Querido alcalde Antonio: Las tradiciones solo tienen el valor que queramos otorgarles. No son imperativas y por lo tanto no se formalizan como leyes, ni siquiera crean derecho consuetudinario. Pero están ahí, forman parte de nuestro periplo desde la noche de los tiempos, aunque actualizadas e incorporadas a la mentalidad propia de una sociedad más racionalista, por tolerante y menos oscurantista.
Son las tradiciones un componente nada desdeñable en la cohesión emocional de los colectivos humanos, afirmando sus señas de identidad, su vocación de pertenencia. Simplemente porque no todo es funcionalismo desnudo, si pretendemos justificar los valores definitorios de nuestra sensibilidad.
Las tradiciones tampoco se programan. Más bien surgen de forma imprevisible. Es lo que ocurrió con esta nuestra. Y es que el XVII, en España, fue un siglo muy “Mariano”. Casi todas las ciudades y pueblos proclamaron el Dogma de la Inmaculada, dos siglos antes de que el Papa Pío IX dictara Bula al respecto. Fue el caso del Cabildo Municipal de Mérida, el Pleno del Concejo, cuando, junto al Cabildo Eclesiástico, lo aprobó en solemne sesión, con procesión incluida, emblemas, milicia, pendones y terciopelos, el año de gracia de 1.620.
Este hecho, multiplicado en todos los territorios de la Corona Española, se escenificó en Mérida. Ni siquiera fue determinante, para el singular acontecimiento, que la ciudad albergara un convento a la advocación y defensa de la “Limpia Concepción”, construido, y dotado de rentas para su sostén, en 1.588 por el emeritense Francisco Moreno de Almaraz, personaje de la más notoria inmediatez a Francisco Pizarro, allá en el Perú. Aquellas solemnidades ocurrieron, aquí y en cientos de villas, porque el pueblo y las autoridades lo quisieron. Tal vez, dicho mas prosaicamente, porque fue la moda, el guión del sentimiento popular del momento religioso. El mismo, más o menos, que ahora conmueve a tantos, cuando las imágenes recuperan la vida por nuestras calles.
Lo que ha distinguido a la sociedad de Mérida, tras cuatro siglos, es su voluntad de mantener esta tradición - unas veces con más brillo, otras sin apenas luz, - que prácticamente, todos los demás perdieron. Es verdad que luego se ligó en gran medida al convento de las Concepcionistas, aunque no fuera ese su hilo conductor en el origen. Tan cierto como que su intencionalidad no es ya solo religiosa, pues integró otros mensajes, tan ecuménicos y actuales como la solidaridad, el humanismo, el respeto universal, el pacifismo. Ahí está dando tono a la ciudad, con toda su historia detrás, al nivel de Toledo y sus balcones del Corpus, o de Sevilla con sus Seises, si vale considerar, incluso, ¿por qué no?, que en el turismo hay muchos sumandos que incitan al viaje, tanto como las piedras.
Te sugiero, Alcalde, que sopeses aquella máxima de que lo que abunda, no daña. La experiencia que otros nos transfirieron fue que, en estas encrucijadas, la prudencia aconseja mantener las señas de identidad que distinguen y singularizan. Así lo hicimos quienes te precedimos, más que nada por el peso de tantos siglos a las espaldas, tantos que en esta Mérida casi abruman. Y porque si, en pura lógica de procedimiento administrativo, se exigiera llevar a pleno la anulación del acuerdo del cabildo emeritense de 1620, muchos nos lo reprocharían, por el desafuero de prescindir de una vitola, tan emotiva como inofensiva, cuyo valor es ser eslabón en la cadena de una historia tan densa como la nuestra. Rectificar siempre es de sabios. No pasa nada por hacerlo. Más bien se gana cercanía, afectos y grandeza, desde la humanidad de ese gesto. Me quedo, si me lo permites, con unas imágenes de cine, el instrumento que mas culturizó, transversalmente, a mi generación. Son las de “El violinista en el tejado” y su machacona insistencia con la tradición, garante imprescindible para la supervivencia de un pueblo.