Lo que más ha cambiado en estos dos años ha sido la desaparición de los escoltas, a los que los vascos nos habíamos acostumbrado. Entre 2009 y 2010, años en los que se calcula que había 1.500 personas protegidas, se contabilizaron cerca de 2.600 escoltas en activo y el Gobierno tuvo que desembolsar más de 210 millones de euros en esos ejercicios para costearlos.
Con el alto el fuego de principios de 2011, la cifra empezó a reducirse y el cese definitivo de ETA, en octubre de 2011, aceleró la supresión de los guardaespaldas. En septiembre, el Gobierno vasco dio por concluidos los últimos contratos que mantenía con empresas privadas para proteger a los amenazados. Ahora, solo existe protección para cerca de 70 altos cargos (consejeros, algunos parlamentarios o concejales) y máximos representantes institucionales. La vigilancia privada se reservará para las mujeres maltratadas. El Ejecutivo central financia todavía unos 300 escoltas.
El gasto no ha sido despreciable: 1.625 millones de euros desde 2000, cuando los policías ya no podían hacer frente a la protección, solo en la seguridad privada. Una respuesta obligada ante la nueva estrategia de ETA a mediados de los 90, la llamada socialización del sufrimiento, que se resumía en poner en su diana a amplios sectores de la sociedad: políticos, jueces, fiscales, empresarios, policías, periodistas y quien considerara enemigo de la banda.