El milagro económico de Mondragon, de pequeña cooperativa a gran grupo multinacional
José María Arizmendiarrieta no es santo, pero casi. El papa Francisco concedió a este sacerdote en 2015 el estatus de ‘venerable’, que es algo así como la parrilla de salida de la santidad. El primer paso antes de ser proclamado beato primero y santo después, si es que procede. Para eso las normas canónicas establecen que debe demostrarse que el candidato ha obrado algún milagro. Aún está por ver si el aita Arizmendiarrieta, que falleció en 1976 a los 61 años, ha hecho alguno después de muerto, pero en vida se le atribuye la idea de lo que muchos hoy no dudan en calificar como milagro, aunque económico, y que atrae las miradas de estudiosos de todo mundo a su sede de la localidad guipuzcoana de Mondragón.
La gesta de este sacerdote fue movilizar en pleno franquismo a una comunidad de trabajadores para organizarse en cooperativas, sentando así las bases del que con los años se convertiría en uno de los mayores grupos cooperativos mundo. La Corporación Cooperativa Mondragón, ahora denominado simplemente Mondragon (sin la tilde), ponía su primera piedra un 14 de abril del año 1956, mientras algunos mondragoneses celebraban a escondidas la Segunda República, según cuenta la historia del grupo. El padre Arizmendarrieta no solo bendijo los cimientos de ese primer edificio que se levantó en una parcela por la que pagaron 27 céntimos de euro (45 pesetas) el metro cuadrado, sino que llegando mucho más lejos de su condición de clérigo, estuvo detrás de la filosofía sobre la que se estructuró toda la corporación, que sonaba un tanto revolucionaria para una época de dictadura: un socio-trabajador un voto, y la formación de esos trabajadores como base de todo el sistema. “Socializando el saber se democratiza verdaderamente el poder”, decía el sacerdote.
Lo cierto es que, bien por la influencia de las bendiciones del padre Arizmendarrieta, por el tesón de los emprendedores que se aventuraron a levantar las empresas, o por la combinación de ambas cuestiones, en ese primer pabellón de hormigón de 700 metros cuadrados en dos alturas que acogió los talleres Ulgor, y que empezó fabricando estufas, se produjo algo parecido a la multiplicación de los panes y los peces.
92 empresas, 70.000 trabajadores
Ulgor, cuyo nombre es un acrónimo de los apellidos de sus fundadores –Luis Usatorre, Jesús Larrañaga, Alfonso Gorrogoitia, José María Ormaechea y Javier Ortubay– antiguos alumnos de la escuela de aprendices que Arizmendarrieta había fundado en Mondragón unos años antes, fue germen de lo que sería después Fagor, al que poco a poco se le fueron añadiendo más empresas para dar lugar a una cooperativa de cooperativas que hoy en día tiene más 70.000 trabajadores, 30.660 de ellos en Euskadi, 29.340 en el resto de España y alrededor de 10.000 en el ámbito internacional. Cuenta con 92 empresas cooperativas, aunque agrupa a un total de 250, porque en su expansión ha añadido a su fórmula de economía social empresas y filiales que son sociedades anónimas participadas por la cooperativa.
Cada una de las cooperativas funciona de forma autónoma, pero están interconectadas a través de un peculiar modelo de gestión basado en la solidaridad entre las empresas que conforman el grupo. Las que tienen buenos resultados impiden la caída de las que van mal a través de un fondo de solidaridad al que aportan el 10% de sus beneficios. Una solidaridad que se aplica también en la recolocación de los socios de las empresas con excedentes de empleo. Las decisiones de cada cooperativa pasan por la asamblea de cooperativistas, y las de la corporación las marca el Congreso de la Corporación en el que están representadas todas las cooperativas. Esta forma de gestión ha estado detrás de su éxito, pero también ha sido motivo de discrepancias, hasta el punto de que algunas cooperativas optaron por salir del grupo descontentas con lo que entendían como una férrea disciplina y unas estructuras de gobierno demasiado rígidas para garantizar la autonomía de su gestión y la rapidez en las decisiones.
Es difícil hablar del desarrollo económico vasco sin fijarse en esta experiencia cooperativa. De hecho, es el primer grupo industrial de Euskadi. Pero Mondragon es también una parte importante del engranaje empresarial de toda España y muchas de sus cooperativas son fácilmente reconocidas en cualquier punto del Estado. El sello de las cooperativas de Mondragon está en los electrodomésticos Fagor, que durante años equiparon la mayor parte de las cocinas españolas, también en los supermercados Eroski o en las bicicletas Orbea, por citar algunas de las empresas más reconocidas que conforman el grupo, muchas de ellas punteras, especialmente entre las industriales, como Danobat, Batz, Urssa, Matrici, Cikautxo, Erreka, Fagor Automocion, Fagor Arrasate o Copreci.
Tiene una Universidad, Mondragon Unibersitatea, heredera de la primera escuela de Formación Profesional que puso en marcha Arizmendarrieta, con facultades en diversas ramas del conocimiento, incluida la gastronomía, ya que es impulsora, junto a reconocidos cocineros vascos, del Basque Culinary Center (BCC), ubicado en Donostia, que es referente mundial en innovación de la alta cocina. También cuenta con academias de idiomas, centros de formación, consultoras o centros de tecnológicos punteros en I+D+i, como Ikerlan, que desarrolla tecnologías que luego ponen en marcha las empresas del grupo en diferentes áreas como la automoción, la máquina-herramienta o la sanidad y que ha acompañado a las cooperativas en su desarrollo desde 1968, cuando un grupo de profesores de la escuela politécnica de Mondragón se liberaron para dedicarse a la investigación.
Y también un banco
Bajo el paraguas de Mondragon se agrupan sectores tan diferentes como los supermercados, la industria, la alta tecnología, la enseñanza o la sanidad, pero por si esto fuera poco, su estructura incluye una entidad financiera. Caja Laboral Popular, ahora Laboral Kutxa tras integrar a Ipar Kutxa en 2013, es una cooperativa de crédito que sorteó con éxito la crisis financiera de 2008 en la que sucumbieron muchas de las cajas de ahorro que había en España, y las que sobrevivieron tuvieron que convertirse en bancos. Una obligación legislativa de la que quedaban exentas las cooperativas de crédito.
La Caja Laboral también fue un ‘invento’ del padre Arizmendiarrieta. Las cooperativas recién creadas tenían dificultades para acceder a la financiación que les permitiera realizar inversiones y crecer. “¿Por qué no creamos un banco?”, propuso el sacerdote durante un consejo de administración de Ulgor en el que se estaban poniendo sobre la mesa las dificultades económicas que pasaban allá por el año 1959. Lo que se entendió en principio como una ‘ocurrencia’, tomó forma, se materializó y no solo funcionó, sino que lo hizo con éxito.
Con los fondos de la participación de las diferentes cooperativas del grupo, por un lado, y con los de sus propios socios trabajadores, y de los ahorradores que empezaron a confiar en la entidad, acompañó el desarrollo de las empresas que entonces ya estaban contribuyendo a dar la vuelta a todo el mapa del empleo en Mondragón y la comarca. Por aquel entonces la Caja Laboral tenía como suyo el lema “libreta o maleta”, dando a entender que guardar los ahorros en esta entidad contribuía al crecimiento de las cooperativas del grupo y era una forma de crear empleo en la zona y que sus habitantes no tuvieran que salir a emigrar para buscarlo a otro sitio. Una forma de ‘hacer país’, que caló en muchos sectores vascos que empezaron a ver en Mondragon y en sus cooperativas asociadas una especie de ‘nacionalismo’ económico.
Hoy en día es una entidad consolidada dentro del entramado financiero español, con un beneficio después de impuestos de 222,7 millones y sucursales, además de su mercado más cercano, que es Euskadi y Navarra, en 15 provincias españolas.
Mondragon también montó su propio sistema de prestaciones, una especie de ‘Seguridad Social’ cooperativa, Lagun Aro, que ofrece prestaciones médicas, complemento de las pensiones y otras prestaciones a sus socios. Ahora integrado en el Grupo Laboral Kutxa, nació en 1959 para garantizar a los cooperativistas las prestaciones cuando se les excluyó del Régimen General de la Seguridad Social por ser considerados propietarios y no trabajadores por cuenta ajena.
Este entramado de cooperativas, convertidas muchas de ellas en grandes multinacionales, porque el grupo tiene presencia en 150 países, facturó en 2022, la última cifra publicada, 10.607 millones de euros, que para poder comparar la magnitud de la cifra son 5.000 millones menos de los presupuestos con los que cuenta la comunidad autónoma vasca este año. Y ello, manteniendo la esencia de la filosofía con que nació, en la que las decisiones importantes en cada una de las empresas pasan por los socios.
Hay que matizar, no obstante, que Mondragon es un gran creador de empleo, pero no todos los 70.000 trabajadores del grupo son dueños de su empresa. En Euskadi la mayor parte del empleo de Mondragon es cooperativo, pero no ocurre lo mismo en el resto de España ni en las filiales extranjeras. Los 10.000 empleados en el ámbito internacional son trabajadores por cuenta ajena, mientras que de los 60.000 que trabajan en España, sólo 25.000 son socios cooperativistas. Ellos son los dueños del grupo y los que tienen poder decisión.
La crisis de Fagor
Los 68 años de vida del grupo Mondragon han demostrado que el entramado empresarial que ideó Arizmendiarrieta es una historia de éxito, que probablemente ni siquiera la mente visionaria de ese sacerdote acertó a imaginar cuando bendijo aquella primera piedra de Ulgor. Una fortaleza que se demuestra en sus resultados económicos, pero sobre todo en que pese a haber estado golpeado por importantes crisis externas, pero sobre todo internas, que han hecho tambalear toda su línea de flotación, el grupo ha salido muy tocado, pero no hundido. Las más importantes, la caída de Fagor, la salida de Ulma y Orona de la corporación y la polémica de las aportaciones subordinadas de Eroski y Fagor, que supuso una fuerte crisis reputacional para el grupo al arrastrar a unos 40.000 ahorradores hacia un producto que resultó ser de alto riesgo.
Hasta la crisis de Fagor en 2013, el principio de solidaridad intercooperativo había funcionado siempre lo suficientemente bien como para mantener los equilibrios entre las cooperativas y que el grupo resistiera en las crisis económicas ante las que caían empresas tradicionales. Fagor fue la excepción, pero tan importante que puso en cuestión toda la filosofía del grupo. Nadie contaba con que podía desaparecer de esta forma, sin rescate posible, una empresa del todopoderoso grupo cooperativo y menos del calibre de la compañía que equipó durante muchos años la mayor parte de las cocinas españolas. Cuando la burbuja inmobiliaria pinchó en 2008, empezaron a construirse menos casas y, por lo tanto, a comprarse menos electrodomésticos. La crisis pilló a Fagor Electrodomésticos justo en un momento en el que acababa de duplicar su tamaño tras comprar la francesa Bradt realizando importantes inversiones que luego se mostraron arriesgadas. No se recuperó de esa crisis pese a que ya se había llevado 300 millones del fondo de solidaridad durante años antes sin conseguir tapar un agujero que no dejaba de crecer. En 2013 el grupo cerró el grifo de la financiación de Fagor Electrodomésticos, y le dejó caer con una deuda de 800 millones, ante el temor de que acabara arrastrando a todo el grupo en su caída.
De Fagor Electrodomésticos sólo queda ahora la marca del logotipo rojo, que sigue siendo propiedad de Mondragon a través del Grupo Fagor. Desde el año 2020, con este logotipo y el nombre de Fagor Electrodoméstico –se le ha quitado una ‘s’ a la marca original–, se comercializa la línea blanca de la empresa polaca Amica. Otras empresas como EuroMénage o Rhoiniter ponen el logotipo de Fagor a pequeños electrodomésticos y utensilios de cocina.
El resto de las empresas del Grupo Fagor, en el que se integran ocho cooperativas del sector, entre ellas algunas tan importantes como Fagor Arrasate, Fagor Automation, Fagor Ederlan o Copreci, asumieron la mayor parte de los cooperativistas que salieron de la empresa caída. De los 1.800 trabajadores que estaban empleados en las cinco plantas que Fagor electrodomésticos tenía en Euskadi 1.736 eran socios cooperativistas, que son los que fueron recolocados en otras cooperativas de Mondragon, esencialmente en las del grupo Fagor, o fueron prejubilados. Peor suerte corrieron los no cooperativistas de Fagor Electrodomésticos o de Edesa, una de sus filiales, que perdieron directamente su empleo.
De poco sirvió el intento que realizó Fagor de captar fondos de particulares a través de participaciones subordinadas. Una estrategia que también puso en marcha Eroski, que pasaba también por dificultades económicas. La venta de estas participaciones llevó a 40.000 ahorradores hacia un producto que tanto sentencias judiciales como organismos de consumo estimaron que se vendieron por parte de las entidades financieras que lo comercializaron como si fueran depósitos ordinarios de ahorro, a plazo, cuando era un producto de riesgo ya que era “deuda perpetua”. La primera emisión se hizo en 2002, 2003 y 2004 y hubo una segunda en 2007. Con la crisis empezaron a caer los intereses que se abonaban y los ahorradores se percataron de que no podían recuperar su inversión. Esto supuso un mazazo a la imagen del grupo.
Eroski, que ha pasado por periodos de fuerte endeudamiento y, de hecho, todavía sigue renegociando su deuda, no ha vuelto a poner en marcha esta práctica. Recientemente ha concluido una emisión de bonos para financiarse con mucho éxito, pero destinada a inversores institucionales.
La caída de Fagor demostró la capacidad de resiliencia del grupo, pero también que existían fuertes discrepancias internas sobre cómo debía administrarse el fondo de intercooperacción y las relaciones entre las cooperativas. De hecho, algunas de las cooperativas de más peso en los momentos de la crisis de Fagor fueron las que se opusieron con mayor vehemencia a seguir aportando dinero al agujero negro en el que se había convertido la empresa de electrodomésticos. Una de ellas, Orona, líder mundial en la fabricación de ascensores y otros sistemas elevación, llevó en 2022 sus discrepancias con el grupo al máximo nivel y protagonizó junto con Ulma, un sonoro portazo a la corporación, en lo que se dio en conocer como el ‘coopexit’. Los socios trabajadores de ambas empresas votaron en referéndum y decidieron por mayoría dejar el grupo: el 72% de los 1.750 socios de Orona, y el 80,5% de los 2.789 socios de Ulma. “Son las personas socias quienes determinan con su voto el camino que sigue la cooperativa”, decían entonces desde esta empresa.
Relevo generacional
Entre las dos empresas sumaban entonces más de 1.700 millones de facturación y 11.000 empleos. Ambas pretendían introducir en las normas del grupo la posibilidad de que las empresas pudieran decidir lo que llamaron “cooperativas convenidas” a las que no se les aplicaran las normas aprobadas por el Congreso, no participaran con carácter general en los mecanismos de intercooperación y solidaridad de las cooperativas y, establecieran en un convenio de duración anual los posibles ámbitos y compromisos de colaboración con Mondragon. “En definitiva, un estar sin estar,” como los definió entonces el presidente del grupo Iñigo Ucin. El Congreso de la corporación cerró la puerta a esa posibilidad y las dos optaron por irse, aunque tanto Ulma como Orona siguen siendo cooperativas, pero en solitario. También siguen con el sistema cooperativo las dos empresas que abandonaron antes la corporación, en 2008, Ampo e Irizar. Las asambleas de socios decidieron emprender camino en solitario y se han consolidado como líderes en sus respectivos sectores como cooperativas independientes.
Tras la salida de Ulma y Orona, el grupo siempre ha destacado la fortaleza que ha demostrado pese a las deserciones. “Se han ido dos importantes, pero son más las que se quedan” decían. Aunque no puede ocultarse que la pérdida de estas dos compañías ha supuesto un importante ‘roto’ para el grupo del que le costará reponerse por completo y que probablemente influirá en la nueva estrategia que marcará los próximos años y que se aprobará el mes de julio, en lo que supondrá toda una renovación en el viejo grupo, que irá acompañada también de un cambio de caras y de generación en la cúpula de la corporación. Este mes de agosto Pello Rodríguez, de 48 años, ha asumido la presidencia de Mondragon y sustituye en el cargo a Iñigo Ucin que se jubila. Arrancará una nueva etapa para el grupo, siguiendo una de las máximas de su fundador: “Mirar hacia atrás es una ofensa, hay que mirar siempre adelante”.
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