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Cuando llegue la paz

Dijeron que después de tantos años de violencias se había firmado la paz. Dijeron que ahora se viviría con tranquilidad en el territorio. La memoria casi se había perdido y no se sabían contar ya los años de muerte, desapariciones y desplazamientos forzosos que, en demasiadas ocasiones, se convertían en exilios obligados. La vida era difícil, casi imposible, pues la muerte siempre se cruzaba en el camino. Pero, a pesar de ello, nadie quería alejarse, escapar a lo desconocido, emprender una andadura que quizá no tuviera retorno y dejar atrás la tierra impregnada del recuerdo y la sabiduría de los antepasados. Aquel territorio recorría las venas, era parte de los músculos y de la piel, trabajaba, lloraba y reía con la comunidad. Había una cuerda invisible pero fuerte, hecha de hilos recios que tejían las vivencias y las historias contadas, que ataba a las veredas y a los ríos, a las montañas y a los bosques. Decía a la persona quién era y de dónde venía. Y así, a pesar de que día a día se rompía algún hilo y la cuerda adelgazaba, la gente se aferraba a los que restaban en la esperanza de que fueran suficientes para mantener la vida. Al fin y al cabo, el dolor de dejar la tierra era correspondido por el dolor que sentía la propia tierra al ser dejada.

También es cierto que, en muchos casos, demasiados para recordarlos, el exilio no fue posible. La muerte llegaba de improviso, sin avisar, antes siquiera de que pudiera pensarse en su posibilidad. La muerte sorprendía en el camino de vuelta a la casa desde el campo y todo era tan rápido como una simple sospecha. Una respuesta titubeada, una mirada mal entendida o llevar en el morral más alimento del que el fusil que lo revisaba pudiera considerar como normal. En otras ocasiones la (sin)razón se escondía en el hecho maldito de haber estado en el lugar menos indicado en el momento preciso en el que se cruzaban las balas de un lado a otro de la calle: se había ido a la tienda a buscar fideos y azúcar, se había retrasado en el camino de vuelta de la escuela, o el juego te había hecho pasar por donde no debía. También podía haber sido que alguien hubiera tomado parte en una reunión de la comunidad que alguno de los contendientes no aprobaba y que por ello pensara en dar un escarmiento ejemplar para que la comunidad aprendiera a comportarse, a mirar, pero no ver, a oír, pero no escuchar. Como decían las abuelas, en los tiempos antiguos todo era más sencillo y la vida podía pender del hilo de la enfermedad o de la fortuna, pero no de la desidia de considerar a aquella como algo de poca importancia, porque la vida era la concreción de ser.

Nadie quiere reiniciar en la paz un nuevo tiempo de guerra, pero nadie quiere tampoco volver al silencio

Pero, se dijo antes, aseguraron que tras firmar el acuerdo la paz sería un hecho. La comunidad entraría en un nuevo tiempo que la mayoría, por su edad, no conocía. El tiempo de caminar sin miedo, de adentrarse en el bosque o de bañarse libremente en el río. El tiempo de sembrar y recoger la cosecha sin tener que pagar la cuota. El tiempo de reír y el de contar historias alrededor del fuego y aprender, no solo en la escuela, con aquello que cantaban las abuelas y los abuelos. Con la primera se aprendía a ubicarse en el mundo grande, pero con las historias propias cualquiera sabía ser y estar en el mundo chico del territorio propio y en el grande también, aunque algunos pensaran que en este último eran solo los nadie.

En fin, ahora se podría vivir, y las muertes violentas y las desapariciones, nunca mejor dicho, desaparecerían. El desplazamiento, por mantener la palabra, tomaría otra dimensión y se referiría al tiempo en que los jóvenes, ellos y ellas, tendrían que salir a la ciudad para seguir ampliando su saber estar en el mundo grande. Luego, algunos regresarían y otros quizá no, pero todos mantendrían el vínculo estrecho, la cuerda tejida hilo a hilo por la comunidad para que nadie se pierda, para que nadie se sienta solo en el mundo.

Sería el tiempo en el que tanta muerte y brutalidad quedaría en un espacio privilegiado de la memoria colectiva. No se podría olvidar, porque todas las personas sabían que por todo lo sufrido, que no solo definía ese tiempo que ahora se cerraba, los sobrevivientes estaban marcados. Era como cuando se pone el hierro a las reses y estas quedan así señaladas como propiedad del ganadero. Desde los abuelos y las abuelas hasta las niñas y niños de la comunidad, pasando por la gente adulta, se sabían propiedad del miedo y, por ello, conscientes de la necesidad de reiniciar un camino que lavara, que restregara, que borrara la marca.

Por eso mismo se iba a defender, con uñas y dientes, el derecho a ello. La violencia impuesta había reafirmado el valor de la memoria, pero también el de la justicia verdadera, y había claridad en no permitir la repetición de atropellos, imposiciones o disposiciones ajenas sobre las vidas y el territorio. Había demasiada sangre en la tierra y toda ella era propia, era sangre comunitaria.

Así, cuando llegaron las sierras y excavadoras para talar el bosque y encauzar el río, creció la conciencia de que la paz prometida no se había alcanzado aún, y la comunidad dijo no, simple, pero rotundamente no. Se entendió entonces que la firma de la paz no necesariamente trae la paz y que esta hay que defenderla; que además de firmarla, hay que construirla. Y hoy la comunidad dice a los nuevos contendientes que, aunque lleguen de la mano del mal gobierno y con cientos de promesas, no se dejará la tierra en la que se teje la identidad, la vida.

Nadie quiere reiniciar en la paz un nuevo tiempo de guerra, pero nadie quiere tampoco volver al silencio. Y ello, aunque ahora los fusiles hayan cambiado el nombre y se llamen “el desarrollo y crecimiento económico que necesita el país”. Ese país de los siempre-ricos que nunca vio al otro, a la otra, que nunca escuchó cuando aquellos llamaban a gritos. Se sabe que es la desigualdad la que abre brechas que es urgente cerrar y el discurso del desarrollo y el crecimiento se ha visto que siempre ensancha y profundiza la desigualdad. Antes, en los tiempos lejanos, los extraños hablaban de las bendiciones de la civilización y la necesidad de salir de la barbarie, hoy es el desarrollo y el crecimiento económico del país el que promete vivir mejor. Pero, la realidad es que antes y ahora la injusticia de su barbarie la siguen imponiendo y, sin embargo, las mujeres y los hombres de la comunidad solo quieren el Buen Vivir, o lo que es lo mismo, Vivir en Dignidad en su territorio, tal y como a toda persona y pueblo corresponde.     

Dijeron que después de tantos años de violencias se había firmado la paz. Dijeron que ahora se viviría con tranquilidad en el territorio. La memoria casi se había perdido y no se sabían contar ya los años de muerte, desapariciones y desplazamientos forzosos que, en demasiadas ocasiones, se convertían en exilios obligados. La vida era difícil, casi imposible, pues la muerte siempre se cruzaba en el camino. Pero, a pesar de ello, nadie quería alejarse, escapar a lo desconocido, emprender una andadura que quizá no tuviera retorno y dejar atrás la tierra impregnada del recuerdo y la sabiduría de los antepasados. Aquel territorio recorría las venas, era parte de los músculos y de la piel, trabajaba, lloraba y reía con la comunidad. Había una cuerda invisible pero fuerte, hecha de hilos recios que tejían las vivencias y las historias contadas, que ataba a las veredas y a los ríos, a las montañas y a los bosques. Decía a la persona quién era y de dónde venía. Y así, a pesar de que día a día se rompía algún hilo y la cuerda adelgazaba, la gente se aferraba a los que restaban en la esperanza de que fueran suficientes para mantener la vida. Al fin y al cabo, el dolor de dejar la tierra era correspondido por el dolor que sentía la propia tierra al ser dejada.

También es cierto que, en muchos casos, demasiados para recordarlos, el exilio no fue posible. La muerte llegaba de improviso, sin avisar, antes siquiera de que pudiera pensarse en su posibilidad. La muerte sorprendía en el camino de vuelta a la casa desde el campo y todo era tan rápido como una simple sospecha. Una respuesta titubeada, una mirada mal entendida o llevar en el morral más alimento del que el fusil que lo revisaba pudiera considerar como normal. En otras ocasiones la (sin)razón se escondía en el hecho maldito de haber estado en el lugar menos indicado en el momento preciso en el que se cruzaban las balas de un lado a otro de la calle: se había ido a la tienda a buscar fideos y azúcar, se había retrasado en el camino de vuelta de la escuela, o el juego te había hecho pasar por donde no debía. También podía haber sido que alguien hubiera tomado parte en una reunión de la comunidad que alguno de los contendientes no aprobaba y que por ello pensara en dar un escarmiento ejemplar para que la comunidad aprendiera a comportarse, a mirar, pero no ver, a oír, pero no escuchar. Como decían las abuelas, en los tiempos antiguos todo era más sencillo y la vida podía pender del hilo de la enfermedad o de la fortuna, pero no de la desidia de considerar a aquella como algo de poca importancia, porque la vida era la concreción de ser.