Hace unas semanas hemos contemplado consternados el cobarde y cruel acto terrorista de Barcelona, realizado en nombre de cierta concepción radicalizada del Islam. Presuntos ateos, infieles y pecadores “disfrazados” de inocentes niños, ancianos y turistas fueron las víctimas de un grupo de jóvenes liderados por alguien que decía cumplir la palabra de Dios. En cuestión de horas los medios estaban copados por tertulianos, políticos, psicólogos o pedagogos intentando rastrear los motivos que pudieron llevar a esos muchachos a cometer tal atrocidad. Una de las explicaciones más frecuentes aducía que el problema era el diálogo intercultural (o, mejor dicho, la falta de este) y la ausencia de una genuina integración de este tipo de jóvenes en nuestra sociedad.
Es evidente que uno de los grandes retos que tienen que afrontar las sociedades actuales es el problema de la convivencia entre personas y grupos de diversas raíces culturales, religiosas y étnicas. Multiculturalismo y pluralismo son las dos caras de un mismo desafío; desafío al que tienen que responder las democracias actuales empleando los medios adecuados dentro del marco de lo que debe ser el Estado de Derecho, a saber, el establecimiento y el cumplimiento de leyes que ofrezcan soluciones y no vayan a remolque de las exigencias sociales.
Pero para el problema que nos atañe – el de la convivencia en una sociedad plural – , no solo son necesarias leyes coactivas que persigan a todo aquel que atente contra los derechos y libertades; hacen falta, sobre todo, leyes y prácticas educativas que, desde la infancia, favorezcan el respeto y la coexistencia pacífica entre personas con ideas, creencias e intereses diversos y, en ocasiones, contrapuestos.
A este respecto, España es, una vez más, un triste ejemplo de lo que no se debe hacer: a través de una ley educativa (la LOMCE), impuesta con el rodillo de una mayoría absoluta parlamentaria (que no social), nuestro sistema educativo favorece la fragmentación y la intolerancia a la vez que margina la educación en el diálogo y el encuentro entre diferentes ideologías y sensibilidades (religiosas y no religiosas).
La LOMCE favorece la fragmentación en cuanto en ella se confirma y refuerza el papel de la enseñanza de la religión católica desde la etapa infantil hasta el bachillerato, permitiendo que esta asignatura – de fuerte contenido dogmático y moral , y que dispone de más horas que la mayoría de las materias – obligue a la segregación de alumnos (entre católicos y no católicos) desde los tres a los dieciocho años.
Es cierto que la LOMCE dispone la posibilidad de cursar formación confesional no católica (evangélica, islámica, judía, etc.), pero no podemos caer en el espejismo de creer que la simple promoción de la pluralidad religiosa en las aulas vaya a generar por sí misma un mayor grado de integración o tolerancia. Para fomentar la tolerancia no basta con aumentar la pluralidad, hay, también, que favorecer todo aquello que permite al individuo gestionar dicha pluralidad para que esta sea una forma de enriquecimiento moral y no un maremágnum desorientador que encamine a posiciones irracionales y al enfrentamiento entre ellas.
Sin embargo, y este es el motivo de nuestra reflexión, observamos que justo aquello que podría ayudar a los ciudadanos a manejarse de forma autónoma y madura frente a la pluralidad religiosa y sus versiones más intolerantes es ninguneado y marginado de la educación formal. Así, mientras se aumentan las horas de formación religiosa en las aulas, descienden o directamente se eliminan las horas de educación ética y filosófica.
No hace falta recordar que son las competencias y los contenidos que se enseñan en las materias filosóficas (reflexión crítica, argumentación racional, diálogo constructivo, conocimiento profundo de las ideas y razones que subyacen a las doctrinas políticas, religiosas, etc.) las que determinan de forma más sustantiva la capacidad de los ciudadanos para evaluar y discernir sus opciones ideológicas de forma consciente y libre, así como para comprender y tolerar las de los demás.
Por eso pensamos que es un profundo error marginar las materias filosóficas, o confinarlas, como se hace con la formación ética en la LOMCE, a aquellos alumnos que no cursan ninguna opción religiosa, como si fueran ellos (los que no dan religión) y no los que son educados en dogmas religiosos desde pequeños, los únicos que necesitasen ser educados en el ejercicio libre y crítico de la razón.
Así, por paradójico que resulte, y pese a las constante apelaciones al diálogo y la comprensión de los credos del prójimo (incrementadas, como es habitual, tras un atentado terrorista), nuestro sistema educativo se empeña en segregar al alumnado según sus creencias religiosas o la ausencia de ellas, distinguiendo, además, y peligrosamente, la formación religiosa de la formación en el espíritu crítico y racional que proporciona la filosofía (enviando a unos alumnos a las aulas de religión y a otros a las de ética y ciudadanía). La escuela deja de ser, así, un lugar de integración y convivencia para convertirse en un archipiélago de islas separadas por muros ideológicos difícilmente franqueables.
Una apuesta sólida, en suma, por el diálogo, la creación de vínculos y la solución de los problemas de convivencia asociados al pluralismo consustancial a nuestras sociedades implica que toda la ciudadanía curse obligatoriamente una misma materia de contenidos éticos integradores y asentados, no en la fe y la Verdad revelada, sino en los valores racionales de la libertad, el respeto y la igualdad. Esta materia ya está creada: es la asignatura de Ética, común a todos los alumnos de ESO, que la LOMCE eliminó de un plumazo de los planes educativos. Ahora que se anda gestionando el marco para una nueva ley de educación creemos que es necesario recapacitar y rectificar para que la formación ética y filosófica ocupe un lugar axial en los planes de estudio, de manera que, más allá de expertos, eruditos o creyentes, nuestros alumnos sean formados, también, como ciudadanos mayores de edad capaces de ejercitar las virtudes básicas de la convivencia y de resistirse a toda tentación dogmática y totalitaria.
*Ricardo Hurtado Simó y Víctor Bermúdez Torres son profesores de Filosofía en secundaria y miembros de la Asociación de Filósofos Extremeños (AFEX)