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Educación emocional, una competencia profesional docente pendiente

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“… Propongo acordar que los educadores, las educadoras, nos dedicamos a humanizar y que un maestro, una maestra, es una vida que acompaña otras vidas. Esa función de humanizar la realizamos mediante los aprendizajes, la presencia, las relaciones, la construcción de contextos escolares para educar aprendiendo.”

Estas palabras las escribía Jaume Funes, psicólogo, educador, periodista, especializado durante muchos años en el mundo adolescente, en un artículo incluido en el informe “La salud mental en la Educación”, editado por la Fundación 1º de Mayo, en septiembre de 2023. El autor concentra en apenas cuatro líneas una de las competencias más complicadas de asumir por la mayoría del personal docente: el compromiso ético personal/profesional. En una línea similar, Javier Valle explica la importancia del autoconocimiento para entender cómo concebimos a nuestro alumnado.

Desde la atalaya de impartición de mis clases de Geografía e Historia en los centros de Secundaria me he sorprendido de la escasa empatía que transmitimos a nuestro alumnado. La burocracia, la tutoría siempre superada, las enormes preocupaciones por abordar los temarios en su integridad, por cumplir las expectativas de éxito previstas en septiembre y/o por evitar conflictos nos hacen olvidar -en más ocasiones de las que nos gustaría- que tratamos con personas, con seres diversos con historias infinitas que no se aparcan en el pasillo al cerrar la puerta del aula. Ocultamos demasiadas veces los momentos de frustración que traemos desde casa, o los malos gestos de ese compañero/a que en la sala se ha comportado indebidamente. Debemos estar impecables, nuestro alumnado nos espera. La inmediatez de nuestra próxima clase debe eliminar cualquier síntoma personal para dedicarnos cien por cien a nuestra profesión. Y con esa careta profesional va también la exigencia de que ellos/as, nuestro alumnado haga lo mismo, olvidando que estamos en la mayoría de las ocasiones ante seres en continua formación personal y emocional, de la que, en parte, somos responsables.

¿Es esto hoy lo que necesita nuestro alumnado para formarse en las competencias profesionales y vitales que la sociedad le va a reclamar? Francamente, creo que no y que propongo las siguientes líneas para expresar otras ideas.

Por ejemplo, el profesor Valle nos señala la importancia de cuidar el clima en el aula, de valorar la habilidad del profesorado como conductor/a de la clase, a la hora de gestionar los conflictos, “no evitándolos, sino enfrentándolos de manera resolutiva”. Para ello, ese profesorado tendrá que disponer de conocimientos de conducción de grupos, técnicas de liderazgo, o fundamentos de resiliencia, de inteligencia emocional, entre otros. Deberá ser diestro/a en técnicas de promoción del diálogo o en construcción de autoestimas positivas. De este modo, el profesorado necesitará mostrar actitudes de escucha, de diálogo asertivo, tolerancia y autocontrol emocional.

Educación emocional, de eso se trata. Así de sencillo y así de complejo. Nada nuevo que no hayamos oído en reiteradas ocasiones, tantas como las que las hemos ignorado.  Pero,  no se trata de mirar hacia otro lado, porque la ley educativa en vigor, la LOMLOE, nos lo cita hasta en ocho ocasiones a lo largo de su articulado, especialmente en el Preámbulo y en la descripción de los principios pedagógicos: “…Asimismo, se pondrá especial atención a la educación emocional y en valores, entre los que se incluye la igualdad entre hombres y mujeres como pilar de la democracia”.

Y es que debemos asumir definitivamente que nuestras funciones, las del profesorado, han ido cambiando, del mismo modo que el mundo en el que habitamos. Trascender del libro único, compendio de todas las enseñanzas, no significa asentarse definitivamente en el reducto específico de nuestra materia/asignatura concreta. Ser profesionales de la educación y del conocimiento -nos recuerdan Francisco Imbernón y Carmen Rodríguez- nos entronca directamente con los problemas sociales. “La realidad existente dentro de las instituciones escolares refleja los conflictos que se viven hoy en día en la familia, en las relaciones, en el mundo profesional, en los grandes medios de comunicación, en los sistemas políticos, etc., y el profesorado asume nuevos papeles educativos y el reto de estar al día sobre lo que sucede en el campo científico y social. Y ser un dinamizador importante de la cultura y de la comunidad.”

De ahí la importancia de la formación en educación emocional. Necesitamos herramientas que nos ayuden a identificar las señales que impiden el aprendizaje adecuado. La pandemia que arrastramos nos puso enfrente carencias que debemos solucionar a corto plazo. La resiliencia (concepto introducido en nuestro vocabulario habitual por el feminismo más combativo), como la capacidad de asumir situaciones sumamente adversas y no hundirse, sino salir fortalecido/a, adquirió un nuevo impulso.

Silencios llamativos, ansiedades injustificadas, iras incontenidas o insolidaridades manifiestas del alumnado nos señalan a diario tareas pendientes para las que debemos estar preparados/as. Debemos aprender a gestionar esas emociones, porque ya hay suficientes evidencias empíricas que nos demuestran la directa relación entre emoción y salud.

Desde hace ya tiempo -desde aquel lejano año de 2006, con la LOE- las competencias docentes señalaban el devenir de nuestro modelo profesional. Como docentes, conocemos la variedad de los principios que deben regir nuestras actuaciones (autoridad, autonomía, epistemológico, cualificación, funcionalidad, formación permanente…). Principios que deberían estar incluidos en la formación inicial y ratificados a lo largo de la carrera profesional -aún pendiente- para adquirir el nivel de prestigio social añorado. Aún seguimos esperando una actuación decidida de las administraciones educativas en este sentido.

Sin embargo, -y al margen de esta permanente reivindicación sindical- en estas demandas solemos olvidar con relativa facilidad la exigencia social de competencia emocional. Dan -damos- por supuesto que la profesión nos ha enseñado a diferenciar (y a inculcar en el alumnado) las diferencias de emociones tan humanas como el miedo, la ansiedad, la angustia, el estrés, la rabia, la ira o la predisposición a la violencia; en clave positiva, la alegría, el amor, la solidaridad, la armonía, el sosiego. 

Hablar de ellas, tratarlas, enseñarlas, suponen en infinidad de ocasiones un reto profesional del que huimos, con la disculpa de no ser competencia profesional propia. Nada más lejos de la realidad. Expertos, como Rafael Bisquerra, nos hablan de que las emociones son fundamentales porque en ellas se encuentra la esencia, las grandes cuestiones de la vida. Por eso la educación emocional debe empezar antes del nacimiento, en la familia y después estar presente en toda la etapa formativa del individuo, lo que le conferirá autonomía básica para enfrentarse a las altas exigencias profesionales y personales del mundo actual. Hay evidencias suficientes que señalan la necesidad imperiosa de una formación integral del alumnado, que incluya también además las competencias emocionales.

En opinión de Bisquerra, los destinatarios de una formación adecuada en educación emocional deberían ser por este orden: el profesorado, las familias, los/as compañeros/as y, por último, la propia sociedad. Nos corresponde como docentes, por tanto, un reto del que no debemos escapar, sino al contrario, asumir con interés y dedicación. Necesitamos, sin embargo, que las administraciones educativas sean corresponsables y asuman sus obligaciones en este campo con dos medidas inmediatas que eviten el vacío actual: una, introducción de contenidos en competencia emocional en el currículo de la formación inicial docente que se imparte en las Facultades de Educación; y dos, generalización de esta competencia emocional en la formación permanente, a través de una oferta pública suficiente.

Finalizo de nuevo con el profesor Bisquerra para recordar que “… nadie debería quedar al margen del cultivo y conocimiento de las emociones, porque de su uso adecuado depende el acercamiento máximo al reto de la felicidad humana”.

“… Propongo acordar que los educadores, las educadoras, nos dedicamos a humanizar y que un maestro, una maestra, es una vida que acompaña otras vidas. Esa función de humanizar la realizamos mediante los aprendizajes, la presencia, las relaciones, la construcción de contextos escolares para educar aprendiendo.”

Estas palabras las escribía Jaume Funes, psicólogo, educador, periodista, especializado durante muchos años en el mundo adolescente, en un artículo incluido en el informe “La salud mental en la Educación”, editado por la Fundación 1º de Mayo, en septiembre de 2023. El autor concentra en apenas cuatro líneas una de las competencias más complicadas de asumir por la mayoría del personal docente: el compromiso ético personal/profesional. En una línea similar, Javier Valle explica la importancia del autoconocimiento para entender cómo concebimos a nuestro alumnado.