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¿Árbitro o forofo?

María Diaz

Jurista —

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Abordar un tema de interés público, político o jurídico, manteniendo una perspectiva personal independiente,  es viable. Últimamente no hago más que percibir que nuestra rutina, tras recibir una información, consiste en recurrir de  manera automática a nuestra lealtad política de elección en busca de alguna orientación, para finalmente  expresar un parecer que no es sino el eco de la posición de dicho partido. Aunque no puedo evitar reconocer  que es la táctica más cómoda posible en un contexto de toma de decisiones, lo cierto es que terminamos  ajustando nuestras opiniones a las de otros. La lealtad irrompible a una persona o un grupo de personas  prevalece así sobre nuestro propio juicio y nuestros principios.  

Adaptamos nuestras opiniones cual forofo defiende la validez de un gol: ansioso porque sea válido, porque su  equipo consiga la victoria, no reparará en matizaciones arbitrales más de lo necesario. Desea que suba al  marcador. No dudará en exponer todas las argumentaciones posibles, reales o ficticias, a favor de la validez  del gol cuando el partido finalice. Mientras, el devoto incondicional del equipo contrario emprenderá una  labor igualmente intensa con el fin de sustentar que no era válido.  

En fin, ya no importa si el gol es válido o no, lo divertido es debatir. Las reglas arbitrales se han difuminado y se han acabado esfumando en medio de la discusión; muchos ni siquiera las conocen, aunque se llenen la  boca hablando de ellas. 

Y así, señoras y señores, es como nos volvemos expertos en argumentar, pero no necesariamente en entender el fútbol. Mientras en el deporte esta pasión puede ser inofensiva, en la política, donde la verdad objetiva es crucial, esta misma actitud se torna peligrosa. No solo nos limitamos a esperar pasivamente a escuchar lo que unos dicen para seguirlo ciegamente, sino que también nos concentramos en contradecir de manera automática toda  postura de aquellos con los que no simpatizamos. ¿Tan difícil resulta reconocer que podríamos compartir puntos de vista en ciertos temas con los del otro campo político (sí, aquellos que juegan al Yo Tengo La Razón  tanto como tú y como yo)? Escuchar y reflexionar de manera más abierta sobre todas las partes puede llegar  a ser agotador, incómodo y desesperante; pero también estimulante, valioso y –sobre todo– enriquecedor. 

En cuestiones políticas en las que no somos expertos, nuestra mejor estrategia para el debate es la prudencia. La sensatez se desvanece al pronunciar afirmaciones sin fundamento en una discusión donde solo se repiten  voces de terceros y donde reina la ignorancia. Elevar la calidad del debate pasa por contribuir de manera significativa a este, y no veo cómo podríamos hacer tal cosa si tan solo nos dedicamos a duplicar argumentos ajenos. 

Es vital que construyamos nuestras propias perspectivas de manera autónoma y, más tarde, las analicemos de  forma crítica comparándolas con las de aquellos que nos agradan y nos representan. Si hacemos lo contrario, lo que creemos ser nuestra opinión se desvelará, en realidad, como un mero reflejo de opiniones ajenas. Hace  unos días pude leer en algún lugar que conocer la verdad había sido desplazado por la preferencia hacia lo  cómodo, y no puedo estar más de acuerdo. Sin embargo, ¿no es más valioso defender la verdad, incluso cuando  su presencia nos confronta con dolor? ¿Acaso nos importa más adherirnos incondicionalmente a todo lo que  propone un grupo para sentirnos parte de él?  

Cuando la verdad deja de importar, los hechos objetivos son menos influyentes y tienen un menor impacto, nos aferramos a la desinformación, se crea polarización, se debilita la democracia. Creamos una sociedad poco funcional. Elegimos vivir una fachada engañosa en detrimento de abrir los ojos a la verdad con valentía.  Elegimos vivir manipulados. Elegimos vivir la posverdad.  

Evitar dar prioridad a lealtades partidistas nos protege de caer en la falta de coherencia, en la contradicción, en el fanatismo y en el dogmatismo. Para alcanzar dicho objetivo, promover la independencia de pensamiento y el desarrollo del criterio personal es crucial. Como ciudadanos, debemos ser capitanes de nuestro propio  rumbo, en lugar de que otros decreten nuestro camino a seguir. Solo ello nos permitirá pasar de ser gobernados  a ser representados: la verdadera interpretación del concepto democracia. Y la democracia importa. 

La diversidad de pensamiento puede ser tan sorprendente para nosotros mismos como un plot twist en nuestra  serie favorita. Sé el árbitro, no el forofo.

Abordar un tema de interés público, político o jurídico, manteniendo una perspectiva personal independiente,  es viable. Últimamente no hago más que percibir que nuestra rutina, tras recibir una información, consiste en recurrir de  manera automática a nuestra lealtad política de elección en busca de alguna orientación, para finalmente  expresar un parecer que no es sino el eco de la posición de dicho partido. Aunque no puedo evitar reconocer  que es la táctica más cómoda posible en un contexto de toma de decisiones, lo cierto es que terminamos  ajustando nuestras opiniones a las de otros. La lealtad irrompible a una persona o un grupo de personas  prevalece así sobre nuestro propio juicio y nuestros principios.  

Adaptamos nuestras opiniones cual forofo defiende la validez de un gol: ansioso porque sea válido, porque su  equipo consiga la victoria, no reparará en matizaciones arbitrales más de lo necesario. Desea que suba al  marcador. No dudará en exponer todas las argumentaciones posibles, reales o ficticias, a favor de la validez  del gol cuando el partido finalice. Mientras, el devoto incondicional del equipo contrario emprenderá una  labor igualmente intensa con el fin de sustentar que no era válido.