Lo que no se quiso ver en el Congreso de la Lengua de Cádiz
La celebración del Congreso de la Lengua en Cádiz, a finales de marzo, ha dado un poco de visibilidad a los olvidados estudios de filología, cuyo estatus universitario y cuya imagen social no han dejado de menguar en los últimos años. Un poco ocultos detrás de las polémicas bizantinas que caracterizan la imagen pública de la Academia, la lucha literal por los sillones, o el teológico debate sólo/solo, los estudios de filología y, en especial, los de literaturas hispánicas sufren una agonía que no tiene nada que ver con la de Unamuno, en la que es difícil atisbar signos de vitalidad. Desplazados del currículum de la educación secundaria por los estudios de lengua, dentro de una asignatura en la que lo literario es la parte del ratón, la antigua base de las humanidades, donde se adquirían la lectura comprensiva, el análisis reflexivo y las técnicas de la escritura, se encuentra inmersa en una crisis, a veces oculta por el oropel y la parafernalia, como ha sucedido en este Congreso.
Visto además desde Estados Unidos -donde la emergencia de una clase media hispana que se encuentra sistemáticamente con formas de racismo institucional, como de un modo muy claro ha expuesto Jorge Cañizares-Esquerra en el Congreso, parece ser posible solo si se relega el español a un ámbito familiar o a espacios culturales que funcionan como reservas lingüísticas-, el tono celebratorio y grandilocuente parece una ensoñación comercial, puramente ideológica, muy alejada de la realidad política, una guerra cultural auténtica, en la que estamos inmersos. Que el presidente Trump desconectase la página en español de la Casa Blanca el mismo día que tomó posesión es sólo un indicio más del papel que la lengua juega como metonimia de una identidad que es percibida como amenazante por gran parte de las élites, y ahora de las clases populares, de los Estados Unidos.
¿Mestizajes? De lo vivo a lo pintado
Que “mestizaje” fuera la palabra clave y la idea fuerza que aparentemente atravesó el Congreso merece también una reflexión. En primer lugar, porque permite reconocer la distancia entre el trabajo académico más reciente, que entiende que el concepto de mestizaje es parte del problema, y los movimientos lentos y a veces puramente reaccionarios que caracterizan a la Academia de la Lengua. De hecho, aunque parezca un término feliz, que intenta asumir la pluralidad cultural de fondo, hace mucho tiempo que la investigación en humanidades y ciencias sociales ha dejado de considerarlo un concepto útil, en la medida que incorpora una idea de homogeneización, de borradura de la diferencia, que en última instancia tiende a eliminar las culturas minoritarias cuya historia integra –e invisibiliza— en el gran relato de la Hispanidad.
Pero además de ser teóricamente débil, la idea de mestizaje puede dar la falsa idea de que los estudios literarios y lingüísticos en España trabajan con algún tipo de proyecto que represente esa diversidad de fondo a la que, de un modo muy impreciso, alude la idea de mestizaje. Desde luego, nada más lejos de la realidad. Los contenidos de literatura latinoamericana –o los estudios de variación lingüística que incorporen alguna región latinoamericana— apenas tienen representación en una universidad que vive de espaldas a América y que muchas veces mira con una injustificada superioridad todo lo que sucede en los llamados países hermanos. Si en Estados Unidos estamos asistiendo a una progresiva disminución de los cursos de las literaturas peninsulares, y un progresivo alejamiento de nuestrxs colegas latinoamericanistas, en las facultades de filología en España hace ya tiempo que la literatura latinoamericana ha dejado de ser relevante, apenas una anécdota en el currículum, con muy pocas excepciones.
Esta separación entra las áreas, que ha llevado incluso a reducir la literatura de todos los países de Latinoamérica a una asignatura semestral, hace aún más visible la distancia entre el campo literario en sentido estricto, en el que lxs autores latinoamericanos dominan el mercado de la literatura en español y una academia volcada sobre autores ya canonizadxs, muy alejados del gusto del público, en especial de los jóvenes lectores. No hay más que ver los proyectos de investigación de las diferentes universidades para constatarlo. Y de este modo, sólo la animosidad de los profesores de instituto, formados por libre, de lxs activistas y de los editores, que al fin y al cabo viven de vender libros, hace posible que los estudiantes encuentren referentes cercanos a sus experiencias vitales o a sus inquietudes estéticas o políticas. Esta incomparecencia de las instituciones educativas españolas tiene además un segundo efecto de gran relevancia. Al no proporcionar referentes y servir de mediadores entre público, autorxs e industria editorial, todas las culturas latinoamericanas se convierten en “la literatura latinoamericana” y las obras de los diferentes países son leídas fuera de sus contextos propios, que son los que permiten entender su sentido, una cierta forma de orientalismo eterno. Así que nada de mestizaje en el currículum, en el que incluso la literatura española escrita en América, la obra del exilio, se suele explicar como un capítulo aparte, separado tanto de las literaturas del Estado, como de las de los países americanos desde los que se escribía.
El español y 'The End of the English Major'
En el contexto estadounidense, esta separación entre los estudios de literaturas latinoamericanas y lo que de un modo un poco impropio se denomina literaturas peninsulares se da también de un modo muy agudo y coincide además con una crisis inédita en la historia de la educación superior, que la revista New Yorker tituló El fin del grado de Inglés. Este fantasma que recorre las universidades americanas, y en especial sus Liberal Arts Colleges, antaño las joyas de la corona de la educación progresista, es difícil de entender desde España, en gran medida porque se trata de estructuras y de proyectos universitarios inconmensurables. La inexistencia de un “grado de Derecho”, ya que los estudios jurídicos se concentran en un máster y en un examen profesional, el “bar”, y la apuesta por un modelo más experimental de currículum, en el que se intenta formar prácticamente al estudiante, de ahí el énfasis en la escritura y la oratoria, y no en prepararlo para cantar los temas delante de un tribunal de oposición, explica la posición central y mayoritaria del departamento de Inglés en el centro de los Colleges. Tras la pandemia, sin embargo, el énfasis en las carreras de ciencia, validado por los discursos sociales, ha llevado a un descenso más o menos de un 30% en el número de los alumnos matriculados y ha encontrado a los departamentos de estudios hispánicos en una crisis existencial, donde no se atisba un horizonte común sino que más bien se percibe una tendencia cada vez más fuerte a la escisión. Una hipótesis que conduciría a la práctica desaparición de los estudios peninsulares, convertidos, como la literatura italiana o la literatura francesa, en una división menor de los pequeños departamentos de literatura comparada, a veces incluso una mera división de los departamentos de Inglés, el cajón de sastre de todos los estudios literarios. En este momento crítico, además, el papel del Instituto Cervantes ha pasado a ser puramente testimonial. Ni ofrece un espacio a las comunidades latinoamericanas ni intenta ofrecer una imagen plural del Estado ante la opinión pública americana, salvo en las fotos de Twitter. Aquí en Nueva York, por ejemplo, nada queda de la febril actividad de la época de Antonio Muñoz Molina, Eduardo Lago o Javier Rioyo, hoy muy añorados.
La crisis interna de la disciplina, la caída del peso social de las humanidades —aquí y allá—, va parejo, y en parte es consecuencia, de la caída de la imagen social de los estudios hispánicos, aquí encajados bajo la incómoda etiqueta de “español”. Los nueve estudiantes de mi curso de culturas peninsulares, por ejemplo, son todos hispanos o latinos en la terminología del censo americano. O lo que es lo mismo, los estudiantes angloamericanos han dejado de percibir el español como valioso o útil para conseguir una formación o un trabajo. Este pérdida de imagen social de la lengua y la cultura, que tan mal encaja con el tono del Congreso de Cádiz, acentúa aun más la posición minoritaria de los estudios sobre las literaturas peninsulares: si para los estudiantes anglo-americanos los estudios latinoamericanos han dejado de ser interesantes o lo son en la medida en que puedan ser hechos en inglés, y ahí la aparición de los Latino Studies es clave, para los estudiantes latinoamericanos la literatura española y los estudios que sobre ella se producen han dejado de tener ningún tipo de significado. Alejados completamente de su experiencia y de su lenguaje, el canon que se ha ido formando tanto en estudios contemporáneos como en estudios clásicos pertenece a un mundo mucho más lejano y ajeno que, por ejemplo, otras literaturas o formas de ficción norteamericanas.
Si la gran tarea de los que enseñamos literaturas hispánicas en Estados Unidos es deconstruir la imagen de condescendencia y la visión paternalista para poder recuperar la posibilidad de un diálogo horizontal con otros países y otras comunidades a los que nos une una experiencia histórica común, o al menos los relatos de esa experiencia, los autores que están en el centro de la identidad de la literatura en castellano, como el homenajeado Javier Marías o el supervisibilizado Pérez Reverte, imposibilitan ese trabajo. Bien por su diletantismo más o menos afectado, bien por su bravuconería sobreactuada, ambos, y los límites que representan, están completamente alejados de una sensibilidad política en la que las experiencias de la marginalidad o la derrota, o el estudio de la constitución de sociedades multiculturales —o mejor sería decir plurales—, son la medida del valor. Variantes del mansplaining, spainsplaining, que tanto te explica la Revolución mexicana como la guerra civil española sin estudiar un documento. Son ambos parte de esa matriz condescendiente en la que se inscribe la percepción que los académicos españoles tienen de las culturas latinoamericanas, que es la última pero la más consistente supervivencia de la matriz amo/esclavo sobre la que se construyó —y se construye— retóricamente el discurso colonial. Mientras no se deshaga esa forma simbólica que para muchos de mis colegas españoles es invisible, no será posible ningún tipo de diálogo o de relación igualitaria dentro del campo.
Si además lo que se propone es un horizonte mestizo, en el que las diferencias acaben fundiéndose en un relato hispánico, que en última instancia es una representación política España-céntrica, muy poco podemos esperar de esta propuesta. Mucho más débil, además, que otros intentos de cambiar el marco de trabajo, como los estudios atlánticos, cruciales para entender por ejemplo la historia compleja de la cultura gallega, o los estudios ibéricos, cuyo proyecto implicaba desmontar la lógica territorial centralista implícita en los trabajos de los estudios de literatura clásica. Unas y otras propuestas se han ido desvaneciendo, salvo en casos muy aislados, y no han logrado modificar el plan de trabajo ni los planes de estudios.
Vistos desde esta perspectiva plural y compleja, el futuro académico de los estudios de literatura y lengua no parece muy prometedor. Se han ido consolidando escisiones, se han roto los puentes de comunicación, se ha ido perdiendo peso social y prestigio académico. Lo visto en Cádiz ha sido una autorrepresentación ciega al estado del campo, que no parece tampoco capaz de leer ni los límites ni los problemas de los discursos dominantes. No hay razón para tanta alharaca salvo que nos resignemos a ser soportes de la propaganda de las grandes marcas y palmeros de la Casa Real.
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