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La larga sombra de 1982
Si quitamos la transición que se materializó en la Constitución de 1978, el hecho más determinante del funcionamiento real del sistema político español tuvo lugar en 1982. Es un hecho que tiene que ver con la victoria abrumadora en las urnas de Felipe González como paladín de la modernización del país, y generalmente ha estado tapado por el éxito mismo del proceso de ajuste que el socialista pilotó con bastante acierto. Se trata, en concreto, del hecho de que en aquellas elecciones se implantó en España un determinado modelo de partido político, y ese modelo es el que ha determinado a largo plazo el camino hacia la pudrición de nuestra política.
Y me explico. El Partido Socialista optó deliberada y estratégicamente por plantear las elecciones de 1982 de manera personalista y plebiscitaria, concentrando el foco en torno a su líder y a una sola promesa, carente de carga ideológica aunque muy atractiva: el cambio modernizador. Rechazó explícitamente el modelo que sugería su antigua tradición, la de un partido con diversas alas y líneas ideológicas (la obrerista, la marxista, la liberal, etc.), un partido abierto al debate entre corrientes y personas, un partido sin liderazgo personal fuerte. No, un líder, una imagen y un mensaje, fue el cóctel triunfador de 1982. Mientras que el partido de gallitos y familias, el partido de los burgueses discutidores que era UCD, se hundía irremisiblemente, el PSOE patentó y luego abroqueló en España el modelo triunfador: un partido máquina, unido por un hiperliderazgo, sin escisiones ni tendencias, con una misión desprovista de carga ideológica, y dedicado sólo a ocupar y controlar el espacio político para ayudar al cumplimiento de su misión. Y funcionó, vaya si funcionó. Entre otras cosas, implantó indeleblemente en la cultura política española la idea subliminal de que un partido es un bloque al servicio de un líder, y que cualquier otro modelo de partido conduce al fracaso. La derecha conservadora lo copió con bastante rapidez.
Este modelo de partido y de política de partido ha sido responsable de la degeneración progresiva de la política española a lo largo de los treinta años siguientes: ha sido el único marco de selección y socialización para unas élites políticas de calidad resultante cada vez más baja, les ha grabado a fuego todos los defectos de la politiquería sin ninguno de los méritos de la política, ha huido como de la peste de la discusión interna y del pensamiento crítico, ha fomentado el pragmatismo simplón hasta la nausea, ha acaparado el papel de actor único (primero en el parlamento, anulando la independencia individual de los representantes, luego en las demás instituciones del Estado de Derecho, controlando a la alta burocracia judicial y administrativa con fines partidistas).
Así, lo que fue causa del éxito de los ochenta, fue también semilla del desastre progresivo posterior. Con tal modelo de partido era inevitable que, más tarde o más temprano, el sistema degenerase y se empobreciese hasta límites insospechables. La corrupción, su síntoma más llamativo (por mucho que no el más importante) es también fruto de una cultura política dominada por un tipo de partido y partidismo deforme, que no se corresponde en absoluto con los modelos de otras democracias asentadas. Aunque nos cueste percibirlo, precisamente porque no hemos conocido otra realidad en treinta largos años.
Ahora que se llevan los términos fetiche de “cambio”, “nuevo”, “regeneración” y similares (las “palabras cortocircuito” por su capacidad para frustrar cualquier debate desde su inicio), la pregunta fundamental no es tanto lo que los partidos prometen hacer con la política, sino lo que dicen (y sobre todo lo que hacen) consigo mismos, más allá de engañosas afirmaciones de democratización interna y de primarias a granel. Y, en este sentido, y aun concediendo un margen de espera a los nuevos actores emergentes, los síntomas no son esperanzadores. Ambos se organizan con hiperliderazgos personales y con fuertes mecanismos de control topdown. Si se confirma esta negativa impresión, la pudrición del sistema progresará, sólo sucederá que será más caótica que antes. Bipartidismo o tetrapartidismo, lo relevante no es el número sino la substancia.
Si quitamos la transición que se materializó en la Constitución de 1978, el hecho más determinante del funcionamiento real del sistema político español tuvo lugar en 1982. Es un hecho que tiene que ver con la victoria abrumadora en las urnas de Felipe González como paladín de la modernización del país, y generalmente ha estado tapado por el éxito mismo del proceso de ajuste que el socialista pilotó con bastante acierto. Se trata, en concreto, del hecho de que en aquellas elecciones se implantó en España un determinado modelo de partido político, y ese modelo es el que ha determinado a largo plazo el camino hacia la pudrición de nuestra política.
Y me explico. El Partido Socialista optó deliberada y estratégicamente por plantear las elecciones de 1982 de manera personalista y plebiscitaria, concentrando el foco en torno a su líder y a una sola promesa, carente de carga ideológica aunque muy atractiva: el cambio modernizador. Rechazó explícitamente el modelo que sugería su antigua tradición, la de un partido con diversas alas y líneas ideológicas (la obrerista, la marxista, la liberal, etc.), un partido abierto al debate entre corrientes y personas, un partido sin liderazgo personal fuerte. No, un líder, una imagen y un mensaje, fue el cóctel triunfador de 1982. Mientras que el partido de gallitos y familias, el partido de los burgueses discutidores que era UCD, se hundía irremisiblemente, el PSOE patentó y luego abroqueló en España el modelo triunfador: un partido máquina, unido por un hiperliderazgo, sin escisiones ni tendencias, con una misión desprovista de carga ideológica, y dedicado sólo a ocupar y controlar el espacio político para ayudar al cumplimiento de su misión. Y funcionó, vaya si funcionó. Entre otras cosas, implantó indeleblemente en la cultura política española la idea subliminal de que un partido es un bloque al servicio de un líder, y que cualquier otro modelo de partido conduce al fracaso. La derecha conservadora lo copió con bastante rapidez.