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Galicia y la esfinge
La enésima victoria del Partido Popular de Galicia aun en un contexto difícil y tras una campaña desastrosa nos obliga de nuevo a pensar en qué consiste la singularidad política de la comunidad y cuáles son las razones de sus aparentemente enigmáticos comportamientos políticos que son vistos desde fuera como consecuencia de un conservadurismo casi congénito y, a veces incluso desde dentro, como una forma de auto-odio; un ejemplo perfecto de un país y de unos habitantes que votan contra sus propios intereses.
Este apunte quiere bosquejar la morfología social de la comunidad, la peculiaridad que distingue su estructura y el pacto político implícito que la sustenta para poder así entender su lógica e interpretar sus comportamientos. Sin tener en cuenta esta especificidad y aplicando modelos tomados de otros espacios y de otras culturas políticas será complicado explicar lo que pasa sin acudir a lenguajes irracionales que en el fondo describen como irracional tanto la comunidad como a las personar que la forman.
Esperanzas y expectativas
Si se repasan los resultados en bloques se observa una sociedad casi perfectamente escindida por la mitad, en la que el bloque conservador ha mantenido su tamaño en una horquilla estable (45-52% de los votos) y que sólo ha perdido el poder por las urnas en un contexto muy concreto: la crisis post-Prestige y el agotamiento físico de su anciano candidato, Manuel Fraga. Más allá de que se pueda hablar de un traspaso o préstamo del voto entre el PSOE y el BNG, lo cual parece obvio en Vigo, o de la capacidad del BNG para captar a los votantes más jóvenes, el volumen de apoyos del Partido Popular se ha mantenido estable.
Esta evidencia cuestiona directamente una de las hipótesis –de las permanentes hipótesis de trabajo– de la izquierda: la expectativa de que la alta edad media del votante del Partido Popular signifique a medio plazo su pérdida de apoyo electoral. Su votante medio era mayor que el votante de izquierdas en 1993, cuando Fraga tenía 71 años, lo seguía siendo en 2005, cuando Fraga tenía 83, y lo sigue siendo en 2024, cuando el candidato apenas tiene 55. Esto viene a decir que la izquierda no es capaz de retener su voto juvenil, o puesto de un modo más crudo, que el acceso de los gallegos a la condición de propietario, normalmente tardía, y su cambio de posición en la estructura social de la comunidad parecen tener un efecto casi directo en el sentido de su voto.
Este pasado “de izquierdas” en el votante de derechas, que las estrategias de los partidos parecen obviar, ayuda a entender dos cosas muy relevantes: la existencia de un voto pragmático, poco o nada ideologizado, que encuentra en el partido popular una garantía más o menos imaginaria de su muy tardío acceso a la propiedad. En ese momento el impetuoso voto juvenil, perdidas las esperanzas políticas de un cambio radical empieza también a no desearlas y a rebajar sus expectativas buscando en el aparato político una máquina tranquila, sin estridencias, que le permita, por fin, disfrutar su propiedad, tan trabajosamente adquirida.
En este contexto, el acceso a la propiedad, sus mecanismos hereditarios y financieros, non son circunstancias accidentales, sin más, sino un proceso de re-subjetivación, avant la lettre. Del mismo modo que el cronómetro constituía al trabajador, el plazo y el término de la hipoteca constituyen al ciudadano o establecen las condiciones de posibilidad de su identidad política, que parte, en última instancia, de un sistema de relaciones objetivas.
La sustitución de las esperanzas políticas colectivas por expectativas personales de perfil bajo se puede ilustrar bien con la evolución incluso de alguno de los líderes políticos de la comunidad: dejando a un lado los que provienen de las familias de altos funcionarios y/o propietarios, no es raro el caso, como sucede con Miguel Tellado o con algún conselleiro, de pasados en la izquierda que, a la hora de la verdad, cuando las expectativas políticas sólo encuentran posibilidad de desarrollo pleno en la estructura del partido, llevan a acercarse a la vieja máquina popular, siempre necesitada de intelectuales orgánicos que le proporcionen el relato sofisticado pero aparentemente natural, de ahí su sofisticación, que sus ni los tecnócratas como Rueda ni sus bases rurales pueden ofrecer.
Dejando a un lado el caso de Tellado, con pasado en el sindicalismo universitario nacionalista, o el caso de Anxo Lorenzo, o de Julio Comesaña, provenientes de entornos cercanos al PSOE, los dos principales intelectuales orgánicos de la máquina de la derecha tienen trayectorias bien significativas: la camaleónica de Xosé Luís Barreiro, que ha flirteado con todos hasta que se ha convertido en referente moral de la derecha de orden, o la caída abismal desde la socialdemocracia de los 90 al feijoismo un poco histérico de Roberto Blanco Valdés. Lejos de ser casos aislados de vocaciones políticas moderadas por el tiempo, son representativas de como el gradualismo suele llevar hacia otro lado y, lo más importante, son compartidas por muchos compañeros de generación, académicos, funcionarios medios y profesiones liberales
Este pasado “de izquierdas” o “nacionalista” del votante de derechas que, desde mi punto de vista, explica por qué la esperanza de cambio juvenil se convierte en una expectativa de pequeño propietario tranquilo obliga a la izquierda a un trabajo político complejo que debe buscar deshacer el bloque conservador no esperar, eternamente que ahora no, pero en cuatro o en ocho años, veremos. El día de la marmota.
Redes sociales y redes de poder
Para comprender la lógica política que sustenta la mayoría social, indiscutible incluso hoy, del Partido Popular, es preciso entender que, en una comunidad sólidamente sedimentada, donde la estructura social es pétrea, como muy bien supo ver Fraga, las redes que constituyen el poder están más allá, incluso en 2024, de las virtuales y efímeras redes sociales. El Partido Popular se superpone sobre el gobierno y el gobierno sobre la Xunta, y al revés, y esa identificación perpetuamente representada, como el uso de los recursos de la Xunta para el partido durante la campaña demuestra, no provoca escándalo, sino que confirma una unidad tranquilizadora para el votante.
Por eso el principal problema del análisis es identificar el Partido Popular con su discurso explícito, con su programa o con esta o aquella más o menos afortunada declaración. Bajo la espuma de los días y del periodismo de actualidad, están las estructuras, las redes y los lenguajes. Un tejido social y cultural que le permiten ganar, aun presentando un líder “antipático”, en el sentido etimológico, y que no transmite ni ilusión ni ningún tipo de entusiasmo.
Esta estructura política diferencial y las mismas trayectorias de los integrantes del bloque conservador explican la relación que los votantes tienen con el partido que los representa y al que de un modo irónico y significativo, ellos mismos se refieren como “os da Xunta”. Para la izquierda, que ha construido su imaginación política en la tradición liberal o en la revolucionaria, este comportamiento político, tan reconocible en Galicia, es un punto ciego.
En las dos tradiciones progresistas hay dos figuras que son muy menores en el universo político de la derecha: el votante militante, que tiene una relación no irónica sino vivencial con el discurso público de su partido y la deliberación o el mecanismo del mejor argumento como lógica de constitución de la razón pública.
El bloque conservador encuentra en el partido y en sus estructuras otra cosa: en primer lugar, un bajo nivel de compromiso que le permite desarrollar su vida privada de espaldas a los grandes debates que, dentro de una lógica muy tecnocrática, serán abordados por los expertos en los temas, sean sanitarios, financieros o energéticos, “ellos sabrán”, que tienen a los mejores. Los másteres aparentes o reales y el haber ganado una “oposición importante” validan en última instancia este orden.
En segundo lugar, la devaluación de lo deliberativo, de la posibilidad de la constitución de una razón pública es lo que marca el perpetuo fracaso del PSOE, cuyas élites ilustradas y muy académicas se formaron en esa lógica e intentan dialogar con el votante en una lengua que el votante desconoce. Al achicar el espacio de la deliberación, un rasgo central de la sociedad gallega, de periódico y televisión única, LVG y TVG, respectivamente, la retórica del mejor argumento es inefectiva, bien se hable de políticas de género o de sostenibilidad.
Así, la constitución subjetiva del votante irónico, por un lado, una forma de lo que antes se llamaba antipolítica, que no cree en el Gobierno pero acude a él como protección ante una eventual amenaza y que no participa del entusiasmo ideológico y un poco naíf del militante, y por otro lado, la devaluación de la razón deliberativa, encuentran su cierre, permanentemente recreado en la creación de un régimen emocional propio, tomo la expresión, aunque en otro sentido, de Ramón Máiz, que no es el del populismo reaccionario, sino el de un populismo amable, sin estridencias, abierto a la integración de los antiguos progresistas, y profundamente neutralizador de cualquier esperanza política revolucionaria o incluso reformista.
La revolución cultural no ha tenido lugar
Esta lógica política enredada, un reino barroco de disimulación y teatralidad, obliga a analizar los contenidos políticos más allá de los discursos expresos, prestando atención a los mecanismos que explican los procesos de subjetivación y la estabilidad de la mayoría. En este contexto, el papel de la cultura gallega ha sido tristemente crucial. Por un lado, la cultura oficial, ha aceptado mantener un papel políticamente neutro, que mantiene además los debates de alta cultura en las capitales y en guetos cerradamente universitarios, especialmente Santiago de Compostela y A Coruña; por otra parte, el nacionalismo emergente se siente mejor representando por un radicalismo diferencialista, un poco estetizado, y alejado de las percepciones de Galicia de las clases medias, a las que en algún momento debería acercarse, y sigue enredado en un debate ortográfico lingüísticamente inane, políticamente estéril, y alejado de la mayoría social a la que esta vanguardia debería interpelar.
Frente a estos modelos, el régimen del populismo amable, que la Consellería ha sido capaz de mantener en el tiempo, dotado mantiene un perfil aparentemente liberal, ha sido capaz de forjar una cultura popular –y nacional- de perfil bajo, en un interminable proceso de adelgazamiento, paralelo a la pérdida de hablantes de la lengua, que, al tiempo, neutraliza la posibilidad de una cultura nacional popular, emancipadora y progresista, en sentido estricto.
Esta forma de populismo amable y de baja intensidad tiene, sin embargo, una gran ventaja sobre la hipótesis populista del momento Podemos, que partía de una idea mecanicista e ingenua de cómo se constituía “un pueblo”. En Galicia donde los mecanismos políticos se engarzan en una estructura social sedimentaria pero pétrea ya no es posible una reactivación acudiendo a la memoria o a otros mecanismos débiles de constitución subjetiva, que pudiera interrumpir o provocar un cambio histórico.
Del mismo modo que esa sedimentación rígida no puede ser resignificada, como no se puede resignificar la bandera bicolor en España, ni siquiera en un momento de crisis, no es posible el adanismo constructivista y hay que partir de lo que hay de una coyuntura y de una tradición objetivada que son el punto de partida de cualquier acción política que quiera ser eficaz.
Partir de lo que Castelao denominó la “morfología social” del país implica lo contrario de lo que supuso la lógica del populismo de Podemos, ya que es muy importante que las intervenciones políticas, que la articulación de un imaginario que permita reactivar una esperanza revolucionaria no puede ser percibida como una intervención vertical, de arriba abajo, y mucho menos como la idea genial de un líder iluminado. La legitimidad solo puede alcanzarse si se parte de un tejido social y de unas prácticas objetivadas, de esa morfología específica de la sociedad y la cultura del país.
La ventaja del Partido Popular, de sus políticas culturales y del régimen emocional –esa Galicia sentimental que sigue permeando su discurso– fue partir de esta pequeña escala, de las instituciones culturales que ya existían, y no presentarse como una ruptura sino como una continuidad con un pequeño grado de progreso, una forma de modernización “con raíces”. En este contexto, la industria cultural gallega, frágil, subvencionada por necesidades vitales, se ha visto obligada a participar y a apuntalar el régimen emocional que sustenta la mayoría conservadora, sin ser capaz ni de constituirse en un espacio público autónomo, ni de interrumpir, en última instancia, las prácticas cotidianas y el sentido común, el sistema de evidencias compartidas, en gran medida cultural, que las sustenta.
Y ahora, ¿qué?
En la introducción al Atlas climático de Galicia, un texto que a mí me gusta leer como alegórico, Manuel Fraga señalaba:
“Cando se fala do clima de Galicia aínda se seguen a expor, con relativa frecuencia, vellas ideas que contrastan coa temperie do noroeste peninsular. A Galicia que segue a perdurar na mente de moitas persoas, galegas ou non, é a dun territorio envolto en néboas, chuvioso a meirande parte do ano. É evidente que esta imaxe, froito de moitos anos de análise a pequena escala, as veces dende a lonxanía, non concorda coas diferentes realidades que conviven no noso territorio”.
La derecha ha sido más flexible, ha sido capaz de propiciar el matrimonio morganático de los pequeños propietarios rurales y los tecnócratas de ciudad, donde cada uno ve colmada su expectativa social, siempre de perfil un poco “cativo”. Para hacerlo no sólo tuvo una máquina electoral –que también-, sino una comprensión de la complejidad y la propuesta de un pacto que sigue funcionando y al que usted, por cierto, también se puede sumar. Cuando Fraga golpea, con una frase, tanto lo que se dice en Madrid como lo que no se ve desde el país, está dando una lección mucho más compleja que lo que su caricatura, a la que somos tan aficionados, hace pensar.
Desde luego cifrar la esperanza del cambio en una espera paciente a que pase el tiempo y la izquierda alcance la mayoría social o decir que “el país ya ha cambiado”, ignorando que las redes, los lenguajes y las prácticas, permanecen intactas, no parece una solución. El problema que plantea este bosquejo es, por último, si se puede construir –perdón por la ingenuidad– una sociedad más equitativa y más plural sin romper con estas inercias, con estas prácticas y con este sentido común.
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