo limpio.

El último adiós

27 de enero de 2015, 7:45 de la mañana. Eusebio se levanta vomitando sangre, así que Antonia decide llamar a la ambulancia de inmediato. Con la alfombra de la habitación roja y el pijama tirado en el suelo, se dirigen al hospital. Una vez allí, el médico les informa de que se tendrá que quedar ingresado. Ambos saben que el tiempo se le agota. Durante los siguientes días, Eusebio pierde la capacidad de hablar, la movilidad y la escucha.

Los empresarios nos han matado en vida, es cruel

Eusebio Pabola

6 de febrero de 2015. Una enfermera de tez morena, alta y corpulenta, con cara de pena, entra en la habitación 212 del pabellón Revilla del hospital de Basurto. Informa a la familia de que van a desconectar a Eusebio de la máquina que le ayuda a seguir con vida. Exactamente 10 minutos después, sus pulmones inhalan el último soplo de aire para despedirse, siendo un ejemplo de lucha y perseverancia, de una familia que no le ha dejado caer ni un segundo. Isabel, su hija mayor, se acerca a su oído:

—Ya puedes descansar tranquilo, papá, nosotros terminaremos tu lucha.

Isabel Allende escribe en uno de sus poemas que la muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan. Por este motivo, N.B. dice que su coraje y empatía le convirtieron en uno de los “referentes de la pelea” contra el uso del amianto en Euskadi y que quienes se sienten en el juzgado por este motivo, recordarán que Eusebio dejó un “colchón blandito” bajo su asiento para favorecer la decisión judicial. Así pues, Pabola deja un gran legado a todo aquel que sienta que tiene que luchar por algo; rendirse no es una opción.

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