Defender la risa

Sé que he escrito este artículo ya muchas veces. Y más que me faltaron. Lo escribí (o lo quise hacer) cuando aquello del concejal Zapata, cuando lo otro de los Tirititeros, cuando el asuntillo de Javier Krahe, cuando las múltiples querellas contra El Jueves, cuando lo de más allá con el cantante de Def con Dos, cuando la señora detenida por llevar en el bolso las terribles siglas ACAB (“All Cats Are Beautiful)... Pues bien, ahora le ha tocado a una joven tuitera, Cassandra Vera, a la que le han pillado un alijo de chistes en su twitter sobre el magnicidio de Carrero Blanco – la mano derecha del último dictador de Europa occidental – ocurrido hace 44 años. Como ven, el listón de los chistes no permitidos por la ley ha vuelto a bajar sustancialmente. Y yo, a tener cada vez más miedo. Miedo por vivir en un país donde el Estado te puede procesar y encarcelar por contar un chiste. O ya puestos por firmar – ¿por qué no? – un artículo como este.

 

Francisco Martel, Carmen González y Teresa Palacios son los jueces de la Audiencia Nacional que (aplicando el código penal y jurisprudencia reciente del Tribunal Supremo) han cooperado necesariamente en este nuevo ataque – histriónico, ridículo, patético – a la libertad de expresión, con una sentencia que parece más propia del tribunal de orden público de un régimen fascista que de un juzgado de un país democrático. Es esta sentencia y las leyes que la amparan (y no los chistes de nadie) lo que supone un verdadero acto de “desprecio, deshonra, descrédito, burla y afrenta de la justicia”.

 

Salvo en países totalitarios, el delito de opinión debería estar reservado (si es que debe estarlo en algún caso) para situaciones tan excepcionales que casi ni existan. Y no hablemos del absolutamente increíble delito de contar chistes (que apenas pueden ser catalogados como opinión o apología de nada). En un país libre, como espero que sea algún día este en que vivo, expresarse no puede estar prohibido. Es absolutamente elemental.

 

Hablar, enaltecer o hacer apología de una doctrina, idea o creencia, por incorrecta o herética que nos parezcan, no puede ser un delito. Y esto hay que decirlo bien claro, tanto a izquierda como a derecha. También si alguien pretende defender el machismo, el terrorismo, la xenofobia, la homofobia o lo que le dé la gana defender, solo merece una réplica contundente, no un acto inquisitorial de amordazamiento.

 

Decir (cantar, escribir, pintar, filmar, hacer teatro, o contar chistes) no es, no puede ser una conducta punible. Se diga lo que se diga. Vencer al “discurso del odio” (una nueva de las categorías impostadas con las que se pretende acallar al pensamiento libre) no consiste en prohibirlo – ningún discurso puede ser vencido así – sino, en cualquier caso, en aplastarlo con otro mejor (Y se supone que es fácil, ¿no? ¿O tan inseguros estamos de nuestras convicciones como para no dejar al otro ni abrir la boca?).

 

Los ciudadanos deberíamos ser seres adultos que no necesiten leyes ni censores que protejan nuestros (por lo visto inocentes) oídos de mensajes inconvenientes. Lo que el Estado ha de asegurar es el suficiente grado de igualdad (y no dominación) y la suficiente educación crítica como para que podamos y sepamos asimilar y replicar a cualquier idea o proclama sin necesidad de que la “sabia autoridad” nos guarde de la manipulación o la incitación al odio o al delito con que pueden tentarnos los “malvados” que las defienden.

No somos corderillos necesitados de un buen pastor que nos tenga que salvar de fieros sofistas. Una libertad de expresión no tutelada por el Estado es la condición y la prueba de una sociedad libre y madura. Y los límites a esa libertad han de ser siempre mínimos y excepcionales. Incluso ante la presunta difamación o humillación de alguien, incluso en esos casos, los defensores a ultranza de este género de libertad tenemos opciones. La difamación se desmonta con pruebas y mejores argumentos. Y la humillación se repara, mejor que peor, si se demuestra injustificada e inmerecida.

 

Porque – hay que decirlo todo –  la humillación, a veces, y en cierta acepción del término, puede estar justificada. Solo depende de quién y por qué se humille, y del modo en que se haga. Empecemos por lo segundo: ¿son las bromas una especie del género de la humillación, como dice la sentencia de los sabios jueces de la Audiencia (lo de sabios es broma, claro, y de las pesadas)? Veamos. “Humillar” es hacer que el otro se sienta ofendido, pero también significa que alguien acate algo que, en principio, no estaba dispuesto a acatar. La primera acepción refiere la reacción emocional de alguien, algo que es extraordinariamente subjetivo (y sobre lo que difícilmente cabe legislación – todo el mundo puede sentirse ofendido por cientos de cosas distintas – ) y que, además, puede ser en gran medida controlado por el sujeto. La segunda acepción no supone nada peyorativo, sino algo tan sensato como el acto de comerse uno su propio orgullo y reconocer que estaba equivocado. Así pues, si una broma pudiera ser un acto censurable de humillación, solo podría serlo como ofensa que depende de la particular reacción emotiva de alguien. Pero estas ofensas (salvo cuando se dan en un contexto de dominación previo e intolerable) se resuelven, bien con una re-interpretación por parte del ofendido (no ofende quien quiere, sino quien puede), o bien con el rechazo social al ofensor. ¡No con un proceso penal!

 

Penalizar legalmente el humor (con todos sus subgéneros: burlas, chistes, parodias, chirigotas, macanas, chuflas, camelos, chanzas, guasas, mofas, befas, pitorreo, bufonadas y mil más) para ponerle límites es una barbaridad que solo cabe concebir en estados dictatoriales. El humor es absolutamente libre, no atiende a criterios de corrección política, y es por eso por lo que puede librarnos de (y por lo que molesta tanto a) todo tipo de poder abusivo. Hacer burla es una forma más de expresión crítica, de cuestionamiento de reglas, tabúes, abusos y arbitrariedades. Quien defiende de modo coherente la libertad de expresión defiende que cada uno se mofe de lo que quiera, del mismo modo que defiende que un filósofo o un artista (por ejemplo) discutan, pongan en cuestión, o produzcan las obras de arte que libremente deseen. Lo contrario es una forma de totalitarismo.

 

Se puede admitir, desde luego, que haya chistes (u obras de arte, o ensayos filosóficos, o ideas de todo tipo) de buen o mal “gusto”, que hieran la sensibilidad de personas o colectivos, que nos parezcan profundamente erróneos o manipuladores. Pero en esos casos lo único legítimo que cabe hacer – en una sociedad libre y plural – es dar la espalda al “chistoso”, dejar de leer el libro que nos incomoda, escribir un artículo en contra, despotricar del artista, celebrar debates, bloquear a quien sea en las redes, todo lo que quieran de este tenor, pero no, nunca, procesar y meter en la cárcel a los “deslenguados”. El humor y la risa (así como la filosofía, el arte o la simple expresión de ideas) no son censurables. Todo lo contrario. Son una de las garantías fundamentales – insisto – de una sociedad libre.

 

El humor es, también, un revulsivo necesario, un síntoma de nuestras debilidades y errores, una vacuna contra el fanatismo y la estupidez, y un enemigo de todo lo que se oculta a la luz como presuntamente sagrado. La burla es una manera infalible de recordar lo falible que son nuestras infalibilidades (lo cómicas que son nuestras grandilocuentes tragedias). Todos y todo somos merecedores de risa. Todos somos en algún momento (en muchos) patéticos y risibles. Y es la risa (esa especie de llanto al ralentí) lo que mejor nos pone en nuestro sitio. Así, si el humor negro nos hace reír (y nos hace reír a todos, con más o menos disimulo) es que el discurso moral sobre cómo hay que tomarse las cosas del dolor y la muerte tal vez sea también risible; es decir: humano y perfectible. Qué le vamos a hacer. El humor es, también, el bálsamo de fierabrás más dulce y efectivo contra el dolor del mundo. Y ese bálsamo, a veces, tiene que ser negro, negrísimo. Porque la vida también lo es (¡y ella empezó primero!).

Tu risa me hace libre... decía en las escalofriantes Nanas de la Cebolla uno de los poetas más grandes que ha parido este país, Miguel Hernández, de cuya muerte en la cárcel, con 31 años, se cumplen estos días el 75º aniversario. Un asesinato por cierto, el suyo (lo dejaron vilmente morir de enfermedad y miseria), que nunca llegó ni llegará a ninguna Audiencia Nacional, como ningún otro de la larga ristra de crímenes y criminales que aún campan a sus anchas mientras sus (ya pocas) víctimas supervivientes son ninguneadas por querer algo tan simple y justo como sacar a sus muertos de las cunetas.

 

Porque – recuerden – a los golpistas que, después de provocar una guerra civil, gobernaron este país con el terror, humillando, torturando y asesinando a cientos de miles de personas, se les aplicó, tras su proeza, una generosa amnistía. Mientras que a esta chica que comparte en twitter los chistes mil veces contados (en este país de chistosos) sobre el sabotaje que – ¡hace  44 años! –  costó la vida al tirano que amenazaba con prolongar la dictadura de su mentor, le cae encima esta especie de escarmiento justiciero que de vez en cuando parece que haya que aplicar sobre el más débil (para que el resto aprenda). ¡Ella, esta estudiante chistosa, es la verdadera terrorista! – nos dicen –  Y en cierto modo no crean que no tienen razón. Si hay algo terrorífico para el poder despótico es el humor.

 

¿Pero saben – señores jueces de la Audiencia Nacional y señores del gobierno – cuál es el único chiste censurable aquí? El único chiste es su sentencia y su código penal. Y es el único censurable porque ya no es un chiste (solo lo parece), sino que, por desgracia, es un hecho, un hecho deleznable que nos humilla y avergüenza a millones de ciudadanos. Ustedes nos dan miedo, es cierto, han logrado atemorizarnos. Pero más aún nos dan una terrible vergüenza. Y no les quepa duda de que, pese a todo, por miedo y por vergüenza de ustedes, vamos a seguir defendiendo (y defendiéndonos con) la crítica y la risa. Pluma por pluma. Como decía Miguel. Ese poeta libre y deslenguado que se reía de todas las sombras de la España más negra. Justo la que ustedes representan.