Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
¡Oh, Puigdemont!
Desde hace algún tiempo me viene asaltando una inquietud, o una duda, qué más da. Concretamente desde que Puigdemont puso pies en polvorosa y huyó lejos de su terruño. Esta duda o inquietud, qué más da, me surgió mientras escuchaba la canción de José Luis Perales en la que el motivo principal, contenido en su estribillo, lo constituyen una serie de preguntas: “¿Quién es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde es? ¿A qué dedica el tiempo libre?”. La verdad es que la pregunta más difícil de responder, en lo que se refiere al Sr. Puigdemont, es la cuarta, porque su tiempo libre es mucho, y el ocio excesivo suele desembocar en ocurrencias mucho más que en juiciosas reflexiones.
El Sr. Puigdemont tiene demasiado tiempo libre que emplea, -supongo yo-, en ejercer a su modo esa especie de poder vacuo y estéril que no está fundamentado en la autoridad sino en el atrevimiento. Su huida, pertrechada desde la cobardía más alevosa, le ha convertido en una especie de tótem al que adoran los catalanistas sin otra finalidad que evitar nuevos sacrificios. A lo largo del tiempo ha quedado demostrado que Puigdemont es un provocador empeñado en convertirse en una divinidad. De momento se ha convertido en la fuente de la que emanan los oráculos de los dioses catalanistas. Como si de un dios se tratara, se le venera, se le respeta como si fuera infalible, se le honra como si fuera un dechado de virtudes, y quizás incluso se le teme. Por eso él, que sabe todo esto, muestra una sonrisa excesivamente cínica y simula constantemente una seguridad y una autosuficiencia desafiantes. Los que, víctimas del procés, fueron incluso encarcelados en España, ya han sido olvidados. Permanecen a la sombra, esperando que Puigdemont se decida a hablar y proponer cosas desde su torre de marfil, sometidos a ese Artículo 155 que podría ser levantado si el “gobierno catalán” abandonase su cerrazón, dejase de provocar un conflicto tras otro y se aviniera a cumplir la Ley de todos. Pero Puigdemont no está por la labor, mientras se pasea ahora por Berlín (antaño lo hacía por Bruselas) procurando olvidar incluso las semblantes atribulados de sus compañeros de gobierno encarcelados, y de los líderes de ANC y de Omnium.
Así se escribe la historia (la Historia con minúsculas, entre paréntesis) cuando quien la dicta es alguien con débiles principios éticos, alguien ensoberbecido por sus propias carencias que solo pueden ser superadas mediante amplias dosis de soberbia. Puigdemont es una persona de esas. Su rictus siempre denota impostura, muestra una superioridad tan poco consistente como infundada. Se trata de alguien que subió al pedestal de la gloria resquilando por el pilar que lo sostenía, después de que los Tribunales derribaran a Artur Mas del pedestal. En resumen, fue un atrevido que, habiendo sido llamado a ser monaguillo, de repente fue alzado a la categoría de obispo. Iba a dirigir Girona durante unos años y ahora se ha propuesto dirigir Cataluña desde el exilio. ¿Exilio? No, porque el exilio, cuando es elegido y deseado por el propio exiliado, se convierte en una especie de pequeño paraíso.
Esto tiene que ver con los últimos acontecimientos relacionados con la futura Presidencia del Govern. La foto exhibida en los diarios no puede resultar más expresiva de esta nefasta realidad: los dos catalanes enviados a Berlin, Artadi y Torra, compartiendo un sofá multiplaza, y enfrente Puigdemont ocupando un sillón monoplaza, de estilo y de maderas nobles. Al tal Torra (que es el señalado por el “dedo divino”), le han adornado hasta ahora mensajes despreciativos e hirientes hacia los españoles, entre los que se cuentan bastante más de la mitad de los catalanes. Ello debe ser debido a que es un “independentista emocional”, según sus palabras. ¿Qué significa esto? Ahora solo falta que nos lo vaya explicando con sus hechos.
Bueno, es tiempo de acabar este artículo, porque a pesar de mis reflexiones no he resuelto ninguna de mis inquietudes, aunque ya haya desterrado al menos tres de ellas. Me queda solo una: “¿a qué dedica el tiempo libre Puigdemont? Espero que Cataluña y los catalanes resuelvan sus dudas y acierten. Pero empiezan mal si depositan su confianza y su destino en alguien que les ha dejado (Puigdemont) y, ¡asómbrense!, ha dictado la abominable orden de que su sustituto (Torra) no utilice ni su despacho ni su sillón… ¡Ver para creer!
Desde hace algún tiempo me viene asaltando una inquietud, o una duda, qué más da. Concretamente desde que Puigdemont puso pies en polvorosa y huyó lejos de su terruño. Esta duda o inquietud, qué más da, me surgió mientras escuchaba la canción de José Luis Perales en la que el motivo principal, contenido en su estribillo, lo constituyen una serie de preguntas: “¿Quién es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde es? ¿A qué dedica el tiempo libre?”. La verdad es que la pregunta más difícil de responder, en lo que se refiere al Sr. Puigdemont, es la cuarta, porque su tiempo libre es mucho, y el ocio excesivo suele desembocar en ocurrencias mucho más que en juiciosas reflexiones.
El Sr. Puigdemont tiene demasiado tiempo libre que emplea, -supongo yo-, en ejercer a su modo esa especie de poder vacuo y estéril que no está fundamentado en la autoridad sino en el atrevimiento. Su huida, pertrechada desde la cobardía más alevosa, le ha convertido en una especie de tótem al que adoran los catalanistas sin otra finalidad que evitar nuevos sacrificios. A lo largo del tiempo ha quedado demostrado que Puigdemont es un provocador empeñado en convertirse en una divinidad. De momento se ha convertido en la fuente de la que emanan los oráculos de los dioses catalanistas. Como si de un dios se tratara, se le venera, se le respeta como si fuera infalible, se le honra como si fuera un dechado de virtudes, y quizás incluso se le teme. Por eso él, que sabe todo esto, muestra una sonrisa excesivamente cínica y simula constantemente una seguridad y una autosuficiencia desafiantes. Los que, víctimas del procés, fueron incluso encarcelados en España, ya han sido olvidados. Permanecen a la sombra, esperando que Puigdemont se decida a hablar y proponer cosas desde su torre de marfil, sometidos a ese Artículo 155 que podría ser levantado si el “gobierno catalán” abandonase su cerrazón, dejase de provocar un conflicto tras otro y se aviniera a cumplir la Ley de todos. Pero Puigdemont no está por la labor, mientras se pasea ahora por Berlín (antaño lo hacía por Bruselas) procurando olvidar incluso las semblantes atribulados de sus compañeros de gobierno encarcelados, y de los líderes de ANC y de Omnium.