Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
“Un lugar para el ciudadano”
No resulta fácil asignar un papel a la sociedad cuando la situación extraordinaria ha terminado. Las sociedades cabales y bien organizadas reservan a los ciudadanos una función, no pasiva, sino de disfrute de su estado. Las sociedades se organizan para proporcionar una base de garantías a los individuos a partir de las cuales ellos puedan construir libremente su existencia. Realmente, el ciudadano no tendría por qué ser un activista de su propia sociedad, sino más bien un controlador de que sus gestores son honrados y sensatos, y un agente decisor en los momentos convenidos. Al contrario, las situaciones extraordinarias los convierten en activistas, militantes, héroes, que se juegan la persona y hasta la vida por devolver las cosas a un mínimo estado de civilidad. Cuando eso felizmente ha ocurrido sus instituciones funcionan y lo hacen sin obstáculos insuperables o coactivos. Entonces pueden volver a aplicarse a lo suyo, a su vida. La invitación que se les hace, lógicamente, es la de tantas veces: “¡Vuelvan a sus casas! Todo está controlado”.
En este escenario nuestro todos hemos vuelto a nuestras casas. Solo quedan en reserva activa dos tipos de ciudadanos: el entorno de las víctimas y el de los victimarios. Unos y otros pretenden sobre todo y contradictoriamente que la cosa acabe de forma definitiva. Unos aspiran a ver reconocido y compensado el dolor sufrido; otros a terminar con la parte de sufrimiento que han producido en sus propias personas (cárcel, exilio, alejamiento). Todos, unos y otros, pretenden de nuevo contradictoriamente un relato a transmitir a la sociedad que dé cuenta de lo ocurrido desde su posición. A unos les servirá para explicarse lo ocurrido y para evitar su repetición; a otros para justificar tanto daño cometido argumentando alguna sublime causa (o reacción a un daño insuperable).
¿Debería volver el ciudadano común a su casa sin más y dejar que los que por desgracia tuvieron que ver con aquello liquiden sus últimas cuitas, como si no fueran también las nuestras? Sí, si aquello hubiera sido una disputa privada. Pero no lo fue. Recordaba hace unas semanas el escritor Ramón Saizarbitoria, echando mano de Woody Allen, que lo importante, llegados a este punto, es que al menos a nadie se le pase por la imaginación que fue Polonia la que invadió Alemania. Parece que hay mucho trabajo por delante para despejar en Euskadi una confusión similar. Hay mucha gente aún que cree que fue culpa de los polacos, históricamente agresores, o que unos y otros se aplicaron a una pelea mutua. No se recuerda tanto el tiempo en que a los concejales desvalidos se les cazaba “como a conejos”, como a polacos.
Solo por eso merecería que el ciudadano regresara un tanto a su dimensión social, al ágora pública. Tiene derecho y se merece vivir su vida sin la extorsión de una banda empeñada en hacer extraordinario su contexto. Hace bien. Pero aquella banda actuó contra esos pocos, esas víctimas, para doblegar la voluntad de todos, de todos y cada uno de los ciudadanos vascos. Y puede que en el empeño privado final, de unos pocos y otros pocos, todo acabe en un equilibrio de polacos y alemanes enfrentados. Y eso no fue así. Y si dejamos que se piense que fue así siempre podrá volver a haber algún alemán que se piense con el derecho o con el designio irrefrenable de tener que volver a invadir nuevamente Polonia. Y tanto dolor y tanta experiencia nefasta no nos habrán servido para nada.
No se trata de volverse a agitar ni de reproducir esos malditos días extraordinarios. La calle es bonita para disfrutarla, más que para pelearla. Pero cada ciudadano en lo particular, quizás sin necesidad de ningún requerimiento grupal, debe preguntarse qué va a quedar en su recuerdo de aquello, qué va a transmitir cuando indefectiblemente le pregunten sus hijos qué pasó entonces, que les va a contar que hizo él. Puede que sea un requerimiento más privado que público; por lo menos, en absoluto colectivo. Pero la cuestión sigue abierta y el concurso de todos y cada uno de los ciudadanos vascos es imprescindible para que aquella mortífera mentira muera definitivamente, sea incapaz de reproducirse gracias a un relato tortuoso que por pereza o ignorancia seguimos repitiéndolo particularmente, sin someterlo a revisión.
Esa minúscula introspección, que puede derivar en una no mayor acción pública, es lo que viene a demandar este año el acto de recuerdo por el asesinato de Fernando Buesa y Jorge Díez; también el homenaje a José Ramón Recalde del próximo sábado. Que ya que no podemos devolver a la vida a tantos a los que se la arrebataron ignominiosamente, por lo menos que el recuerdo que nos quede de aquel crimen sitúe a cada cual en su sitio: a un lado los que mataron, a otro los muertos; a un lado los que se creyeron con el derecho a ejercer una violencia para lograr ventajas grupales, a otro los que sufrieron su criminal ofuscación y los que se opusieron a ella. Por eso se reclama la participación de la sociedad. Nada más que para eso. En las víctimas de aquello debe seguir viéndose a sí misma nuestra ciudadanía.
Antonio Rivera es Patrono de la Fundacion Fernando Buesa Blanco
No resulta fácil asignar un papel a la sociedad cuando la situación extraordinaria ha terminado. Las sociedades cabales y bien organizadas reservan a los ciudadanos una función, no pasiva, sino de disfrute de su estado. Las sociedades se organizan para proporcionar una base de garantías a los individuos a partir de las cuales ellos puedan construir libremente su existencia. Realmente, el ciudadano no tendría por qué ser un activista de su propia sociedad, sino más bien un controlador de que sus gestores son honrados y sensatos, y un agente decisor en los momentos convenidos. Al contrario, las situaciones extraordinarias los convierten en activistas, militantes, héroes, que se juegan la persona y hasta la vida por devolver las cosas a un mínimo estado de civilidad. Cuando eso felizmente ha ocurrido sus instituciones funcionan y lo hacen sin obstáculos insuperables o coactivos. Entonces pueden volver a aplicarse a lo suyo, a su vida. La invitación que se les hace, lógicamente, es la de tantas veces: “¡Vuelvan a sus casas! Todo está controlado”.
En este escenario nuestro todos hemos vuelto a nuestras casas. Solo quedan en reserva activa dos tipos de ciudadanos: el entorno de las víctimas y el de los victimarios. Unos y otros pretenden sobre todo y contradictoriamente que la cosa acabe de forma definitiva. Unos aspiran a ver reconocido y compensado el dolor sufrido; otros a terminar con la parte de sufrimiento que han producido en sus propias personas (cárcel, exilio, alejamiento). Todos, unos y otros, pretenden de nuevo contradictoriamente un relato a transmitir a la sociedad que dé cuenta de lo ocurrido desde su posición. A unos les servirá para explicarse lo ocurrido y para evitar su repetición; a otros para justificar tanto daño cometido argumentando alguna sublime causa (o reacción a un daño insuperable).