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Europa

Hace tiempo, en una ciudad francesa que de cuando en cuando se rebelaba contra sí misma, si mal no recuerdo, entre aromas tardíos de fruta podrida, penetrantes especias magrebíes y descerebrados hinchas de fútbol, conocí a un estudiante de bellas artes de largas piernas y rostro huesudo que había huido de su ciudad de origen, al norte de Galés, porque no quería ser pastelero ni empleado de banca, no quería ser propietario de un pub en algún desvencijado suburbio ni vigilante nocturno de algún decrépito astillero.

“Los ricos, decía, quieren que viva para ellos pero yo solo se vivir para mi mismo”... Lo cierto es que aquel muchacho, sorprendente como un temblor de pájaros y lento y silencioso como una serpiente, no quería ser nada o, lo que es lo mismo, a lo único que realmente aspiraba era a pasear; a pasear continuamente por ciudades donde no lloviera demasiado, donde no hiciera demasiado frío, donde pudiera recorrer las calles sin más propósito que detenerse ante un escaparate cualquiera o saborear, ensimismado, los aromas de las chimeneas encendidas, los alcoholes nocturnos o la ropa, temblorosa, tendida secándose al sol...

El caso es que no sé por qué pero esta tarde su recuerdo me viene a la memoria. Tal vez porque en mi cerebro no ha quedado más registro que lo inusual – los valientes y disparatados personajes de una época en la que creíamos que nuestra vida dependía tan solo de nuestros deseos más íntimos – o tal vez porque pasear sin dirección alguna, deambular sin un propósito definido, es actualmente una costumbre en desuso, debido, supongo, a la sobreabundancia de coches, de motocicletas, de transportes urbanos que nos trasladan de ninguna parte a ninguna parte para que así podamos atender a nuestros compromisos, nuestras citas, nuestros negocios, nuestras compras diarias...

Fuere como fuere, lo cierto es que en esta tarde de vientos racheados, cortos y tristes, paseo sin dirección alguna por la ciudad donde me he hecho una vida preguntándome que habrá sido de mí mismo y también que habrá sido de las disparatadas pretensiones de aquel estudiante galés que, creyendo que Europa era una barrio donde la libertad individual era la máxima conquista política a la que uno podía aspirar, recitaba a Dylan Thomas con la voz prestada de Richard Burton y paseaba, discreta y nocturnamente, por los arrabales de una remota ciudad francesa con la ambigua elegancia de un Jeremy Irons de clase media. Haya llegado donde haya llegado en su notable e insólito deambular espero que dios, o lo que queda de él, le haya protegido, cuando menos, de un esquince de tobillo; es decir, del ridículo drama de todo paseante.

Hace tiempo, en una ciudad francesa que de cuando en cuando se rebelaba contra sí misma, si mal no recuerdo, entre aromas tardíos de fruta podrida, penetrantes especias magrebíes y descerebrados hinchas de fútbol, conocí a un estudiante de bellas artes de largas piernas y rostro huesudo que había huido de su ciudad de origen, al norte de Galés, porque no quería ser pastelero ni empleado de banca, no quería ser propietario de un pub en algún desvencijado suburbio ni vigilante nocturno de algún decrépito astillero.

“Los ricos, decía, quieren que viva para ellos pero yo solo se vivir para mi mismo”... Lo cierto es que aquel muchacho, sorprendente como un temblor de pájaros y lento y silencioso como una serpiente, no quería ser nada o, lo que es lo mismo, a lo único que realmente aspiraba era a pasear; a pasear continuamente por ciudades donde no lloviera demasiado, donde no hiciera demasiado frío, donde pudiera recorrer las calles sin más propósito que detenerse ante un escaparate cualquiera o saborear, ensimismado, los aromas de las chimeneas encendidas, los alcoholes nocturnos o la ropa, temblorosa, tendida secándose al sol...