La gastronomia sin 'masters' ni 'tops'. El delantal, el rodillo y la mesa. El fogón y la cazuela. Alimentarse para disfrutar. 'Miel sobre hojuelas', un espacio para vivir con gusto de todos los sentidos.
¿Qué pan queremos?
Situación: entra usted a una panadería (que, en realidad, es un despacho de pan) por la mañana antes de ir a trabajar, en cuyo escaparate se anuncia con gran pompa y boato “Se vende pan caliente”. Compra usted una barra que, con suerte, envuelven con un papelito (cuando no se la dan en una bolsa de plástico) y se marcha tan campante y contento/a con su pieza calentita, que va comiéndose a pizcos por la calle. La deja en casa y se marcha a trabajar. Vuelve para comer y, cuando va a meterse a la boca otro pizco de pan a modo de aperitivo, se da cuenta de que esa preciosa barra se ha transformado en a) un chicle o b) un ladrillo.
Situaciones como ésta, nunca mejor dicho, son el pan nuestro de cada día. El pan, un producto que lleva entre nosotros siglos, que ha tenido sus altibajos, que ha salvado de hambrunas e inanición a millones de personas a lo largo de la historia, que ha sido símbolo de poder entre panaderos y molineros en el Medievo de países como Alemania, que es estandarte de otros como Francia y que en España fue abandonado a su suerte y a las grandes productoras hace unas décadas, para intentar ahora y muy poco a poco resurgir otra vez impulsado por algunos panaderos convencidos.
Ser panadero no es fácil ni ha estado nunca tan bien visto como otras profesiones (me ahorro los ejemplos), aunque en todas las casas se coma pan. Mucho menos que hace apenas unas décadas. En los años 60 consumíamos una media de 134 kilos de pan al año por persona, mientras los últimos datos de MAGRAMA hablan de poco menos de 36 kilos de pan por persona y año en 2012. Confluyeron muchos factores en la evolución del sector, que comenzaron por el cierre de los pequeños obradores y la aparición de las grandes industrias, el uso de los mejorantes panarios a la tradicional fórmula de harina, agua, levadura y sal, la proliferación de los despachos de pan con un producto estandarizado, el cambio de los hábitos de consumo, una formación de panadería escasa y dirigida exclusivamente a trabajar en trenes de laboreo u obradores mecanizados…
Si a eso le sumamos una buena campaña contra el consumo de pan desde algunas consultas médicas y muchas firmas dietéticas, que demonizaron un producto básico y le colgaron la etiqueta de engordar una barbaridad, y quizá el escaso atractivo que da comprar un producto insulso y de muy poca duración, entre otros motivos, nos plantamos en un consumo diario actual de apenas 100 gramos de pan en España por persona y día frente a los 250 gramos recomendados por la Organización Mundial de la Salud.
Lo cierto es que nuestro cerebro necesita seguir alimentándose de la glucosa procedente de los hidratos de carbono, por mucho que nos encante el chuletón, y 100 gramos de pan apenas alcanzan las 250 calorías. Muchos consumidores están despertando hacia un mayor cuidado en los productos que se llevan a la boca y una mayor exigencia de calidad a la hora de llenar la cesta de la compra. El protagonismo del pan resurge desde el trabajo de muchos profesionales que han decidido buscar en las raíces de su profesión, u otros que nunca dejaron de hacerlo, desde el gusto del consumidor, desde quien prueba a hacer pan en casa y descubre quizá en su horno que el pan sabe a otra cosa.
Lo que suceda en el futuro es una incógnita. Muchos profesionales se atrincheran en sus obradores y se escudan en los costes de producción (razón no les falta en parte cuando el trigo se ha convertido en otro producto especulativo más y su precio se decide en la bolsa de Chicago), convencidos de que cambiar no va a servir de nada porque el consumidor no lo va a apreciar. Otras empresas le ven las orejas al lobo y empiezan a desarrollar una estrategia de marketing y maquillaje, en la que parece que su producto cambia pero continúan vendiendo la misma calidad. Algunos se aprovechan en el precio con etiquetas como “casero” o “artesano”, con las que nos imaginamos a la abuela Rogelia levantándose a las dos de la mañana para amasar esa hogaza que acabamos de comprar a 10€. El cliente por su parte, tira a la basura la barra de pan-ladrillo mosqueado y convencido de que el panadero se está forrando a su costa. O, simplemente, se hace un lío con tanta sal yodada, media cocción o doble fermentación.
Sea como sea, algo está cambiando y el sector lo sabe. Muchos panaderos ya se han puesto manos a la obra y otros muchos nunca han dejado de hacerlo. Quizá algún día sea habitual que el cliente exija información acerca de los ingredientes que lleva la barra de pan que compra, de las propiedades que tiene el cereal con el que está elaborada. Exigirá un buen producto y quizá no tanto decenas de variedades que, en esencia, son la misma. Y seguramente sea lo normal también que haya alguien detrás del mostrador preparado para contestar sus preguntas. Y puede que dentro de un tiempo no haya que recorrer muchas panaderías para encontrar lo que uno busca. Y entonces puede que el oficio de panadero tenga el reconocimiento que se merece.
Situación: entra usted a una panadería (que, en realidad, es un despacho de pan) por la mañana antes de ir a trabajar, en cuyo escaparate se anuncia con gran pompa y boato “Se vende pan caliente”. Compra usted una barra que, con suerte, envuelven con un papelito (cuando no se la dan en una bolsa de plástico) y se marcha tan campante y contento/a con su pieza calentita, que va comiéndose a pizcos por la calle. La deja en casa y se marcha a trabajar. Vuelve para comer y, cuando va a meterse a la boca otro pizco de pan a modo de aperitivo, se da cuenta de que esa preciosa barra se ha transformado en a) un chicle o b) un ladrillo.
Situaciones como ésta, nunca mejor dicho, son el pan nuestro de cada día. El pan, un producto que lleva entre nosotros siglos, que ha tenido sus altibajos, que ha salvado de hambrunas e inanición a millones de personas a lo largo de la historia, que ha sido símbolo de poder entre panaderos y molineros en el Medievo de países como Alemania, que es estandarte de otros como Francia y que en España fue abandonado a su suerte y a las grandes productoras hace unas décadas, para intentar ahora y muy poco a poco resurgir otra vez impulsado por algunos panaderos convencidos.