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Las “no fiestas” y la idiocia que nos aqueja

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¿A quién se le ocurrió la absurda idea de llamar “no fiestas” a esos días en los que, normalmente, se celebran las fiestas y recuerdan festividades que honran a santos, héroes o hechos que la Historia conserva en sus libros y nos sirven, en muchos casos, de guía de nuestras vidas? A quien se le ocurrió tamaña idiotez habría que recordarle que, tal como ha quedado bien patente, las “no fiestas” se disfrutan del mismo modo que las “fiestas”. Por tanto, si las fiestas son perjudiciales en los tiempos y circunstancias por las que atravesamos (COVID), las “no fiestas” no pasan de ser una forma de “fiesta” algo adulterada, en la que lo único que se requiere a quienes las ejercen y disfrutan es que no hagan algunas cosas siempre que no les vean los agentes que vigilan el orden público. Las “no fiestas” son fiestas prohibidas y, por tanto, irrealizables.

En nuestra España, en la que son tantas las fiestas patronales dedicadas a santos, vírgenes e ídolos guerreros es difícil entender que no se suspendan las fiestas, pero suspender es, incluso, omitir todo pronunciamiento que aliente a un entusiasmo desatado, tan desatado que propicie las aglomeraciones y las diversiones en “motrollón”. Los santos, las vírgenes y los héroes guerreros van a permanecer siempre, salvo que la fe y confianza que depositamos en ellos lo sea de pacotilla y vuele de nuestras mentes a la primera de cambio. Por eso poner un nuevo nombre a las fiestas (“no fiestas”), y ponerle uno que precisamente las niega, no deja de ser un acto cínico y miserable que oculta en dicha contradicción lo que realmente pretende: que la fiesta se celebre con la mayor intensidad y desorden posibles, sólo mitigados o reducidos por las normas y leyes que los gobiernos y autoridades intentan imponer, pero se muestran imposibilitados para hacer cumplir con la debida intensidad y rigidez.

Tal ocurre en las fiestas, y tal ocurre con las costumbres típicas de la estación, del verano, que desata nuestros comportamientos y abre desordenadamente todos nuestros apetitos. Los gobernantes, de cualquier rango o ámbito territorial, se las ven y se las desean para marcar unas reglas que impongan disciplinas de comportamiento racionales y poco agresivas para la convivencia. Por si fuera poco, algunas veces les sale la “criada respondona”, que es el poder judicial, para convertir en papel mojado sus prevenciones, subrayando que la libertad de obrar, de hacer y deshacer, de ir y venir, (y alguna otra dualidad), son derechos que deben ser respetados a rajatabla. No estaría mal que este desborde interpretativo de lo que se considera libertad, para ser y para obrar, fuera igual de meticuloso en otros terrenos que, igualmente, forman parte del rigor de nuestras vidas, por ejemplo que la propiedad privada dejara de ser tan privada como es, que solo corresponde a muy pocos, mientras un tercio de los habitantes del mundo sufren o mueren en los océanos mientras huyen de la miseria, o abandonados en medio de hambrunas, miserias y pandemias, -no sé por qué me gusta más el término “epidemia” por su condición territorial y social más restringida y humana-, que son una clara denuncia del injusto reparto de la riqueza que caracteriza nuestras vidas. Nuestro Poder Judicial debería ser igual de meticuloso con quienes cometen irregularidades por ser víctimas de su pobreza.

¿A quién se le ocurrió la absurda idea de llamar “no fiestas” a esos días en los que, normalmente, se celebran las fiestas y recuerdan festividades que honran a santos, héroes o hechos que la Historia conserva en sus libros y nos sirven, en muchos casos, de guía de nuestras vidas? A quien se le ocurrió tamaña idiotez habría que recordarle que, tal como ha quedado bien patente, las “no fiestas” se disfrutan del mismo modo que las “fiestas”. Por tanto, si las fiestas son perjudiciales en los tiempos y circunstancias por las que atravesamos (COVID), las “no fiestas” no pasan de ser una forma de “fiesta” algo adulterada, en la que lo único que se requiere a quienes las ejercen y disfrutan es que no hagan algunas cosas siempre que no les vean los agentes que vigilan el orden público. Las “no fiestas” son fiestas prohibidas y, por tanto, irrealizables.

En nuestra España, en la que son tantas las fiestas patronales dedicadas a santos, vírgenes e ídolos guerreros es difícil entender que no se suspendan las fiestas, pero suspender es, incluso, omitir todo pronunciamiento que aliente a un entusiasmo desatado, tan desatado que propicie las aglomeraciones y las diversiones en “motrollón”. Los santos, las vírgenes y los héroes guerreros van a permanecer siempre, salvo que la fe y confianza que depositamos en ellos lo sea de pacotilla y vuele de nuestras mentes a la primera de cambio. Por eso poner un nuevo nombre a las fiestas (“no fiestas”), y ponerle uno que precisamente las niega, no deja de ser un acto cínico y miserable que oculta en dicha contradicción lo que realmente pretende: que la fiesta se celebre con la mayor intensidad y desorden posibles, sólo mitigados o reducidos por las normas y leyes que los gobiernos y autoridades intentan imponer, pero se muestran imposibilitados para hacer cumplir con la debida intensidad y rigidez.