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Por un destino ceniciento para el nazi Priebke

El pasado 11 de octubre falleció en Roma a los 100 años de edad Erich Priebke, el último preso de guerra alemán. En marzo de 1944 un grupo de partisanos italianos atentó contra policías alemanes, causando 33 víctimas mortales. Como represalia, las autoridades alemanas resolvieron ejecutar a 10 presos italianos por cada alemán asesinado. A la administración de la cárcel se le fueron las cuentas y transfirió 335 presos, cinco más de los exigidos.

El miembro de las SS Priebke fue algo más el encargado de llevar la contabilidad durante la masacre subsiguiente perpetrada en las Fosas Ardeatinas, al lado de Roma; también participó pistola en mano en los fusilamientos. Una semana antes de su fallecimiento, la revista semanal del Süddeutsche Zeitung publicaba una entrevista con Priebke mantenida en su domicilio de Roma donde vivía bajo arresto domiciliario desde 1999. Poco antes había sido extraditado por Argentina, donde se instaló con su familia después de la guerra y donde había residido plácidamente durante medio siglo. La suya era la retahíla trillada del victimario nazi que se cobija en las órdenes recibidas para sacudirse cualquier tipo de responsabilidad, moral o penal. A la pregunta sobre si se arrepentía de algo en su vida, replica: “No tenía opción. No soy ningún soñador. Así fue mi vida”. La consabida obediencia debida, un hilo exculpatorio manido por todos los nazis irredentos. Sobre su conciencia pesan esos cinco fusilados de más que no deberían haber estado ahí. Tenían ordenes de fusilar a 330 personas, con edades comprendidas entre los 14 y los 74 años. Hasta ahí ningún reparo. Pero esos cinco... Sólo esos cinco. Un error de cómputo le reconcomía más que la vulneración del derecho a la vida de cientos de inocentes. Así se las juega la mentalidad totalitaria.

Con Priebke fallecido, las autoridades de los tres países directamente implicados afrontan el problema de impedir su resurrección. Ninguno quiere hacerse cargo del cadáver: ni Argentina, donde residió la mayor parte de su vida y donde está enterrada su mujer, ni Italia, donde cometió crímenes de guerra y fue juzgado y condenado, ni tampoco Alemania, país que le vio nacer, donde se empapó del jingoísmo etnocida nazi y en cuyo nombre asesinó. Todos están atenazados por el mismo temor: que su tumba se convierta en un lugar de culto de los glorificadores del nacionalsocialismo que en el mundo y sobre todo en esta Europa nuestra pululan. Siquiera por esa razón, el “caso Priebke” trasciende las fronteras nacionales para convertirse en un problema europeo.

A la hora de buscar un destino a su cadáver hay que tener bien presente el significado que la muerte épica adquiría en la religión política nazi. Tanto antes como después de alcanzar el poder en enero de 1933, el nacionalsocialismo dedicó una atención preferencial a los “caídos por la Idea”. A todos ellos (y fueron varios cientos antes de constituirse en régimen) se les juraba ritualmente recuerdo eterno. Todos pasaban a engrosar el “batallón de Horst Wessel”, en alusión al mártir por excelencia del nazismo. Baste el siguiente dato para ilustrar la centralidad de los “mártires” en la cosmovisión nazi, que así se les calificaba y como tales se les trataba: el libro 'Mein Kampf' de Hitler, lo más parecido a la biblia nazi, está dedicado a los 16 fallecidos nazis en el curso del intento de golpe de estado en Múnich en 1923; la obra arranca con un recuerdo a un protonazi, Leo Schlageter, y cierra con un sentido homenaje a otro mártir nazi, Dietrich Eckart, un seguidor e íntimo suyo de primera hora en Múnich en realidad fallecido por causas naturales, quién sabe si precipitada por su adicción a la morfina. Entre principio y final hay una constante exhortación al máximo sacrificio por la regeneración de Alemania. En realidad no pocos de estos nazis elevados al altar de la patria fallecieron en circunstancias que nada tenían de épicas: en altercados entre borrachos, por enfermedad, en accidentes cotidianos, etc. Lo que importa es que había entonces una comunidad de memoria articulada en el nacionalsocialismo y hoy en los movimientos de extrema derecha de nostalgias varias (fascismo, franquismo, etc.) que ven en esos mártires la quintaesencia del altruismo por haber sacrificado su “yo” en aras del “nosotros” de la “comunidad nacional”.

A estas alturas de la historia, a falta de “caídos” en la calle en la lucha contra el marxismo, narrativa de que se nutre el martirologio nazi clásico, los principales candidatos para sumarse a los objetos de culto de los nostálgicos del totalitarismo son los nazis “clásicos” que participaron en grados diversos en la ignominia nazi, pero que jamás se arrepintieron de sus actos y mantuvieron hasta el último suspiro su “fe en la Idea”. El caso de Rudolf Hess, el secretario de Hitler encarcelado hasta su suicidio en 1987, resulta aleccionador: el cementerio bávaro donde yacía se convirtió en lugar de peregrinaje de grupos neonazis de toda Europa cada verano, hasta que las autoridades alemanas procedieron en 2011 a su exhumación, incineración y posterior arrojo al mar. Un destino similar sería lo más recomendable para Priebke. De lo contrario su lugar de reposo se convertirá en lugar de glorificación del último preso alemán por crímenes de guerra.

El pasado 11 de octubre falleció en Roma a los 100 años de edad Erich Priebke, el último preso de guerra alemán. En marzo de 1944 un grupo de partisanos italianos atentó contra policías alemanes, causando 33 víctimas mortales. Como represalia, las autoridades alemanas resolvieron ejecutar a 10 presos italianos por cada alemán asesinado. A la administración de la cárcel se le fueron las cuentas y transfirió 335 presos, cinco más de los exigidos.

El miembro de las SS Priebke fue algo más el encargado de llevar la contabilidad durante la masacre subsiguiente perpetrada en las Fosas Ardeatinas, al lado de Roma; también participó pistola en mano en los fusilamientos. Una semana antes de su fallecimiento, la revista semanal del Süddeutsche Zeitung publicaba una entrevista con Priebke mantenida en su domicilio de Roma donde vivía bajo arresto domiciliario desde 1999. Poco antes había sido extraditado por Argentina, donde se instaló con su familia después de la guerra y donde había residido plácidamente durante medio siglo. La suya era la retahíla trillada del victimario nazi que se cobija en las órdenes recibidas para sacudirse cualquier tipo de responsabilidad, moral o penal. A la pregunta sobre si se arrepentía de algo en su vida, replica: “No tenía opción. No soy ningún soñador. Así fue mi vida”. La consabida obediencia debida, un hilo exculpatorio manido por todos los nazis irredentos. Sobre su conciencia pesan esos cinco fusilados de más que no deberían haber estado ahí. Tenían ordenes de fusilar a 330 personas, con edades comprendidas entre los 14 y los 74 años. Hasta ahí ningún reparo. Pero esos cinco... Sólo esos cinco. Un error de cómputo le reconcomía más que la vulneración del derecho a la vida de cientos de inocentes. Así se las juega la mentalidad totalitaria.