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País

Lo primero es el hábito de despreciar a los demás. Lo segundo tratar de construir un país decente teniendo en cuenta la primera premisa. Hay ciertas manías, en este país, ciertas costumbres que nos han recorrido la historia como un río caudaloso y soberbio: despreciarnos los unos a los otros, por ejemplo, ha sido una constante, sobre todo despreciar a aquellos compatriotas que más sobresalían, dado que en España lo que no perdonamos de ninguna de las maneras es el trabajo bien hecho, la vocación desarrollada con paciencia, tenacidad, brillantez y esfuerzo.

Por eso despreciamos a quienes se distinguen de la masa, a los hombres y las mujeres que destacan en algún campo profesional, para luego, eso sí, enterrarles con monumentales misas concelebradas, derramarles abundantes lágrimas de cocodrilo y entonarles fabulosas alabanzas. Lo hacemos de esa manera no por reconocimiento sino porque con su fallecimiento ya no pueden recordarnos, con su presencia viva, lo limitada y mediocre que suele ser no solo nuestra persona sino también nuestra existencia.

La prueba más palpable del desprecio a nuestros compatriotas está en esa continua costumbre de expulsar de nuestro país a manadas de hombres y de mujeres que de algún modo no concordaban con la idea que se tenía de la España oficial, una, grande y libre o sencillamente más católica que un Cristo de tierra: expulsamos a los judíos y a los españoles de religión musulmana en la Edad Media, a los heterodoxos en el siglo XVI, a los ilustrados en el XVIII, a los liberales en el XIX y los republicanos en 1939 fueron invitados a una huida obligatoria.

Curioso país este empeñado desde siempre en mantener en el extranjero a un gran número de exiliados. Los ha habido en todas las épocas, en las más prósperas y en las más míseras, pero ahora en este tiempo tecnológico, en que la ciencia se ha convertido en el nuevo dios adorado, cuando vivimos en un exceso de medios materiales, resulta cuando menos sorprendente, por no decir suicida, que los nuevos exiliados de este reino sean los jóvenes científicos, ingenieros, economistas o músicos mejor preparados.

Nada nos define tanto como los profesionales que tienen más oportunidades de hacerse una vida en esta tierra, o sea, albañiles, camareros, comerciales, tertulianos, camioneros, dependientes de comercio, guardias civiles, constructores con una hortera predisposición a devorar, a dentelladas, los litorales de este país y funcionarios adscritos al partido político que gobierne en cualquiera de las numerosísimas comunidades autónomas que tan alegremente nos otorgamos hace ya muchos, muchos años, durante los primeros días de la Santa Transición.

En algo, poco, hemos avanzado ya que durante siglos en estas tierras quijotescas, de falsos molinos demudados, cantares de arrebato y flotantes nieblas, lo que más abundaban eran labriegos sudando bajo un sol monárquico, obispos y anarquistas, mendigos y soldados de fortuna, monjas andariegas, frailes guerrilleros, bandoleros y borrachos de venta que, por un quítame allá estas pajas, te recortaban el perfil con navajas lentas, abriéndose caminos, como bueyes, entre las venas.

Lo primero es el hábito de despreciar a los demás. Lo segundo tratar de construir un país decente teniendo en cuenta la primera premisa. Hay ciertas manías, en este país, ciertas costumbres que nos han recorrido la historia como un río caudaloso y soberbio: despreciarnos los unos a los otros, por ejemplo, ha sido una constante, sobre todo despreciar a aquellos compatriotas que más sobresalían, dado que en España lo que no perdonamos de ninguna de las maneras es el trabajo bien hecho, la vocación desarrollada con paciencia, tenacidad, brillantez y esfuerzo.

Por eso despreciamos a quienes se distinguen de la masa, a los hombres y las mujeres que destacan en algún campo profesional, para luego, eso sí, enterrarles con monumentales misas concelebradas, derramarles abundantes lágrimas de cocodrilo y entonarles fabulosas alabanzas. Lo hacemos de esa manera no por reconocimiento sino porque con su fallecimiento ya no pueden recordarnos, con su presencia viva, lo limitada y mediocre que suele ser no solo nuestra persona sino también nuestra existencia.